La foto es de Cara Spencer |
Artículo publicado en El País, el 8 de marzo de 1998
LA REDUCTIO AD HITLERUM
Manuel Delgado
Entre los discursos
que conforman ese universo de fantasía e ilusión al que damos en llamar «la
actualidad», hay uno que resulta en especial inquietante por lo que tiene de
contribución a hacer del antirracismo-espectáculo el más eficaz de los
baluartes desde el que actúa el auténtico racismo hoy. Ese discurso imagina una
grave amenaza para la convivencia social procedente de la actividad perversa de
grupúsculos de ideología o estética nazi-fascista. La presencia de tales
organizaciones justifica en toda Europa iniciativas legales y policiales contra
ellas, que cuentan con el respaldo entusiasta de la prensa y de numerosas
organizaciones civiles. En nuestro país, el tema cobra actualidad estos días
con la apertura de juicio oral contra Pedro Varela, propietario de la librería
Europa y ex dirigente de la neonazi Cedade, al que se acusa de «apología del
genocidio» e «incitación al odio racial».
No se trata aquí de discutir sobre cuáles son los límites de la
libertad, es decir sobre si en democracia se puede acosar a alguién por pensar,
proclamar, escribir o leer alguna cosa. Se trata más bien de advertir acerca de
un peligro grave en que se incurre practicando lo que Léo Strauss llama la reductio ad hitlerum, o presunción de
que los racistas tienen la culpa del racismo y que éste consiste sobre todo en
el activismo de grupos marginales de ultraderecha. El asunto tiene interés,
puesto que nutre el folklore popular de nuestros días, como lo demuestran
películas tipo Taxi, Bwana o –explicitando la naturaleza
demoniaca asignada a estos grupos– El día
de la bestia.
Es fácil desvelar el efecto distorsionador de estos relatos
centrados en la figura del racista bestial. De entrada, sirven para insinuar
que el racismo es una cuestión de conductas,
y no de estructuras. Luego, confirman
la sospecha de que, en efecto, hay
racistas, para inmediatamente tranquilizarnos dándonos a conocer que son ellos. Es decir, el racista siempre es el otro. Es además
un racista paródico, una caricatura de nazi, del que a veces se puede
establecer la génesis de su invención y diseño. La leyenda de los skin heads resulta bien ilustrativa,
puesto que ha consistido en proveer de rasgos de congruencia a un movimiento
básicamente estético y desideologizado, sin apenas coherencia interna, al que
se ha conducido al centro de la atención pública para hacer de él paradigma del
racismo diabólico. Al final, no sólo
se ha logrado que muchos cabezas rapadas se hayan amoldado a la imagen que de
ellos circulaba sino que se ha contribuido a ampliar su base de
reclutamiento : tanto repetir que todos los skins son peligrosos que todos lo peligrosos han acabado por
vestirse como skins para que se note
que lo son.
La opinión pública percibe así el racismo como una patología
localizada que puede y debe ser combatida. De la mano de tan atroz
simplificación, el ciudadano llega a concebir el «auge de la intolerancia» a la
manera de una especie de western, en
que unos malvados persiguen y maltratan a marginados a los que de por sí ya se
suponía problemáticos. Es decir los inmigrantes, vagabundos y travestidos ven
de este modo reforzada su reputación de conflictivos, puesto que, «por si fuera
poco», provocan la aparición de esos parásitos característicamente suyos que
son los racistas.
Además puesto que se trata de un problema de orden público se
puede llegar a otra conclusión paradójica, que escuché denunciar a José Luis
Carol, un joven dirigente de Joves amb Iniciativa : contra el racismo, ¡más policia!. Inferencia sarcástica ésta, sobre
todo pensando en a quiénes suele temer más un inmigrante y en quiénes son los
destinarios de tantas de las denuncias que se recogen en los informes de SOS
Racismo. Tenemos así como la figura del racista
absoluto permite que los mismos gobiernos europeos que dictan leyes
excluyentes, racistas y xenófobas puedan, encima, aparecer públicamente como
los defensores de sus víctimas, a las que protegen de lo que se presenta como
los «malos-malísimos» de la película.
Más allá de esa tarea de desresponsabilizar a las autoridades
políticas y a la ciudadanía en general, la reductio
ad hitlerum implica algo mucho más preocupante. Es ese fenómeno el que nos
permite contemplar como la izquierda y muchos movimientos antirracistas
alimentan sus lecciones de moral a base de reproducir ellos mismos los
mecanismos que critican. Como el racismo, el virtuosismo antirracista vive a
veces sólo de la sospecha, de señalar con el dedo, de pasarse el tiempo
chillando «¡a por él!». Dicho de otro modo, al racista total se le aplica el mismo principio del que se le supone
portador. ¿Qué dice el racista? : toda
la culpa es del inmigrante. ¿Que dice el antirracista vulgar? : toda la culpa es del racista. Conclusión:
suprimámosle –a uno o a otro– y el
orden alterado quedará mágicamente restablecido.
Hacer de la lucha antirracista una cruzada anti-neonazi supone, no
sólo escamotear el origen real de la segregación, la discriminación y la
violencia contra seres humanos por causa de su identidad, sino que ejemplifica
en qué consiste la estigmatización, ese mecanismo que le permite a la mayoría
social o al Estado delimitar con claridad a una minoría como causante de
determinados males que afectan a la sociedad y que se evitarían si dicha
minoría fuera desactivada. Con frecuencia, el miembro de ese grupo maligno no
puede ser reconocido físicamente, de ahí que, una vez detectado, su
neutralización se plantee como urgente. Están entre nosotros –se dice–, se nos
parecen, incluso nadie diría que sirven a una causa satánica y que lo que pasa
es la consecuencia de sus planes. Para localizarlos es suficiente con sospechar
de ellos. Un rumor, una noticia, una delación bastan para marcarlos y, a
continuación, inventariarlos, clasificarlos, estudiarlos, seguir sus pasos, no
perderlos un momento de vista.
Sabemos que están ahí, pero si no están es igual, se inventan. Lo
importante es que sean ellos los
responsables y que sea a ellos a
quienes nos alivie hostigar y, cuando se tercie, castigar. ¿Quiénes son ellos? ¿Y qué más da? Llevamos siglos
buscándoles, encontrándoles y dándoles su merecido. Han sido herejes, brujas,
judíos, apestados, masones, católicos, protestantes, comunistas..., protagonistas mutantes de lo
que Leon Poliakov ha designado como la «historia policial de Europa», la
materia prima de un dispositivo persecutorio que lleva a cabo su tarea a toda
cosa y que para ello cambia constantemente de objeto sin cambiar para nada de
objetivo.
Hay racismo, lo sabemos. Pero hay racismo no porque haya
injusticia, explotación o pobreza... Hay racismo porque hay racistas. ¿Para qué
perder el tiempo corrigiendo leyes injustas, profundizando en la democracia,
limitando al máximo los estragos del libre mercado? Centrémonos, simplemente,
en localizar y perseguir al racista. He ahí la moraleja de la famosa fábula del
neonazi supermalvado.