Foto de César Lucas Apuntes para Gonzalo Mateos, estudiante del Máster de Antropología de la UB La manifestación como deambulación ritual Manuel Delgado |
En primer lugar, te recuerdo lo hablado. Al margen de que luego hagas tu trabajo de investigación enfatizando la dimensión política de las movilizaciones colectivas en el País Vasco y su represión, lo que creo que te interesaría es tener en cuenta su dimensión formal, es decir la manera como dialogan con el espacio que usan y lo convierten en “otra cosa”. Luego plantéate la cuestión como si fuera un estudio sobre lo que podríamos llamar una fiesta peripatética, es decir una fiesta que consiste en que la colectividad reunida se desplaza de un punto a otro de una determinada trama urbana y lo hace partiendo, recorriendo, deteniéndose, ignorando y desembocando en puntos que nunca su arbitrarios y que implican que una fusión humana sobrevenida ocupa y recorre un determinado trayecto con una voluntad expresiva compartida.
No olvides que toda manifestación no es otra cosa que una procesión o un pasacalles. Hay cosas interesantes sobre este tema de los rituales ambulatorios. Sean procesiones de semana santa o manifestaciones independentistas –para lo que nos interesa, ese aspecto sería contingente– los que estas prácticas ambulatorias operan es una especie de desplazamientos supernumerarios, en el curso de los cuales un cierto itinerario recibe una calidad especial y superior, que altera el uso diferenciado de un espacio viario que, repentinamente, pasa a servir para una única cosa. La manifestación, el desfile, la marcha de protesta..., hacen que la calle quede desprovista de la ambigüedad funcional y semántica que le es característica. En la práctica resulta como si la presencia masiva de peatones en movimiento en una única dirección, plegados, siguiendo el mismo ritmo, quisiera proclamar un valor añadido de los espacios por los cuales transita.
Tenemos entonces que las deambulaciones rituales son utilizaciones intensivas y no ordinarias del espacio público urbano por parte de sus usuarios, en las cuales se escenifica una determinada teatralidad coral, bastante parecida a un auto sacramental o a un viacrucis, el protagonista del cual es un determinado sector de la sociedad que actúa como comunidades momentáneas relativamente homogéneas, que utilizan determinados puntos y trayectos de la ciudad para constituir una cartografía urbana propia y reificarse fraternalmente en ella durante un breve periodo de tiempo.
Las ritualitzaciones del espacio urbano tienen en común que las llevan a término grupos humanos más o menos numerosos que no son un simple agregado de personas individuales. Son fusiones, pero no fusiones estabilizadas y claramente estructuradas, sino fusiones que se organizan a partir de una coincidencia provisional que puede ser afectual, psicológica, ideológica o de cualquier otra clase. La condición singular de la multitud fusional respecto de la humanidad dispersa que vemos agitarse habitualmente –cada cual a su– por las calles o las plazas es que conforma un auténtico coágulo, una cristalización social efímera e informal que responde a leyes sociológicas y psicológicas que le son propias y que no pueden ser consideradas a la luz de los criterios analíticos o de registro que se aplican a las sociedades orgánicas ni a los sujetos psicocofísicos. Desde esta óptica, el grupo humano que ocupa la plaza o la calle por proclamar algo compartido no desmiente la condición difusa que caracteriza la noción moderna de espacio público. El colectivo humano que celebra, desfila o se manifiesta no es una comunidad en el sentido que las ciencias sociales otorgan a este término, por más que los congregados se lo crean y jueguen, por decirlo así, a ofrecer la impresión de que lo son.
Son una coalición de peatones que puede ser distinguida, como formando una unidad provisionalmente congruente, del resto de usuarios del espacio por el cual transitan, de forma que podemos identificar una pareja d’enamorados, un grupo familiar que pasea o las personas que salen de un mismo espectáculo. Goffman se referiría a ese tipo de coaliciones viandantes “cohortes”, siguiendo una vez más el modelo que le presta la etología.
Los participantes de un correfoc, de una celebración deportiva, de una cabalgata de Reyes o, para lo que nos interesa, de una protesta civil suelen ofrecer signos que visibilizan su adhesión a l’acto, incluso cuando esta uve dada por su simple presencia física y la identificación del miembro del grupo congregado es la consecuencia de una intuición basada en su actitud meramente corporal. Este tipo de acontecimientos que emplean de forma tan intensiva la calle y no con fines instrumentales, no pueden ser considerados a la luz de las motivaciones anímicas o ideológicas de los individuos supuestamente autónomos la reunión de los cuales da como resultado el grupo que se ha hecho presente al espacio público. Por eso es por lo que tu análisis se centra en un personaje colectivo que no responde a las mismas lógicas ni dinámicas de las personas psicofísicas de que se compone y que tiene un valor analítico singular. En otras palabras, es el grupo reunido que se desplaza o se concentra a la calle al que se le atribuyen cualidades como agente de acción susceptible de experimentar estados de ánimo, desencadenar reacciones y llevar a término iniciativas, a menudo tomadas sobre la marcha.
¿Te quedas con el asunto? Estamos hablando de coágulos de individuos que se reúnen en un mismo lugar, en un mismo momento, por hacer unas mismas cosas en principio del mismo modo y con un mismo objetivo, licuadas en sentimientos u opiniones básicamente compartidos, y que se disuelven al poco tiempo, dispersadas a la fuerza por las denominadas fuerzas de orden público –lo que por cierto, a mi siempre se me ha antojado un misterio, o una vez consideran cumplida su misión. Se trata de afinidades electivas que hacen que un número variable de personas hasta entonces desconocidas entre ellas se fusionen provisionalmente con una sola finalidad, soldadas por vínculos de integración que son al mismo tiempo culturales, normativos, psicológicos, comunicativos y prácticos, y que resultan tan poderosos como efímeros. Las incursiones que se han hecho desde la antropología o la sociología cultural al campo de las territorializaciones rituales o la ritualización del territorio en contextos urbanos contemporáneos son algo que debes tener en cuenta.
Resumiendo. El asunto es el de los usos simbólicos, no ordinarios y fusionales del espacio público. Nos conviene entonces fijarnos en la manera como los puntos de partida, detención, o llegada y los diagramas que se generan al unir unos puntos con otros, toman la forma urbana como una clase de pentagrama sobre el cual escriben una determinada melodía. Se trata de contemplar la topografía urbana como una superficie por la cual pululen una muchedumbre de órdenes lógicos secretos que se interseccionan o se ignoran, que se multiplican hasta el infinito o que llegan a coagularse y a traducirse en enunciaciones colectivas. La calle se convierte así, en un sentido literal, en un espacio abierto. No sólo por su accesibilidad, ni por su versatilidad funcional, sino sobre todo por su disponibilidad semántica, que hace de ella algo así como una pizarra en que cabe cualquier enunciación, algo así como un lienzo en blanco que acepta todas las operaciones o procesos simbolizadores concebibles, a cargo de grupos que se fusionan siempre provisionalmente y que se conducen de hecho, durante un breve lapso de tiempo, como un solo cuerpo y una sola alma.
Las manifestaciones, las procesiones, las cursas populares, los pasacalles, las cabalgatas, las concentraciones civiles y los desfiles son exhibiciones que convierten lo que en la vida ordinaria es una profusión inmensa de diagramas, de recorridos y de esquemas distributivos múltiples en algo compacto y unificado, cuanto menos durante los minutos o las horas en que muchas personas se reúnen para decir y hacer una misma cosa a lo largo de un mismo trayecto. En estas oportunidades excepcionales, y como corresponde a su naturaleza en última instancia festiva, una calle o una plaza mutan su medio ambiente visual y sonoro, de forma que las aceras, la calzada, los balcones, los monumentos, los cruces, los quicios acontecen escenario de un espectáculo bien distinto del habitual. De una manera bien significativa, los peatones que forman grupos compactos con finalidades expresivas tienden a descartar las aceras o los paseos centrales y rara vez circulan por zonas de peatones.
Es como si entendieran que el lugar que los atañe, el espacio a ocupar, debiera ser el centro mismo de la vía pública, pero no alterando ni interrumpiendo la riqueza sonora y visual de las multitudes urbanas que se agitan a una hora punta cualquiera, sino expulsando aquello que se insinúa como una presencia indeseable e intrusa: los automóviles. Son inconcebibles la mayoría de estas actividades deambulatorias si no ejecutan el trámite ritual de detener el tránsito, requisito no sueles por poder hablar en voz alta y a corazón por la ciudad, sino por medio suyo, como si los lugares que la componen no fueran solos puntos en un mapa, sino los elementos moleculares de un lenguaje.