La imagen de la entrada es del Pompidou de París, que motivara una pertinente reflexión de Jean Baudrillard: “El efecto Beaubourg”, que está dentro de Cultura y simulacro (Kairós).
Comentario para Paz Santillán, estudiante del Màster en Antropologia i Etnografia de la UB.
Enviado en julio de 2016.
El culto a lo culto y otras supersticiones contemporáneas
Manuel Delgado
Saber distinguir es lo que nos distingue. Ya lo sabíamos, pero Bourdieu nos lo acabó de explicar bien en su La distinción. Claves sociales del gusto (Taurus). En efecto, son los criterios del gusto personal que exhibimos lo que nos permite ejercer una adhesión a cada uno de los niveles en que –aunque sea de manera grosera pero operativa– pueden ser divididas las producciones estéticas o intelectuales, de las cuales sólo las más elevadas aparecen como fuentes de legitimación. Estas orientaciones del gusto personal, tienen una doble virtud ordenadora. Es cierto que por un lado reflejan con bastante exactitud la división social en clases económicas, pero al mismo tiempo generan un entramado social paralelo a partir de su capacidad taxonómica propia, que permite que las personas se enclasen a partir de su grado de adscripción a los énfasis de cada uno de los estratos culturales reconocibles. Es esto lo que nos permite hablar de personas de más o de menos «cultura», o de un nivel cultural más o menos distinguido, conectando entonces la idea de Cultura como conjunto de las elaboraciones provistas por artistas y creadores con aquella otra que se refiere a la globalidad acumulada de los conocimientos enciclopédicos, y que, descalificando las pretensiones del autodidacta, suele requerir un reconocimiento de nobleza que únicamente las titulaciones académicas pueden certificar.
Este valor clasificador de los individuos a partir de su adhesión erudita es la que delata el origen etimológico del valor «cultura», en la acepción latina de cultura, es decir cultivo o aprovechamiento de la tierra, pero también del cuerpo y del alma. La cultura se asimila aquí a la Bildung de los idealistas alemanes –Goethe, Hegel, Schiller...–, es decir a la formación intelectual, estética y moral del ser humano, aquello que le permite vivir plenamente su propia autenticidad. La diferencia que se produce entonces entre una persona que mediante la exquisitez de sus aficiones de tiempo libre participa de los estratos aceptados como más sofisticados de la Cultura con respecto de aquella otra que mantiene una relación escasa o nula con tales planos será del tipo crudo-cocido o salvaje-domesticado, siendo la materia a condimentar el espíritu de cada cual. Es esto lo que permite hablar de sujetos más o menos cultivados, para dar a entender su grado la proximidad a un estado de naturaleza no trabajada y, en consecuencia, para justificar una valoración más baja; esa valoración, por cierto, que les coloca como naturalmente en el lugar entre los sectores sometidos de la sociedad en que suelen encontrarse prácticamente siempre. Éste, el individuo «sin cultura», «de poca cultura», «con un nivel cultural bajo», etc., se apartaría de un orden simbólico considerado como el más legítimo y legitimados de todos y se vería abocado a generar sentimientos de «infracción, error, torpeza, privación de códigos, distancia, conciencia avergonzada o atribulada de esta distancia o de estas faltas». Tal jerarquización de los seres humanos en función de su grado de contacto con la Cultura es lo que Pierre Bourdieu ha traducido en términos de capital cultural, cuya posesión debe ser proclamada por medio de la frecuentación de actividades y lugares culturales, tales como exposiciones temáticas o de arte, salas de cine selectas, teatros, auditorios, etc. El beneficio simbólico, lo que Bourdieu llama la rentabilidad cultural, se obtendrá no sólo en la comunión casi mística con el objeto «de arte y cultura» dado en cada actividad, sino muchas veces a posteriori «de las conversaciones que mantendrán con respecto a la misma, y mediante la cual se esforzarán por apropiarse una parte de su valor distintivo».
La función social de la Cultura como ámbito específico juega pues un doble papel. Como decía, distingue a quienes se relacionan con sus objetos, ordenándolos verticalmente en función del grado de frecuencia o/y de intensidad de ese contacto. De hecho, el contacto masivo con la Cultura supone una especie de crítica de masas a la cultura de masas, una paradoja que Umberto Eco ya había enunciado en Apocalípticos e integrados (Lumen) como «una crítica popular de la cultura popular». Pero al mismo tiempo que segrega del resto a quienes se acercan devotamente a ella para recibir su bendición, la Cultura los homogeneiza, puesto que los reúne, los agrupa, los hace comulgar con otros muchos con ese mismo objeto cultural que disfrutan. La dialéctica de los usos culturales implica singularización, puesto que diferencia a unos individuos de los demás por su adscripción a los valores llamados «culturales», pero también masificación, dado que opera el agrupamiento de un público a veces numerosísimo alrededor del asunto cultural distinguido y distinguidor.
Esta condición dialéctica, con su falso aspecto de paradoja, reclama otra pista etimológica : la que hace del cultor latino no solo un «labrador» sino también un «adorador» o persona que rinde homenaje a los dioses. En efecto, la palabra cultura está igualmente asociada con la noción de culto como práctica de la religión. Esto sería adecuado a la conceptualización que antes hacíamos de la Cultura en tanto que sistema cultural, en la medida que justamente ha sido la religión uno de los ejemplos que mejor ha patentizado los dinteles de poder que pueden alcanzar ciertos sistemas de representación, basados en símbolos sacramentados. Más en concreto, toda idea de cultura es inseparable de su propia génesis teológica, que fundamenta con argumentos santificadores la ya mencionada dicotomía crudo-cocido, y que resulta comprensible sólo a partir de su deuda conceptual con lo que la escolástica cristiana concibió como el Reino de la Gracia, como dominio opuesto al Reino de la Naturaleza. Más en concreto, la noción de cultura que estamos manipulando todos –incluyendo ahora a los propios antropólogos– no constituye sino una transformación laica fácilmente reconocible de aquel desplazamiento en la idea de gracia que en el siglo XIII opera la escuela franciscana, diferenciando la gracia creada del habitus o gracia otorgada, para denotar el resultado de la capacidad humana de producir este don o auxilio para la salvación a partir de sus propios méritos. Supongo que algún lector habrá reconocido en lo dicho un préstamo del capítulo «La génesis de la idea metafísica de cultura», en El mito de la cultura, de Gustavo Bueno (Prensa Ibérica).
La Cultura, en el sentido de «las artes y las letras», no hace otra cosa que reconocer esta base mística de la idea general de cultura que manipulamos. El terreno se traslada ahora a la manera cómo esta gracia, interpretada en tanto que Cultura universal, se distribuye y cómo los individuos participan de ella, y así se salvan, a partir de sus gustos artísticos e intelectuales. Ubicada en un nivel máximo de abstracción, la Cultura es entonces comprendida como parte de una esfera de algún modo sobrenatural a la que se rinde –y la expresión cobra un sentido doblemente literal– culto por parte de una minoría de elegidos : el público consumidor de Cultura como idéntico a un nuevo pueblo de Dios. La celebración de la Cultura se comporta entonces igual que lo haría cualquier otro aparato de numinización asociado a una entidad metafísica que se presenta como eterna y universal. Sus actos públicos –exposiciones, conciertos, representaciones teatrales, conferencias...– funcionarían como liturgias que escogen espacios –teatros, auditorios, bibliotecas, ateneos, museos o territorios llamados elocuentemente salas, casas o centros de cultura– que apenas si disimulan su vocación de auténticos templos en los que la Cultura protagoniza sus hierofanías, y que encuentran en los monumentales «centros de cultura» de las grandes ciudades su versión catedralicia. Al símil religioso de la catedral medieval se le podría añadir la analogía con el santuario, entendido como lugar dónde se guardan imágenes veneradas o reliquias santas, y que se constituye en una actividad que no debería dudarse de denominar peregrinación.
En función de esta tipificación en tanto que religiosidad implícita, los gestores o especialistas culturales se constituirían en miembros de una especie de clericato, profesionales cuya función sería administrar tanto espiritual como materialmente todo lo relacionado con lo sagrado cultural. De igual manera, las figuras del artista, el intelectual o del creador corresponderían entonces a las de personajes que han sido literalmente poseídos por la Cultura, concebida como instancia sobrehumana que se manifiesta, que puede ser interpelada y que se encarna en ellos o los convierte en instrumentos vicariales de su acción. Su papel es entonces el de mediadores –funcionariales en el primer caso, carismáticos en el segundo– que comunican instancias que, de no ser por ellos, permanecerían aisladas unas de otras, y que son la Cultura por un lado y, por el otro, la vida ordinaria de los simples mortales, siendo sus producciones análogas a las mediaciones de las que habla la teología católica, las imágenes u objetos que le hacen posible al pueblo fiel concebir en términos físicos y venerar entidades celestiales. La relación entre esos dos niveles –variante del viejo desglose sagrado/profano– es, en cualquier caso, siempre vertical, es decir de arriba a abajo. Tanto los oficiantes como el público –el nuevo fielato– de la Cultura son receptáculos pasivos de la actividad pentecostal, por así decirlo, de un nuevo Espíritu Santo, que desciende sobre ellos como las lenguas de fuego del episodio neotestamentario.
A pesar de ello, y siguiendo la analogía, la Cultura no puede limitarse a devenir una práctica elitista que restrinja los beneficios de su acción salvífica, a la manera del predestinacionismo calvinista. Debe tener expresiones que evoquen lo que se presenta como religiosidad popular implícita, fórmulas de piedad accesibles incluso para lo que antes fue la «gente sencilla» y hoy suele denominarse «gran público». Pasando por alto la mera dimensión comercial e industrial de esta popularización de la Cultura, esta modalidad de religiosidad implícita supone la generalización de la acción purificadora de lo que se presenta como actos y prácticas culturales. En este caso, la tarea de los difusores-apóstoles y oficiantes de la Cultura no puede limitarse al conjunto de los bienes protegidos y mostrados, ni a los servicios ofertados al público desde los equipamientos culturales.
La exaltación de la Cultura pasa entonces, por plantearlo como hacia Jacques Duhamel, el que fuera ministro de cultura francés, por «crear un ambiente», esto es generar un clima que es, en cierto modo, clima de santidad, ámbito de elevación, lo que hace del turismo cultural una forma desplazado del turismo religioso. No en vano la orientación última de toda política cultural obedece al modelo del ideal democrático que otrora se conociera como «educación popular», exacerbación de la lógica que impulsara un día las políticas ateneístas y que hoy aspiran a constituirse en referente exclusivo de lo que está siendo pura homogeneización cultural. Esta consiste en la disolución de la infinita diversidad de las prácticas y usos culturales a través de los cuales se expresan unos no menos innumerables universos sociales, todo ello en el marco de una sociedad en que la complejidad y la pluralidad no dejan nunca de crecer, una diversidad en expansión que amenaza –por la vía del desacato o de la indiferencia– la centralización y la unificación de las que depende el control político en las sociedades modernas.