Protesta yanomami en noviembre de 2011. Tomada de survivalinternational.org |
AMÉRICA: LA MATANZA CONTINÚA
Manuel Delgado
Ya nos cansamos de repetirlo quienes, medio amordazados, condenados a
hablar desde las catacumbas, apaleados y detenidos en la calle –como el
catedrático de la UAB Joan Martínez Alier-,
quisimos explicar las razones de nuestra abominación del Quinto Centenario de
la conquista de América: no se trataba de denunciar lo que pasó entonces, sino
lo que no ha dejado de suceder hasta ahora mismo, el horror que lleva 501 años
devastando paisajes, vidas y saberes de América.
En efecto, la destrucción del entorno, la aniquilación de las culturas y la
matanza de indios no ha cesado ni un solo momento desde 1492 hasta hoy. Casi
siempre en silencia, aunque de vez en cuando trasciendan noticias como la que
estos días nos ha hablado de la carnicería de que han sido víctimas en la selva
amazónica, casi al mismo tiempo, 55 asháninkas, a manos de Sendero Luminoso, y
40 yanomanis, víctimas de los garimpeiros
o buscadores de oro. Último episodio de la historia de cinco siglos de
desolación de selvas, cordilleras y llanuras americanas, de exterminio de 50
millones de indios y de condena a la miseria y a la postración de los
sobrevivientes, todo ello a manos de los europeos, de sus descendientes y del
concepto de universo que trajeron con ellos.
En esa colosal labor de aniquilamiento físico y cultural de los indios
americanos la que todavía no ha concluido, protagonizada o no con la
complicidad de los propios gobiernos americanos, cuyas fundaciones de
protección al indio no son más que una coartada para recibir subvenciones
internacionales y para crear un nuevo funcionariado. En Chile se ha encarcelado
a los indios mapuches que intentaron recuperar sus tierras; en Bolivia el año
pasado se acusaba de terrorismo a 39 aymaras; México conoce asesinatos
recientes, como el del dirigente indio Elpidio Domínguez, en Estados Unidos el
líder anishinabe-lakota Leonard Peltier continúa encarcelado desde 1977,
sentenciado a dos cadenas perpetuas; todavía se recuerda la auténtica guerra
que enfrentó a los mohawks contra el Ejército de Canadá en 1990 o, aquel mismo
año, las matanzas de indios maya-quiché –el pueblo de Rigoberta Menchú- a manos
de las tropas guatemaltecas.
El exterminio de los indios escoge con frecuencia la vía de la eliminación
física, pero también la de destruir su ámbito natural y privarles de sus
recursos de subsistencia, condenándoles al hambre y a la enfermedad en los
reductos en que se les confina, o a la semiesclavitud. Los estragos que produce
la deforestación en la selva amazónica son el caso más conocido de ello, pero
no el único. Hace un año, representantes indios canadienses llegaban en canoa
al puerto de Barcelona, para reclamar de su Gobierno la cancelación del
proyecto Hidro-Quebec, que pretende anegar 550.000 kilómetros cuadrados en los
que viven 11.000 kree y unos 7.000 esquimales inuit.
Así fue y así continúa siendo. Y todo ello no porque la civilización de los
blancos sea superior en algo, excepción hecha de en tecnología militar. No hace
falta recurrir al ejemplo de las culturas maya, inca o azteca, en tantos
sentidos más avanzadas que la nuestra, sino el propio caso de los indios
amazónicos. De ellos escribía Robert Jaulin que la muerte de uno solo equivalía
a la desaparición de toda una biblioteca. Los mismos yanomanis, de quienes se
ha podido leer estos días que “viven en la edad de piedra”, son poseedores de
un sistema cosmológico y de una organización familiar cuya complejidad convierte
a los nuestros en primitivos. La lectura de esa preciosa obra que es Yanoama,de Ettore Biocca,podría ser una
buena introducción a la sofisticada cultura de unos indios cuya vida, por lo
que acabamos de ver, bien poco vale.
Ahora, nos llega la noticia de estas masacres. Pero, ¿tenemos derecho a
escandalizarnos? Estos indios, entre ellos mujeres y niños, han sido
torturados, mutilados y degollados por sus verdugos por no haberse querido
convertir a la fe verdadera de turno o por haberse interpuesto en el camino de
quienes todavía andaban buscando El Dorado. ¿Pero qué sino hazañas como ésas, multiplicadas por cientos de miles, fue lo que
con tanto boato celebramos el año pasado? Fue de esa misma sustancia de
cobardía, de espanto y de muerte de la que estuvo hecha la gesta a cuya demencial exaltación se consagraron miles de millones
en 1992.
Pero, ¿cómo podemos clamar al cielo por lo que está sucediendo hoy en la ex
Yugoslavia, si fuimos capaces de hacer la apología del inicio de la mayor
limpieza étnica que han conocido los tiempos? ¿Sobre cuántos millones de
asesinatos, torturas, violaciones, injusticias –que todavía continúan
produciéndose en este mismo instante- se levantaron el orgullo patrio, los
fastos del 92, los discursos inflamados de los jerarcas, el esplendor de la
Expo de Sevilla?
Y, sobre todo, ¿qué nos dio y nos da derecho a sentirnos más civilizados
que los indios americanos? ¿Quiénes fueron y siguen siendo los salvajes?