Foto tomada de baetulo.blogspot.com en julio de 2009 |
CUANDO
LA DELINCUENCIA HABLABA CASTELLANO
(El Periódico de Catalunya, 20/5/2002)
Manuel Delgado
Parece más vigente que nunca esa lógica de estigmatización que consiste en atribuirle todo tipo de culpas a las personas pobres procedentes del exterior, que llegan a incorporarse a los estratos más inferiorizados de la sociedad, realizar los trabajos más duros y peor pagados y alimentar las filas de la marginación social, es decir a los llamados inmigrantes. Es a ellos en quienes cabe descargar la culpa de todo: el desempleo, la pérdida de sustancia cultural y, por supuesto, el aumento de delitos. Incluso parece ser que los inmigrantes son directamente responsables de estimular el racismo, con lo que se insinúa que lo que hay que suprimir no es al racismo, sino a los inmigrantes.
En
efecto, el inmigrante es una figura ideal para que una sociedad piense, desde
dentro, sus propios fracasos, sus frustraciones, su desorden, su desaliento y
sus injusticias. El recién llegado se presta inmejorablemente para que las
capas más desfavorecidas de los que ya estaban asentados encuentren un culpable
fácil y vulnerable, dirigiendo hacia abajo acusaciones que sería mucho más
comprometido dirigir hacia arriba. A
los beneficios de que nos provee su presencia, relacionados con los
requerimientos más inclementes del mercado de trabajo, se le debe añadir su
idoneidad en orden a concentrar en él las imputaciones que la sociedad no tiene
el valor de asumir como propias. Así, si aumenta la delincuencia, por ejemplo,
nunca es por la creciente desarticulación del Estado del bienestar, el aumento
de precariedad laboral o la falta de expectativas personales. Pensar que hay
una relación directa entre pobreza y delincuencia sería sin duda complicar
demasiado las cosas. Lo fácil, lo expeditivo es achacarle la responsabilidad a
aquellos que no pueden defenderse y a los que resulta poco costoso atacar.
Como se sabe, ese discurso que asocia
inmigrantes y desorden social está rindiendo magníficos beneficios a la extrema
derecha. Tenemos síntomas bien cercanos de ello en lo que está pasando estos
días en Premià de Mar, donde un movimiento de tintes racistas ha encontrado su
líder. Pero no son sólo los grupos calificados de fascistoides los que se
aprovechan de ese efecto óptico que hace pasar a los inmigrantes, y no a la
exclusión social, como causantes de la criminalidad. Hay otros partidos que no
reciben la etiqueta de xenófobos, pero hacen y dicen como si lo fueran. Lo
sabemos bien. El ministro Rajoy declaraba en marzo que el aumento de la
delincuencia era consecuencia directa del aumento de la inmigración. Y es que
es verdad que la ultraderecha no llegará nunca a gobernar en España: ya lo está
haciendo.
Es cierto que las cifras son
elocuentes. Hace pocos días se hacía público que 89,9 % de los presos
preventivos que ingresaron en las cárceles españolas en los tres primeros meses
de este año eran extrangeros. Pero si hubiéramos hecho una encuesta sobre la
població reclusa en Catalunya en la década de los 60, los 70 o incluso los 80,
habríamos obtenido que la inmensa mayoría era castellanoparlante y eso no nos
habría llevado a inferir que haber nacido en otra región española fuera un
factor desencadenante de inseguridad ciudadana. O quizá si. Recuerdo una
pintada en una calle de l’Eixample, leída hace ya muchos años: "La delinqüència parla castellà". Como se
puede ver, siempre ha habido quien, entre nosotros, ha considerado que acabar
de llegar al país te convertía automáticamente en sospechoso. Eso y, por
supuesto, haber llegado desde y en la miseria.
Así que, de acuerdo: un alto porcentaje de personas detenidas y encarceladas son inmigrantes. Pero hay otro dato todavía más elocuente: lo sean o no, seguro que el 100 % son pobres. No nos engañemos, la ley no castiga el delito: castiga la pobreza. Si los jueces condenaran a los responsables de los males sociales, las cárceles del mundo estarían llenas de gobernantes, empresarios y banqueros. Pero no es así. Los sistemas policiales y jurídicos no hacen más que confirmar lo que los discursos oficiales y las mayorías sociales proclaman: que los culpables de los desastres de la sociedad no pueden ser nunca otros que sus propias víctimas, es decir los más débiles.