divendres, 24 de febrer del 2017

"Ciudadanía", "espacio público" y otras soteriologías contemporáneas



Notas para los/as estudiantes del Máster Universitario en Participación y Desarrollo Comunitario de la UPV-EHU, Bilbao, curso 2011-2012

"CIUDADANÍA", "ESPACIO PÚBLICO" Y OTRAS SOTERIOLOGÍAS CONTEMPORÁNEAS
Manuel Delgado 

En primer lugar, muchas gracias por vuestra atención. Aquí va un pequeño resumen de lo que intenté explicar en nuestra sesión y añadir algún comentario sobre lo que me suscitó la discusión posterior.

Empecé aludiendo a las clases que doy en el Grado de Antropología en la UB de Antropología Religiosa y como tengo que arrancar advirtiendo de ese prejuicio que suele asignar comportamientos rituales, inclinaciones a “lo mágico” y adhesiones a creencias más bien irracionales a sociedades, culturas o etapas históricas consideradas de algún modo atrasadas, aunque ahora se suele decir misericordiosamente “diferentes”. Bien al contrario, costaría encontrar una sociedad y una época más “supersticiosa”, más dependiente de categorías soteriológicas tan omnipotentes como inefables, que la nuestra. El lugar sacramentado que asignamos a nociones como “ciudadano”, “ciudadanía” o “espacio público” serían un buen ejemplo de ello.

Recordad que me entretuve en hacer un paralelismo entre el misterio eucarístico de la transustanciación, la sagrada hipóstasis, consistente en convertir el pan azimo de la hostia en el mismísimo cuerpo de Cristo –no en su +representación, sino en su sustantivización–, con el proceso no menos mistagógico que ha permitido, en apenas tres décadas, convertir prodigiosamente lo que antes era simplemente la calle en lo que hoy nos quieren hacer creer que es el “espacio público”.

Sobre ese tema no me queda más remedio que remitirme a un libro propio: El espacio público como ideología (Libros de la Catarata). Si no os apetece o no podéis comprároslo, os adjunto un texto que vale igual, porque es como un resumen la condición puramente ideológica del “espacio público”. Es una ponencia que presentamos Dani Malet y yo a las Jornadas Marx siglo XXI, que se hiciero en la Universidad de la Rioja, en Logroño, en diciembre 2007.

Lo que veréis que explicamos ahí es un poco una consideración de esa noción asociándola al auge de la ideología ciudadanista. Quien más y mejor ha trabajado esa noción es, para mí, Mario Domínguez, buen amigo y que me enseñado muchas cosas, sociólogo de la Universidad Complutense de Madrid. Un gran tipo. Os adjunto una cosa que presentó a un ciclo que coordiné en el Museo Internacional de Arte Contemporáneo de Arrecife de Lanzarote, el MIAC, en junio de 2008 y que se llamó “La ciudad insumisa”. El texto se titula “Ciudadanismo y postpolítica”. Está muy bien. No sé si lo ha llegado a publicar, pero lo tengo como un texto de referencia.

Como veréis en los textos adjuntos, el ciudadanismo vendría a ser, hoy, la ideología de elección de la socialdemocracia, que lleva tiempo preocupada por la necesidad de armonizar democracia y capitalismo y de alcanzar la paz social preservando el modelo de explotación vigente, pero también el dogma de referencia de un conjunto de movimientos de reforma ética del capitalismo, que aspiran a aliviar sus efectos mediante una agudización de los valores democráticos abstractos y un aumento en las competencias estatales que la hagan posible, entendiendo de algún modo que la exclusión y el abuso no son factores estructurales, sino meros accidentes o contingencias de un sistema de dominación al que se cree posible mejorar éticamente.

En tanto que instrumento ideológico, la noción de espacio público, como espacio democrático por antomasia, cuyo protagonista es ese ser abstracto al que damos en llamar ciudadano, se correspondería bastante bien con algunos conceptos que Marx propusiera en su día. Uno de los más adecuados, tomado de la Crítica a la filosofía del Estado de Hegel (Marx, 2002 [1844]), seria el de mediación, que expresa una de las estrategias o estructuras mediante las cuales se produce una conciliación entre sociedad civil y Estado, como si una cosa y otra fueran en cierto modo lo mismo y como si se hubiese generado un territorio en el que hubieran quedado cancelados los antagonismos sociales. El Estado, a través de tal mecanismo de legitimación simbólica, puede aparecer ante sectores sociales con intereses y objetivos incompatibles –y al servicio de uno de los cuales existe y actua– como ciertamente neutral, encarnación de la posibilidad misma de elevarse por encima de los enfrentamientos sociales o de arbitrarlos, en un espacio de conciliación en que las luchas sociales queden como en suspenso y los segmentos enfrentados declaren una especie de tregua ilimitada Ese efecto se consigue por parte del Estado, gracias a la ilusión que ha llegado a provocar –ilusión real, y por tanto ilusión eficaz–, de que en él las clases y los sectores enfrentados disuelven sus contenciosos, se unen, se funden y se confunden en intereses y metas compartidos.

Las estrategias de mediación hegelianas sirven en realidad, según Marx, para camuflar toda relación de explotación, todo dispositivo de exclusión, así como el papel de los gobiernos como encubridores y garantes de todo tipo de asimetrías sociales. Se trata de inculcar una jerarquización de los valores y de los significados, una capacidad de control sobre su producción y distribución, una capacidad para lograr que lleguen a ser influyentes, es decir para que ejecuten los intereses de una clase dominante, y que lo hagan además ocultándose bajo el aspecto de valores supuestamente universales. La gran ventaja que poseía –y continúa poseyendo– la ilusión mediadora del Estado y las nociones abstractas con que argumenta su mediación es que podía presentar y representar la vida en sociedad como una cuestión teórica, por así decirlo, al margen de un mundo real que podía hacerse como si no existiese, como si todo dependiera de la correcta aplicación de principios elementales de orden superior, capaces por sí mismos –a la manera de una nueva teología– de subordinar la experiencia real –hecha en tantos casos de dolor, de rabia y de sufrimiento– de seres humanos reales manteniendo entre sí relaciones sociales reales. Este análisis que os hice y ahora resumo le debe mucho a un libro ya viejo de Roger Bartre que publico hace bastante Península y que os recomiendo: El poder despótico burgués. Las raíces campesina de las estructuras políticas de mediación.

Tenemos entonces que la noción de espacio público, en tanto que concreción física en que se dramatiza la ilusión ciudadanista, funcionaría como un mecanismo a través del cual la clase dominante consigue que no aparezcan como evidentes las contradicciones que la sostienen, al tiempo que obtiene también la aprobación de la clase dominada al valerse de un instrumento –el sistema político– capaz de convencer a los dominados de su neutralidad. Consiste igualmente en generar el efecto óptico de una unidad entre sociedad y Estado, en la medida en que los supuestos representantes de la primera han logrado un consenso superador de las diferencias de clase. Sería a través de los mecanismos de mediación –en este caso, la ideología ciudadanista y su supuesta concreción física en el espacio público– que las clases dominantes consiguieran que los gobiernos a su servicio obtengan el consentimiento activo de los gobernados, incluso la colaboración de los sectores sociales maltratados, trabados por formas de dominación mucho más sutiles que las basadas en la simple coacción.

Tendríamos hoy que, en efecto, las ideas de ciudadanía y –por extensión– de espacio público vendrían a ser ejemplos de ideas dominantes –en el doble sentido de ideas de quienes dominan y de ideas que están concebidas para dominar–, en tanto que pretendidos ejes que justifican y legitiman la gestión de lo que vendría a ser un consenso coercitivo o una coacción hasta un cierto límite consensuada con los propios coaccionados.. Se trata pues de disuadir y de persuadir cualquier disidencia, cualquier capacidad de contestación o resistencia y –también por extensión– cualquier apropiación considerada inapropiada de la calle o de la plaza, por la vía de la violencia si es preciso, pero previamente y sobre todo por una descalificación o una deshabilitación que, en nuestro caso, ya no se lleva a cabo bajo la denominación de origen subversivo, sino de la mano de la mucho más sutil de incívico, o sea contraventor de los principios abstractos de la “buena convivencia ciudadana”.

Es por tanto ese espacio público-categoría política lo que debe verse realizado en ese otro espacio público –ahora físico– que es o se espera que sean los exteriores de la vida social: la calle, el parque, la plaza... Es por ello que ese espacio público materializado no se conforma con ser una mera sofisticación conceptual de los escenarios en los que desconocidos totales o relativos se encuentran y gestionan una coexistencia singular no forzosamente exenta de conflictos. Su papel es mucho más trascendente, puesto que se le asigna la tarea estratégica de ser el lugar en que los sistemas nominalmente democráticos ven o deberían ver confirmada la verdad de su naturaleza igualitaria, el lugar en que se ejercen los derechos de expresión y reunión como formas de control sobre los poderes y el lugar desde el que esos poderes pueden ser cuestionados en los asuntos que conciernen a todos.

A ese espacio público como categoría política que organiza la vida social y la configura políticamente le urge verse ratificado como lugar, sitio, comarca, zona..., en que sus contenidos abstractos abandonen la superestructura en que estaban instalados y bajen literalmente a la tierra, se hagan, por así decirlo, “carne entre nosotros”. Procura dejar con ello de ser un espacio concebido y se quiere reconocer como espacio dispuesto, visibilizado, aunque sea a costa de evitar o suprimir cualquier emergencia que pueda poner en cuestión que ha logrado ser efectivamente lo que se esperaba que fuera. Es eso lo que hace que una calle o una plaza sean algo más que simplemente una calle o una plaza. Son o deben ser el proscenio en que esa ideología ciudadanista se pretende ver a sí misma reificiada, el lugar en el que el Estado logra desmentir momentáneamente la naturaleza asimétrica de las relaciones sociales que administra y a las que sirve y escenifica el sueño imposible de un consenso equitativo en el que puede llevar a cabo su función integradora y de mediación.

En realidad, ese espacio público es el ámbito de lo que Lukács hubiera denominado cosificación, puesto que se le confiere la responsabilidad de convertirse como sea en lo que se presupone que es y que en realidad sólo es un debería ser. El espacio público es una de aquellas nociones que exige ver cumplida la realidad que evoca y que en cierto modo también invoca, una ficción nominal concebida para inducir a pensar y a actuar de cierta manera y que urge verse instituida como realidad objetiva. Un cierto aspecto de la ideología dominante –en este caso el desvanecimiento de las desigualdades y su disolución en valores universales de orden superior– adquiere, de pronto y por emplear la imagen que el propio Lukács proponía, una “objetividad fantasmal”. Se consigue, por esa vía y en ese marco, que el orden económico en torno al cual gira la sociedad quede soslayado o elidido. Ese lugar al que llamamos espacio público es así extensión material de lo que en realidad es ideología, en el sentido marxista clásico, es decir enmascaramiento o fetichización de las relaciones sociales reales y presenta esa misma voluntad que toda ideología comparte de existir como objeto.

De ahí que me remitiera al principio al referente de la transubstanciación, en el sentido litúrgico-teológico de la palabra. Una serie de operaciones rituales y un conjunto de ensalmos y una entidad puramente metafísica se convierte en cosa sensible, que está ahí, que se puede tocar con las manos y ver con los ojos, que, en este caso, puede ser recorrida y atravesada. Un espacio teórico se ha convertido por arte de magia en espacio sensible. Lo que antes era una calle es ahora escenario potencialmente inagotable para la comunicación y el intercambio, ámbito accesible a todos en que se producen constantes negociaciones entre copresentes que juegan con los diferentes grados de la aproximación y el distanciamiento, pero siempre sobre la base de la libertad formal y la igualdad de derechos, todo ello en una esfera de la que todos pueden apropiarse, pero que no pueden reclamar como propiedad; marco físico de lo político como campo de encuentro transpersonal y región sometida a leyes que deberían ser garantía para la equidad. En otras palabras: lugar para le mediación entre sociedad y Estado –lo que equivale a decir entre sociabilidad y ciudananía–, organizado para que en él puedan cobrar vida los principios democráticos que hacen posible el supuesto libre flujo de iniciativas, juicios e ideas en que consiste la democracia como sistema abstracto.

Fue entonces, en ese momento de la exposición, que hice notar como las ideologías basadas en los ejes retóricos de la “ciudadanía” y el “espacio público” no impugnan el capitalismo, sino sus “excesos” y su carencia de escrúpulos, y que es desde ahí que llama regularmente a movilizaciones masivas destinadas a denunciar determinadas actuaciones públicas o privadas consideradas injustas, pero sobre todo inmorales, y lo hace proponiendo estructuras de acción y organización lábiles, basadas en sentimientos colectivos mucho más que en ideas, con un énfasis especial en la dimensión performativa y con frecuencia meramente “artística” o incluso festiva de la acción pública. Prescindiendo de cualquier referencia a la clase social como criterio clasificatorio, remite en todo momento a un difusa ecumene de individuos a los que unen no sus intereses, sino sus juicios morales de condena o aprobación.

No sé si fue una buena idea poner como ejemplo de ello el movimiento 15M. Como recordaréis, ello suscitó una notable discusión. Al margen de que me quedé preocupado de que hubiera alguien que se presentase o fuese reconocido  como “del 15M” –como si trabajase en las oficinas o algo así–, lo cierto es que, por mucha simpatía y adhesión que uno pueda experimentar hacia él, nada impide mantenerse alerta ante los peligros que su ambigüedad crónica enfrenta. Es ahí que tengo que pediros que atendáis a los argumentos que plantee en dos acampadas a las que fui invitado a hablar, una en la Plaça Catalunya en Barcelona y la otra en el campamento de Girona. En la primera justamente puse sobre la mesa el peligro de que el movimiento 15M acabe siendo, en efecto, un movimiento ciudadanista, con todo lo que ello implica. En la segunda intervención, la de Girona, creí importante preguntar en voz alta si todo aquello era de izquierdas y de derechas, porque no veía en qué forma podría sostenerse un movimiento que no se presentara y fuera reconocido como la actualización de la gran tradición de luchas sociales que ha conocido la especie humana, al menos aquella que se hubiera visto afectada en algún momento por la desigualdad y el abuso. De la primera charla, lo que dije lo colgué en mi bloc manueldelgadoruiz.blogspot.com/2011/05/el-peligro-ciudadanista-intervencion-en.html y manueldelgadoruiz.blogspot.com/2011/06/limmerescut-descredit-de-lodi-i-els.html.

[La fotografía de la entrada corresponde a un acto de protesta en Plaça de Catalunya de Barcelona el 28/12/11 y está tomada de http://www.flickr.com/photos/acampadabcnfoto/]


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