Manifestación en la Praça do Duque de Saldanha, Lisboa. Foto de Hugo Dias. |
Traducción del prólogo para el libre de Helène Fréginé, Uma praça adiada: Estudio de fluxos padonais na Praça do Duque de Saldanha (ACA-M-Alvim Editores, Lisboa, 2008).
Manuel Delgado
El estudio que aquí se presenta sobre los flujos peatonales que traspasan la praça Duque de Saldanha merece la pena ser destacado tanto por el interés de su objeto –un ejemplo de producción colectiva del espacio público o, si se prefiere, de espacio público como coproducción– como por ciertas aportaciones metodológicas de valor.
De entrada, lo que tenemos es la indagación que procura su autora, Hélène Fretigné, sobre la génesis de una porción de territorio urbano sometido a planificación. Es decir, tenemos un seguimiento de cómo las transformaciones morfológicas experimentadas por una zona –en este caso una plaza– resultan de la voluntad de urbanistas y diseñadores urbanos de constituirse en fuentes de determinación de los usos y significados del territorio que proyectan. Pero, al tiempo, el trabajo nos muestra cómo, en última instancia son las prácticas usuarias que ese espacio recibe, las apropiaciones no siempre autorizadas de que es objeto por sus practicantes, las que determinan tanto su función como su sentido. Entendemos entonces, a través de este casa concreto de una plaza lisboeta, la distancia enorme que puede registrarse entre el lugar concebido y el lugar practico o, en otras palabras, entre el proyecto de lugar o el lugar como proyecto, por un lado, y la trama de utilizaciones que recibe por parte de quienes se hacen presentes en él para convertirlo en escenario para determinadas dramaturgias sociales, entre ellas la más elemental de ir de un sitio a otro.
Vemos aquí como, en apariencia, la delineación viaria es ciertamente el aspecto de la proyección urbana que fija la imagen más permanente y, por tanto, más memorable de una ciudad. También puede antojarse que el sistema de calles y plazas es únicamente el esquema donde la ciudad encuentra compendiada su forma, así como el sistema de jerarquías pautas y relaciones espaciales que determinará muchas de sus transformaciones futuras. Como la arquitectura misma, todo proyecto viario constituye un ensayo en orden a domesticar el espacio urbano. Ahora bien, más allá de esas definiciones que hacen de ella un mero mecanismo para la accesibilidad, la regulación y la comunicación instrumental entre puntos distantes, la organización de las vías y cruces urbanos es, por encima de todo, el entramado por el que oscilan los aspectos más intranquilos del sistema de la ciudad, el escenario de esta estructura hecha de fluctuaciones que singulariza la sociabilidad urbana. Una lógica que obliga a topografías móviles, regidas por una clase en concreto de implantación colectiva, que pone en contacto a extraños para fines que no tienen por qué ser forzosamente prácticos.
Por otra parte, este estudio sobre la praça Duque de Saldanha nos coloca ante lo que es la lógica definitoria del espacio público como exaltación del espacio social, su esencia. Su asunto es el tránsito, es decir el trasiego, la agitación, los cruces y los entrecruzamientos. El núcleo del trabajo versa sobre travesías, advirtiendo que eso es en lo que consiste el espacio urbano o acaso lo urbano como pura y mera espacialidad. No es que –se nos insinúa– el espacio público sea traspasado y traspasable: es que es sólo los traspasos que lo traspasan. El estudio sobre el espacio público es, por tanto, estudio sobre un espacio que podríamos llamar transversal, es decir espacio cuyo destino es básicamente el de traspasar, cruzar, intersecar otros espacios devenidos territorios y en los que toda acción se plantearía como un a través de. No es que en ellos se produzca una travesía, sino que son la travesía en sí, cualquier travesía. No son nada que no sea un irrumpir, interrumpir y disolverse luego. Son espacios-travesía. Entendido cualquier orden territorial como axial, es decir como orden dotado de uno o varios ejes centrales que vertebran en torno a él un sistema o que lo cierran conformando un perímetro, los espacios o ejes transversales mantienen con ese conjunto de rectas una relación de perpendicularidad. No pueden fundar, ni constituir, ni siquiera limitar nada. Tampoco son una contradirección, ni se oponen a nada concreto. Se limitan a pasarse el tiempo traspasando de un lado a otro, sin detenerse.
Nos hallamos pues ante una aproximación a las cualidades de un determinado lugar urbano, concebido éste no como un sitio que está ahí, esperando las acciones humanas que en él vayan a tener lugar, sino como ante todo un lugar-movimiento, en el sentido de que es una comarca que se estructura por las agitaciones que en ella se registran, que sólo puede ser conocida, descrita y analizada teniendo en consideración no tanto su forma como la actividad perceptiva y locomotriz de sus usuarios. Los empleos de ese espacio están determinados por ciertos elementos ambientales aprehensibles por los sentidos, tales como la señal ética, la luminosidad, el cuidado en las orientaciones perceptivas, las referencias artístico-monumentales o el mobiliario, elementos todos ellos, en efecto, provistos por el planificador o a instancias suyas. Pero es la actividad configurante de los transeúntes, los lenguajes naturales que estos despliegan, los que dotan a ese espacio urbano de su estilo y hace de él un espacio social, y no un mero pasillo. Se demuestra entonces cómo los usos del espacio público resultan de una articulación siempre cambiante de cualidades sensibles, de operaciones prácticas y esquematizaciones tempo-espaciales en vivo que procuran los viandantes, sus deslizamientos, sus estancamientos, las capturas momentáneas que un determinado punto puede suscitar por parte de quien está en él o lo atraviesa. En otras palabras, la idiosincrasia funcional y sociológica del espacio público no está –no puede estar– preestablecida en el plan, no puede responder mecánicamente a las direccionalidades y los puntos de atracción prefigurados por los diseñadores, puesto que resulta de un número inmenso e inmensamente variado de movimientos y ocupaciones transitorias, que dan lugar a mapas móviles y sin bordes.
Por eso resulta en espacial adecuada la adopción por Hélène Fretigné de un método naturalista de observación, especialmente adecuado además para salvar la distancia cultural que eventualmente pudiera existir entre una observadora francesa y lo observado, una parcela del paisaje lisboeta. Como se sabe, la observación naturalista busca constituir proposiciones que describan las condiciones en que un cierto fenómeno no planificado ni provocado se ha dado en un escenario cuyas condiciones no han sido manipuladas previamente. A matizar que las metodologías llamadas no obstrusivas –o no intrusivas, o no reactivas– consisten en formas de registro –simple o con la ayuda de máquinas– que buscan captar la conducta observable, anulando al máximo la eventual incidencia que pueda ejercer el investigador sobre su objeto. La observación se lleva a cabo de manera no tanto oculta, como disimulada o encubierta. Plantear este tipo de técnicas de naturalismo radical como no interactivas es inexacto, por cuanto, en contextos públicos, organizados a partir del distanciamiento y la reserva que mantienen entre sí las personas copresentes, la indiferencia y el anonimato tienen funciones estructurantes. El ejercicio de una mirada discreta integra al investigador en un medio todo él hecho de relaciones sociales nada o poco focalizadas.
Ese protagonismo del medio y sus constreñimientos lleva a métodos como los invertidos en la investigación de Hélène, parecidos a los de la etología y basados en la observación no obstrusiva. Es verdad que la implicación de la etología es problemática, por cuanto su reputación se ha visto afectada por la contaminación del biologismo, con el que en realidad nada tendría que ver. El modelo etológico sólo enfatiza la ritualización y, por extensión, la condición social en la conducta humana, por cuanto ésta sólo puede ser reconocida como en función de los acuerdos –a veces conflictivos– que los seres humanos establecen entre sí y con los elementos móviles –por ejemplo, los automóviles con los que los peatones han de competir desventajosamente– o estables –los elementos fijos, tales como edificios o mobiliario urbano– de su ambiente. Empleando la terminología etológica, el espacio público no se parecería tanto a un territorio –entendido como una zona que un animal o grupo de animales defiende como exclusiva– como lo que los especialistas en conducta animal llaman un área familiar (home range), espacio frecuentado pero no reclamado como propio. Así, más que de territorio cabría hablar de territorializaciones, esto es, de apropiaciones efímeras de un espacio que nadie puede reclamar como privado, puesto que es por definición accesible a todos.
Este trabajo sobre la praça Saldanha nos muestra la vida pública –la vida social en espacios públicos– como una red inmensa en que se entretejen líneas consensuadas de conducta proxémica y cinética, que se conjugan a partir de reglas sobrentendidas. Los espacios públicos son dinámicos y por esa misma naturaleza inestable registran un flujo organizado e identificable. Existe, como podremos ver en las páginas que siguen, en el caso de los caminantes que emplean una misma vía, una progresión que genera una auténtica formación natural, unidades o construcciones sociales efímeras que podrían ser pensadas como accidentes naturales: corrientes, canales, remolinos, islas, estancamientos, torbellinos, obstáculos para la navegación... Es decir, colas, fluideces, corrillos... que son a su vez auténticos estados de orden organizados naturalmente y que aparecen sometidos a una ciertas reglas de economía, un auténtico código de circulación sobreentendido y con frecuencia acordado sobre la marcha –y nunca mejor dicho– entre los viandantes. Ese código de circulación, en tanto que regla preferencial, opera a fin de organizar una dirección en los fluidos de personas que transitan por el espacio público. Se trata de un auténtico sistema métrico visible, un criterio que permite medir la normalidad de las situaciones, la pertinencia de las prácticas, la necesidad de modular, modificar, recriminar o eximir a los copresentes de cualquier infracción que pudiera registrarse en su seno: quedarse detenido, correr más que los demás, abrirse paso, obstaculizar la marcha, todo lo que debería requerir un rito de reparación, una disculpa. En definitiva, se aplica aquí un criterio que permite concebir un espacio urbano en función de las propiedades sistemáticas de la marcha que allí se registran.
Lo que aquí se nos recuerda es que caminar es, más allá de su aspecto prosaico, una práctica culturalmente metódica, una acción social, en el sentido más literal, el de que necesita constantemente la orientación hacia los demás y la incorporación de esa orientación a la conducta de los actores. Los canales por los que transcurren los caminantes, las vías de movimiento en el espacio urbano son fenómenos convencionalizados y sometidos a procedimientos y protocolos, asociados siempre principios de percepción sensible que establecen un derecho de propiedad de esa vía, de la línea de locomoción proyectada.
El espacio urbano aparece entonces como una calidad que emerge de las prácticas y la microoperaciones basadas en la competencia de los usuarios, es decir, en su capacidad de utilizar adecuadamente los códigos de conducta apropiada y de apropiarse significativamente de los elementos presentes en el entorno, al margen o incluso en contra de las instrucciones de uso oficialmente postuladas y señaladas. Eso quiere decir que el espacio urbano no es una sustancia espacial, ni una propiedad abstracta o concreta de los sitios, sino que es una organización singular de la coexistencia que emana de una especie de medio ambiente comportamental. No es un texto, sino una textura. No es un objeto conceptual, sino una infraestructura práctica. Es a partir de ciertas operaciones, de ciertos procedimientos, de ciertas acciones y relaciones –y no de ningún discurso o descripción– que surge ese espacio urbano, un determinado orden social, hecho todo él de cuerpos que pasan y de travesías.