La foto está tomada en el Raval de Barcelona. Es de Ben Evans |
Artículo publicado en El País, Barcelona, el 22 de marzo de 2003
EL
BARRAQUISMO INVISIBLE
Manuel
Delgado
Hace
poco se clausuraban en Barcelona, en el marco del Año del Diseño y convocadas
por el FAD bajo el título Barraca Barcelona, unas jornadas dedicadas a
las nuevas formas de chabolismo que está conociendo la ciudad. El contexto de
referencia ha sido el de unos déficits en materia de vivienda que son un
ejemplo radical de cómo las necesidades básicas han acabado convertidas en negocio
lucrativo. Ese proceso, que convierte en privilegio lo que debería ser un
derecho, se contempla en la enseñanza, en las pensiones, en la sanidad..., pero
alcanza su desmesura absoluta en el ámbito del hábitat. De lo que debería ser
una exigencia inalienable y garantizada –a tener vida privada, intimidad,
refugio físico y moral, lugar para la sexualidad. el confort o la cocina, en
una palabra, a un hogar– se ha hecho impunemente un bien de consumo y de
inversión inaccesible para una parte importante de la población
Para una gran
mayoría de ciudadanos, adquirir una casa implica, en el sentido más literal de
la expresión, hipotecarse la vida. Para otros sectores acceder a una vivienda digna es simplemente
imposible. Para los jóvenes, para las personas mayores sin recursos, para los
nuevos y los viejos pobres urbanos y para multitud de inmigrantes el
alojamiento ha dejado de ser un derecho. El lugar para vivir –curiosa
expresión, que insinúa que más allá de sus puertas lo que hay no es vida– es
hoy un objeto mercantil que se vende y se compra a precios que han
experimentado un aumento salvaje en los últimos años. Las legislaciones-marco
promulgadas por la Administración central o por la Generalitat son
responsables, sin duda, pero no es menos cierto que muchos ayuntamientos han
descubierto en la venta de suelo público a promotores inmobiliarios una fuente
de recursos que reinvertir luego en políticas de autopromoción institucional y
en campañas de imagen dirigidas a turistas y a inversores. Las grandes empresas
dedicadas a la construcción y venta de pisos viven uno de sus mejores momentos,
favorecidas por las buenas condiciones del mercado dinerario, pero también por
la casi desaparición de la vivienda protegida y de promoción pública y a una
oferta de alquileres escasa y cara.
Los efectos colaterales de este cuadro
son diversos. En el caso de los jóvenes, el sorteo de pisos de alquiler de hace
unos días demuestra hasta qué punto nuestros gobernantes municipales pueden
reducir los problemas más graves a un show mediático. Frente a
indignidades como esa, el movimiento okupa es una reacción del todo
legítima. Los inmigrantes, a su vez, se ven abocados a un mercado de viviendas
en mal estado en zonas degradadas que, además, intentan rentabilizar al máximo
por la vía del hacinamiento o el realquiler. La situación se ve agravada por la
desaparición por decreto de más de 200 pensiones asequibles, que ofrecían más
de 4.000 camas en el centro urbano de Barcelona. Las pocas que han sobrevivido
están orientadas al turismo y sus precios resultan prohibitivos para muchos. Además,
estos establecimientos no son accesibles para los miles de inmigrantes ilegales
–130.000 en Catalunya, según cálculos recientes–, en la medida en que han de
presentar listas de huéspedes a la policía.
Todo
ello ha acabado suscitando una oferta clandestina de pensiones
ilegales, cobertizos o patios interiores habilitados, alquiler de balcones e
incluso de armarios, “camas calientes” –lechos que se usan por turnos–, etc. En
los casos más extremos, nos encontramos con auténticos campamentos de inmigrantes
sin techo, como los que se levantaban en varios puntos de Barcelona –plaza
Catalunya, parque de la Espanya Industrial, paseo Lluís Companys– hasta la
masiva redada policial de agosto de 2001. En la actualidad, tenemos
asentamientos de emergencia de acaso centenares de pobres y recién llegados en
el Pont del Treball –véase el reportaje en EL PAÍS de 15 de marzo– y en los
antiguos cuarteles de Sant Andreu, ambos debidamente escamoteados a la mirada
de los viandantes.
En conjunto, todo ese panorama se constituye en
una nueva forma de barraquismo: el barraquismo invisible, un chabolismo
disperso y clandestino que advierte de la persistencia de problemas sociales
graves asociados a la vivienda, que habían sido oficialmente superados y que se
esconden por su incompatibilidad con la Barcelona en venta como negocio y como
espectáculo. Es imposible
conocer el número exacto de afectados por esa situación, pero seguro que son
miles.
Barraca
Barcelona sirvió para
valorar hasta qué punto aquel barraquismo que va de los años 40 hasta su
erradicación oficial a finales de los 80 debe ser reconsiderado. De entrada,
reconociendo que existió, porque consignas oficiales como la de que Barcelona
había existido de espaldas al mar olvidan que miles de barceloneses vivieron
hasta no hace mucho en sus playas, en barrios como el Camp de la Bota,
Somorrostro o Pequín. El rescate del conmovedor testimonio fotográfico de
Esteve Lucerón sobre los últimos días de La Perona –expuesto en la Sala
Reference, en la calle Sant Gil– es una aportación básica a esa vindicación de
la memoria más humilde, pero también más digna y más heroica, de la ciudad.
Nadie
pretendió hacer un elogio frívolo del barraquismo. Lo que se hizo fue advertir
–como señalaba Oriol Bohigas en estas mismas páginas (EL PAÍS, 19 de febrero)–
cómo aquellos asentamientos autoconstruidos y en gran medida autogestionados
fueron, en no pocos aspectos, preferibles a los inorgánicos polígonos de
viviendas que les sucedieron, lo que no en vano se llamó el barraquismo
vertical. Pero también son superiores técnicamente –puesto que fueron una
solución– y moralmente –puesto que al menos se veían– al actual
barraquismo secreto en Barcelona, una ciudad en la que la pobreza y la fealdad
parecen haber sido declaradas ilegales.