Artículo publicado en El País, el 18 de mayo de 1996. Este artículo aparece incluido en el libro Textos periodísticos de opinión (1975-1996), dentro de Colección Clásicos Castellanos (Hermes, 1997).
RACISMO CULTURAL
Manuel Delgado
El boicot de quienes se autopresentaban como los únicos y auténticos exponentes de la cultura catalana en la Festa Major de Lleida, ante la presencia de expresiones folclóricas no homologables como "nacionales", parece una expresión de lo que hoy se da en llamar racismo cultural. El racismo cultural es una forma de diferencialismo absoluto que jerarquiza los grupos humanos no en función de su rasgos fenotípicos ‑la "raza"‑, sino de sus costumbres, su lengua o su religión, y que sustituye la distinción superior-inferior por la de autóctono-extraño. Este tipo de racismo de nuevo cuño es una modalidad elaborada de xenofobia y está siendo la estrategia de elección de los partidos conservadores europeos, en orden a prevenir contra los presuntos peligros de la inmigración extrangera sin tener que recurrir para ello a los desprestigiados tópicos del racismo biológico clásico.
Entre los argumentos desplegados para sostener la actitud hostil ante expresiones culturales consideradas ajenas, hay algunos que deberían resultar desasosegantes. En primer lugar porque parece que en algún sitio existen quienes, no sólo ‑como demostraba Bienve Moya en estas mismas páginas‑ tienen la suerte de saber qué y quién constituye la "cultura popular y tradicional catalana", sino que, además, se atribuyen la prerrogativa de ser ellos mismos quienes distribuyan los correspondientes certificados de denominación de origen. Por otro lado, se ha vuelto a exhibir la vocación paradójica de todo nacionalismo esencialista, que enfatiza el derecho a la diferencia al mismo tiempo que se comporta como una colosal maquinaria homogeneizadora de la pluralidad cultural del territorio que considera propio.
Pero la más inquietante de las razones del boicot ha sido la que reconocía que, como ya sabíamos, "son catalanes todos los que viven y trabajan en Catalunya", pero no, en cambio, lo que hacen. Es decir, un inmigrante puede obtener el beneficio de la catalanidad en tanto sea residente ‑y por tanto pague impuestos‑ y trabaje ‑es decir demuestre su capacidad productiva‑, pero pierde tal privilegio en cuanto se pone a bailar, a festejar, a cocinar o, sencillamente, a hablar. En estos casos su falta de adhesión a lo que algunos consideran lo genuino de la sociedad anfitriona delata en él una condición anómala, algo así como una catalanidad incompleta o de baja intensidad, como si su incorporación a la esencia de lo catalán hubieran quedado inacabada. Está dentro, pero algo de él pertenece al fuera, un algo que se percibe como un foco de impureza y que, por tanto, debe ser mantenido aparte.
Nada de esto que aquí se razona debería ser esgrimido por quiénes parecen obsesionados por el fantasmático problema de "los nacionalismos". La alerta que aquí se plantea se limita a aludir a los peligros a los que se enfrenta toda sociedad que ejerza su incontestable derecho a dotarse de instrumentos políticos propios y que, para hacerlo, construya e interiorice en sus miembros un sentido de la identidad compartida. Una vez reconocido ese derecho de los humanos a hacer una patria del lugar dónde viven, lo que se dirime es quién debe ser considerado "interior" y quién "exterior" a ese nosotros que se ha instituido en nación. Es para llevar a cabo esa asignación de legitimidades que concurrirán dos concepciones mayores a propósito de lo que conforma una identidad étnica o nacional.
Según una de ellas, asociada a las concepciones integradoras y pluralistas del nacionalismo, para ser aceptado como "uno de los nuestros" basta con que el candidato se tenga a sí mismo como tal, puesto que se entiende que la identidad es un sentimiento de adscripción al que no tiene porque corresponderle contenido concreto alguno. Nadie tendría, en ese supuesto, opción a presumir de una imposible pureza de sangre cultural, puesto que todas las realidades culturales copresentes en la sociedad serían igualmente auténticas o, si se quiere, igualmente bastardas. Desde esta óptica, no sería posible dar con un estado inicial de la cultura, al no ser ésta otra cosa que una totalidad integrada, pero crónicamente intranquila, de préstamos y aportaciones de origen siempre foráneo. En este caso, en tanto que no ha podido experimentar nunca una situación original, la catalanidad sólo podría conocer versiones. Uno podría excluirse, pero en modo alguno ser excluído.
El segundo criterio, activo en el nacionalismo primordialista, establece, en cambio, que aquél que aspira a ser investido como "propio" ha de someterse antes al molde unificador que monopolizan quienes se consideran a si mismos la encarnación ya no de la "raza nacional", como querría el viejo racismo, sino de una metafísica "cultura nacional", aquella situación cultural pristina y esplendorosa que, según el nuevo racismo diferencial, existía "antes" de la llegada de los forasteros y que la presencia contaminante de éstos y sus hábitos amenaza alterar.
Lo que sucediera en Lleida hace unos días debería ser un buen motivo para que quiénes están convencidos de que ésto es de veras una nación, se pronuncien acerca de qué es lo que debe contabilizarse como su patrimonio cultural. ¿Un conjunto de cualidades singulares, sólo encontrable entre los mejores y cuya integridad hay que proteger de todo contacto con costumbres espurias? ¿O bien, sencillamente, esa articulación constantemente en movimiento y de la que nunca sobra nada, que alimentan las formas de hacer y de decir de aquellos que se consideran a sí mismos catalanes y que, al hacerlo, reciben automáticamente y como de golpe el pleno derecho a la identidad?