Inicio de la conferencia pronunciada en las Jornadas sobre la vida y la muerte. Identidad,
creencias y ritual, celebradas en el Museo de América de Madrid, en noviembre de 2010. Se publicó luego en las actas con el título "Los mundos intermedios entre la vida y la muerte. El caso de Lost".
DECONSTRUYENDO “LOST”. I
La Isla como puente y como barrera
Manuel Delgado
En el caso de las series televisivas, casi todas ellas serían ejercicios precisamente de una las figuras con que Lévi-Strauss resume la labor de ese pensamiento salvaje: la del bricoleur. En efecto, casi todas las series son muestras de puro bricolaje, es decir pastiches de referencias tomadas de aquí y allá, provenientes de películas, de otras series, de cómics o de obras literarias, una colección de alusiones, homenajes, plagios, guiños, etc. “Lost”, la popular serie ideada por J.J. Abrams, Damon Lindelog y Jeffrey Lieber (2004-2010), sería una apoteosis de este principio: cualquier seguidor de la serie lo es de una sucesión de flashes, cada uno de los cuales tiene su conexión con algo que los guionistas han visto o han leído y que, triturado y mezclado, acaba produciendo un precipitado más o menos parecido a un argumento. En el caso de “Perdidos” es descarada la deuda contraída con películas como, entre otras muchas, “Stalker” (1979), “Forbidenn Planet” (“Planeta prohibido”, 1956), “El ángel exterminador” (1962), “Donnie Darko” (2001), “The Planet of the Apes” (“El planeta de los simios” 1968), “Los cronocrímenes” (2007)..., o con otras series televisivas, como la inglesa de finales de los 60 “The Prisioner” (1967), o con novelas como La isla del tesoro, La invención de Morel, El péndulo de Foucault, El señor de las moscas, La isla misteriosa, o con cómics como Watchmen. etc. De hecho cualquier buen aficionado a la literatura o el cine puede divertirse entregándose a la detección de todos los préstamos que amalgama cada episodio.
Otra fuente temática y argumental la encuentra la serie en una serie de ingredientes de orden ideológico y, más en concreto, de naturaleza teológica o más bien “espiritual”, en el sentido de extraídas de líneas de pensamiento místico emparentadas entre sí y que plantean consideraciones sobre el sentido de la existencia humana y las relaciones entre el bien y el mal, el papel de la responsabilidad personal, el perdón y la expiación y acerca también del destino del alma después de la muerte. La serie vendría a ser, por tanto, algo así como un dispositivo de organización sincrética en que se articulan –nunca se está seguro de si ordenadamente, ni si de manera preestablecida o impuesta sobre la marcha por la necesidad de mantener la atención de la audiencia– ingredientes tomados de un determinado depósito de producciones culturales localizables con mayor o menor facilidad y un discurso escatológico de una cierta coherencia, cuyo referente principal serían el neognosticismo y el neoorfismo propios de la mística contracultural de finales de los años 1960 y de su desarrollo, ya banalizado, en la soteriología New Age.
Esa tipificación de la New Age en tanto que corriente de pretensiones órficas y gnósticas merece ser aclarada. Dentro del amontonamiento apenas ordenado de herencias y conexiones que conformarían la lábil doctrina de la Era de Acuario, el elemento órfico tendría que ver con la convicción de que el descubrimiento de la Verdad última puede requerir la experiencia catártica de un descenso iluminador a las profundidades más sombrías, en un viaje con efectos iniciáticos que obedece al modelo que le presta el viaje de Orfeo al inframundo, pero también otros descensos infernales presentes en las culturas antiguas –Gilgamesh, Osiris, Teseo, Heracles, Pollux, Eneas… Como es sabido, el orfismo clásico ha tenido su reinstalación en la mitología cristiana bajo diversas formas, algunas tan explícitas como el episodio neotestamentario del descenso de Cristo a los infiernos o su representación como Buen Pastor a partir de la imagen del Moscóforo. El ingrediente gnóstico se reconocería en una necesidad imperiosa de conocer como exclusivo vehículo que permite escapar del mundo puramente ilusorio de las sensaciones y elevarse hacia un plano superior de conciencia, desde el que se puede acceder a la verdadera realidad. Ese factor lleva siglos –desde Platón como mínimo– proyectando su sombra —o su luz; como se prefiera– sobre multitud de escuelas filosóficas, religiosas e ideológicas occidentales, en una constante activa y vigente en el momento actual bajo distintas variedades, algunas ya casi caricaturescas a fuerza de vulgarizadas. En el mejunje de credos y prácticas que es la Nueva Era esa búsqueda de la verdad adopta la forma preferente de una autoexploración personal.
Volviendo a “Lost”, sería una tarea ingente hacer el inventario de todos los ingredientes culturales y doctrinales que se despliegan, entrega tras entrega, a lo largo de sus seis temporadas. Una pequeña multitud de “lostólogos” se ha entregado a ello con denuedo en todo tipo de foros, en no pocos casos con acierto. No obstante, se procurará aquí hacer algún aporte en la detección e interpretar de algunos de esos elementos y probablemente de al menos alguno de sus ejes centrales, sobre todo de uno de sus episodios, el sexto de la novena temporada, cuyo valor estratégico los seguidores de la serie han insistido a señalar. Se trata básicamente de como la historia del origen de Ricardus, hasta entonces Richard, como reo canario condenado inicialmente a muerte que, igual que los sobrevivientes del vuelo de Oceanic 815, recala en la Isla tras un naufragio en 1867. Es entonces que nos son presentados los personajes antagónicos que habitan la Isla y que parecen desarrollar en ella y desde siempre un singular duelo: Jacob y el Humo Negro. Quien haya visto este episodio, “Ap Aeternum” ("Por siempre jamás"), recordará que en él se explicita que esta oposición se plantea como enfrentando de algún modo el Bien y el Mal, el Cielo y el Infierno. Se insinúa que la Isla es un frente en el cual estos dos personajes-principio llevan a cabo su lucha: el Humo Negro, asociado al Infierno y al Mal, intentando desperdigarse por el mundo luego de haber escapado de la Isla, y Jacob haciendo todo lo posible por impedírselo, lo que origina que el primero se plantee como objetivo obsesivo acabar con él.
En la entrega 6x9 de la serie también se nos insinúa que a la Isla llega un número indefinido de seres que tendrían a sus manos la posibilidad de salvarse, sin que ninguno de ellos lo hubiera conseguido hasta el momento. Es decir, la Isla se explicita en este episodio como dos cosas: como un tapón del Mal –por emplear el símil que Jacob propone y que en el último episodio descubrimos que es literal–, pero también como un lugar en el que quienes lleguen a él pueden decidir por ellos mismos su propio destino, que se supone que es la de acabar absorbidos fatalmente por el Humo Negro. Esto implica que la Isla es un auténtico umbral, situado a la manera de bisagra entre tres mundos: el de los vivos –o cuando menos el de la vida ordinaria-, el Cielo y el Infierno, un ámbito fronterizo a través del cual estos tres universos entran en contacto sin que la Isla pertenezca propiamente a ninguno de los tres. Aquellos que se encuentran en ella son transeúntes sorprendidos intentando abandonar una zona a medio camino entre esferas irreconciliables, entre las cuales la Isla hace a la vez de unión y de separación.
Esta naturaleza de comarca que funciona a la vez como puente y al mismo tiempo barrera entre universos enfrentados es lo que hace comprensible buena parte de los avatares que protagonizan los sobrevivientes del vuelo accidentado, a la luz de varias visiones filosóficas y literarias de este territorio intermedio que a buen seguro que los guionistas de “Lost” conocen y a partir de los cuales han levantado el eje discursivo de la serie. Creo que estos territorios intermedios serian el Antepurgatorio de La divina comedia, de Dante Alighieri (acabado el 1321); el Limbo de las Vanidades de El paraíso perdido, de John Milton (1677), y el Mundo de los Espíritus que encontramos en Del cielo y del infierno, de Emanuel Swedenborg (1758). Estos tres mundos intermedios están imaginados en épocas diferentes, pero responden a una tradición que se reconoce a sí misma como tal y que está conformada por varias visiones extáticas del Más Allá y de las zonas de transición que conducen a ellos desde el mundo de los vivos. Un cuarto referente, también visionario, heredero y síntesis de los tres anteriores, sería el que representa la figura de William Blake, sobre todo de su Boda del Cielo y del Infierno (1793). A su vez, esas comarcas de espera y transición son contempladas y representadas desde una perspectiva mitológica –la de la contracultura y la Nueva Era–, en relación con la cual también sería propio proponer–y así se hará– un vínculo con determinados referentes orientales popularizados en Occidente, entre los cuales el Bardo t’os sgrol, más conocido como Libro tibetano de los muertos, y su asunto: la superación de los estados intermedios posteriores a la muerte física.