dissabte, 25 de juliol del 2020

Roma y los devoradores de almas

Apartado de un artículo en Fundamentos de Antropología , 6/7 (1997), pp. 87-99. El título del texto completo era "Vendrá el otro y te comerá" y lo había presentado a seminario titulado "El otro como enemigo", al que me invitó José Antonio González Alcantud en 1996 en la Fundación Ángel Ganivet de Granada. 

ROMA Y LOS DEVORADORES DE ALMAS
Más sobre la analogía entre anticlericalismo y antisemitismo
Manuel Delgado

La historia de España ha conocido una se­cular tradición perse­cutorio‑re­ligiosa, traducida en diferentes oportunidades en dinámicas de acoso y exterminio dirigidas contra distintos grupos humanos a los que se ha considerado en extremo indeseables. Como acabamos de ver, esa tradición no deja de ser expresión local de otra más am­plia que, a nivel ya continental, ha dirigido en todo momento su atención agresora hacia supuestas socieda­des o sectas se­cretas y miste­riosas a las que le eran atribuidas las mismas actividades abomina­bles y conspirativas: cátaros, valdenses, templa­rios, brujas, judíos, gitanos y todos los demás grupos que Norman Cohn ha llamado, titulando un famoso libro suyo, «los demonios familiares de Europa». Contra ellos se pusieron en mar­cha dispositivos que reencontraremos en el siglo XX espa­ñol, con el paradójico objeto la misma instancia doctrinal y cul­tual que tantas veces los ha­bía desencadenado an­tes, esto es el catolicismo y sus repre­sentates, dispositivos cuya re­cu­rren­cia aquí pudo contemplarse tanto a nivel técnico –ex­pul­sión, masacre, caza, incendio, pa­rodia, icono­clastia...–, como ar­gumen­tal –acusaciones de idola­tría, magia negra, paga­nis­mo, natura­lismo y sexo­latría, di­sipa­ción moral, luju­ria, fa­natismo, o el caso concreto de la usurpación de niños.

Es más, el grueso de lo que se da en llamar la «cultura popular» lo constituyen ensayos de esa forma de marcaje y exclusión social que se agrupa bajo el epígrafe de estigmatización, consistente, como se sabe, en un mecanismo merced el cual un individuo o un grupo humano –reales o inventados– es acusado por la mayoría social y/o por el Estado de ser culpable de las desgracias que afectan o podrían afectar a la sociedad. Ahí subyace la idea de que la expulsión, el enclaustramiento, la desactivación o la eliminación física del grupo comportará una mejora en las condiciones de vida de la sociedad. Esta recurrencia a lo largo de los siglos de la idea fija de delatar y castigar a individuos u organizaciones perversas ha permitido calificar a la sociedad europea de auténtica «sociedad persecutoria»,[ su historia de «historia policial» preocupada hasta la obsesión por descubrir a los causantes del mal social, anatematizarlos como agentes al servicio de potencias satánicas, para finalmente anularlos mediante la marginación, la deportación o la eliminación física.

En España, el pro­pio cato­licismo ha­bía provisto de un exuberante código gestual‑fi­gurativo relativo a la detección y castigo de supuestos grupos diabólicos. La con­vic­ción de que ciertas asociaciones consi­de­radas intrínsecamente perversas de­bían ser eli­mi­nadas expeditivamen­te es una constante históri­ca de­tec­table en Es­paña desde la inven­ción del pris­cialinismo en el siglo III hasta las hoy llamadas «sectas destructivas», y que la Inqui­sición había llevado hasta niveles paroxís­ti­cos. La Iglesia, en efecto, había desencadenado o participado en las campañas contra todo tipo de «otros» absolutos, fueran éstos herejes, judíos, gitanos, brujas, masones, etc. Había provisto de una justificación doctrinal para los acosos contra ellos y había prestado su aparato judicial y policial para el encausamiento y castigo de todo tipo de sujetos considerados desviados, y ello a lo largo de varios siglos de sucesivas oleadas persecutorias hasta hoy mismo. 

Esto es incontestable. Pero no lo es menos que la propia Iglesia fue, ella misma también, víctima de los mismos mecanismos de persecución que tantas veces había recibido y recibiría después el encargo de aplicar. En principio, ese efecto es la consecuencia de una dinámica de acusaciones mutuas entre la Iglesia y todos los movimientos revolucionarios y de reforma religiosa que han ido apareciendo desde el siglo XI. Pero, más allá, la culpabilización del clero romano no ha sido otra cosa que el resultado de haberse constituido éste en lo que Leon Poliakov había llamado, refiriéndose en concreto al antijesuitismo, un «antisemitismo de sustitución».[4] Algo parecido podría decirse en relación con las acusaciones de brujería, puesto que la Iglesia había sido reiteradamente acusada por sus enemigos en todos sitios de practicar la nigromancia en sus ceremonias, y, sobre todo, porque en España los sacerdotes rurales habían sido, hasta bien entrado el siglo XX, víctimas de habituales acusaciones de complicidad con las brujas, lo que proveía de coartadas su a veces fácil tránsito de lo bendito a lo maldito.[5] Dicho de otro modo, el anticlericalismo funcionó como una versión de técnicas de definición y tratamiento del Mal y de acoso y eliminación de grupos demonizados de las que el antisemitismo y la caza de brujas eran siempre el modelo referencial.

En este orden de cosas es significativo que el imaginario anticlerical en la España contemporánea repitiera tantos de los lugares comunes de la persecución contra la brujería y, en especial, del antisemitismo histórico. No es sólo que las razzias contra el clero en diferentes momentos históricos estuvieran directamente inspiradas en el modelo de los progromos antijudíos, sino que muchas de las leyendas que demostraban la imaginaria perversidad de los curas y monjas eran exactamente las mismas que habían tenido como protagonistas tradicionales a los judíos, algo que se agudizaría cuando las tropas civiles protegieron al clero perseguido, asignándole ese rasgo mayor de peligrosidad que es la invisibilidad, su capacidad de mimetizarse con el medio, uno de los elementos característicos de los grupos estigmatizados y lo que tantas veces justifica lo despiadado del trato que se les depara una vez localizados y capturados. En cualquier caso, el clero y los seglares más comprometidos con la Iglesia constituyeron en España crecientemente, a medida en que progresaba el proceso de secularización y lo que se dio en llamar «la apostasía de las masas», un grupo reducido, relativamente marginado, al que demonizar y al que aniquilar, puesto que sólo su destrucción podría salvar a la sociedad de los males que padecía y que eran el resultado de su actividad perversa. Como tantas veces antes en la historia del anticlericalismo radical –milenarista en la Edad Media, puritano en los siglos XVI y XVII, revolucionario primitivo en el siglo XVIII, anarquista y populista-radical en plena Edad Contemporánea– el exterminio del clero respondía a una urgencia purificadora del mundo, un requisito que exigía la renovación escatológica de la sociedad.

Otra de las pruebas de la indiferencia que los métodos de estigmatización experimentan en cuanto a su objeto y la intercambiabilidad de los discursos anticlericales con otros relativos a otras minorías satanizadas, lo tenemos en el caso de las acusaciones contra la masonería, tal y como se difunden en Europa a partir de las ya aludidas «revelaciones» de Léo Taxil, que la Iglesia hará suyas oficialmente a partir de la encíclica de León XIII «Humanus Genum». Toda la batería de acusaciones sobre las prácticas criminales y pornográficas que tenían lugar en las logias masónicas no eran sino la trasposición de las que el propio Taxil había estado haciendo durante varios años a través de los folletines anticlericales que él mismo escribía y publicaba en su editorial La Librairie Anti-Clérical : Les Maitresses du Pape, Les Amours Secrètes de Pie IX, Le Manuiel du Confesseur, etc. En efecto, Léo Taxil había sido uno de los más iracundos exponentes del anticlericalismo radical en la década de 1870 y fundó, en 1881, la Liga Anticlerical en Francia, que llegó a contar con más de 4.000 afiliados. Intentó afiliarse a la masonería, pero fue expulsado de su logia luego de que escritores masones como Louis Blanc o Victor Hugo le denunciaran por plagio. Como consecuencia de este revés, Léo Taxil «redescubre» la fe y se convierte en un ferviente católico, que es recibido por el Papa en audiencia privada en junio de 1887. Todas las fantasías sobre las abominaciones masónicas denunciadas por Taxil y repetidas por el clero y sus medios afines no hizo otra cosa que desviar hacia la masonería los mismos argumentos y el mismo estilo narrativo que había estado invirtiendo contra el clero católico.

Un ejemplo de cómo el clero recibía sobre si esa misma lógica estigmatizadora que tantas veces había ayudado a aplicar contra otros, nos lo podría brindar el del envenenamiento de pozos, uno de los cargos predilectos contra los hebreos desde el siglo XIV, recogida por Eugène Sue en El judío errante, y por Mazoni en Los novios, en relación con el cólera de 1630 en el Milanesado. Este fue el crimen que se imputó a los frailes en Madrid en julio de 1834, en plena guerra civil, desencadenando una terrible matanza, plasmada literariamente en varias obras. En 1845, el folletinista Wenceslao Ayguals de Izco publica María, o la hija de un jornalero, cuyos capítulos III y IV –«El cólera» y «Profanación y matanza»– están dedicados a aquel episodio. Allí se reconoce que la gente atribuyó su calamidad «a las personas o a las clases que se quería dejasen de existir, que eran o se quería que fuesen una rémora a sus deseos, haciendo de ellos lo de toda la nación. Pérez Galdós inmortalizaría el mismo momento en uno de sus Episodios nacionales, en concreto en el capítulo XXVII de Un faccioso más y algunos frailes menos, cuando se describe el momento en que corre de boca en boca que uno de los emponzoñadores que tiraban polvos amarillos en el agua de Madrid han ido a refugiarse al convento de San Isidro. Entonces una «arpia colectiva, un monstruo horripilante que ocupaba media calle y tenía cuatrocientas manos para amenazar y doscientas bocas para decir : “¡Cosas malas en el agua!”» Más adelante, en 1919, aparecen las Memorias de un hombre de acción, de Pío Baroja, una de cuyas partes, «La Isabelina», que consagra amplio espacio a tratar el asalto de conventos de Madrid en 1834. La lógica que se delata es, en cualquier caso, la misma : la que trabaja atribuyendo la desgracia social a un grupo minoritario pérfido, que ha devenido de pronto vulnerable.Julio Caro Baroja, en esa misma línea, no tiene inconveniente en comparar aquellos hechos con otros coetáneos en Europa, desencadenados por lo que él llama «autores míticos», y que solían ser grupos misteriosos, extranjeros, judíos, etc.

No obstante, la acusación que más emparentaría antisemitismo, antibrujería y anticlericalismo sería sin duda la del pillaje de niños. De hecho, las acusaciones de envenenar pozos y robar niños iban con frecuencia parejas en la fantasía anticatólica. Detenido en la cárcel de Navalcarnero, al Nazarín de Galdós le preguntan sus compañeros de celda si «era cierto que llevaba en una botellita polvos venenosos para echarlos en las fuentes de los pueblos y producir la viruela. Entre bromas y veras, acusábale otro de robar niños para crucificarlos en los ritos del culto idolátrico que profesaban». El mismo episodio del progromo contra los frailes en el Madrid de 1834 ya era un ejemplo de ello, puesto que uno de los argumentos principales de los amotinados era que las aguas habían sido envenenadas por niños enviados cobardemente por el clero, que, como narra Manuel Pirala, en su Historia, «se valían hasta de los niños para no infundir sospechas de su depravado intento». Más allá de la manipulación perversa, otra de las monomanías del folclor antieclesial fue, ya desde sus primeras expresiones, precisamente la de señalar a los conventos como lugares en los que se practicaba el homicidio y la exhumación clandestina fetos y recién nacidos, fruto de las relaciones ilegítimas entre curas y religiosas, imaginadas estas últimas como víctimas de redes secretas de prostitución al servicio de los primeros. Los asaltos a conventos que se produjeron en Cataluña como consecuencia de las grandes explosiones de violencia iconoclasta de 1835, 1909 o 1936, demostraron una especial preocupación por exhibir el contenido de féretros en los que se creían encontrar los restos de mujeres embarazadas, de fetos o de recién nacidos asesinados, elementos de una rumorología empeñada en prestigiar a la Iglesia católica como asesina de niños, última edición de aquello mismo de que se había acusado tantas veces a brujas, moriscos, judíos, etc.

Los testimonios orales que se reunieron para dos programas conmemorativos de la guerra civil española insistieron siempre en que las momias que se de­senterraban mostra­ban las manos atadas –prue­ba de que ha­bían sido enterradas o em­pare­dadas en vida–, con signos de tormen­to, embarazadas o junto al resultado de sus ac­tividades desho­nestas. Esto me lo contaba Ramón Carbonell, de la barriada de Poble Nou, en Bar­celo­na, o Joan Freixens, de Tortosa, o Diógenes Macià, rela­tivo a un con­vento de Gandía. Numerosos testigos son capaces de evocar todavía hoy lo que se pudo ver –o creyeron poder ver, aquí es indiferente– en el convento de las salesas del barcelonés Passeig de Sant Joan. Teresa Serra me decía: «El convento del Paseo de Sant Joan lo asaltaron los milicianos y sacaron todos los cadáveres de las monjas que había allí en­terradas y estuvieron puestos en la calle dos o tres días. Y todas estaban atadas con cuerdas en las manos y en la cabeza, y algunas de ellas estaban embara­zadas porque se les notaba el vientre. También se encontraron cadáveres de niños peque­ños. Se ve que los metían en un agujero y los emparedaban allí». José Maurell explica­ba: «Fui a las Salesas, a­llí, en el Paseo San Juan. Allí vi de todo: como eran monjas de clau­sura, levantaron tumbas en todo aquello y aparecieron esque­letos de críos, vamos una cosa bárbara. Vamos, cosas muy ra­ras. No pensábamos una cosa así de un convento». 

Ese principio acusador se repetía en la totalidad de centros religiosos de Barcelona. Victoria me hablaba de que «Rosita, una amiga mía que trabajaba en Sant Joan de Deu, me había contado que por debajo había un pasa­dizo que comunicaba con las monjas de cla­usura. Allí encontra­ron monjas y niños pequeños muertos. Toda Barcelona esta­ba llena de túneles que se comunicaban». El registro que se ordenaba hacer en el hospital de aquella orden en la barriada de Les Corts tuvo como objeto confirmar las informaciones de que allí se habían producido inmolaciones de criaturas En el monasterio franciscano de Berga los restos humanos desenterrados fueron públicamente presentados como de criaturas víctimas de sacrificios ceremoniales Montero Moreno explica que, en poblacio­nes del del­ta del Ebro, como Tortosa, Batea o Ca­net lo Roig, se obligó mediante bandos a la asistencia del pueblo a la exposición pública de momias de monjas, para de­mostrar que se trataba de jóvenes violadas y asesinadas.

De tanto en tanto, la actualidad vuelve a poner a flote este tipo de insinuaciones. Hace algún tiempo podía leerse en un suelto: «Emparedados en una iglesia. Los esqueletos de una mujer y un niño fueron encontrados emparadedados en la iglesia de Sant Domènec, en Gerona, por los empleados de una constructora que trabajaban para la Universidad Autónoma. Los cuerpos llevaban emparedados unos cincuenta años» (El País, 26 de noviembre de 1990). Estas histo­rias, a su vez, pueden com­pararse con la que narra una obra teatral relativamente reciente y luego lle­vada al cine, Ag­nes de Dios, de Pielnneier, en la que una novicia quebequense es misteriosamente violada, queda embarazada y debe acabar practicando un inf­antici­dio. No ha faltado nunca materia prima para que se alimentará la obstinación por iden­tificar a la gente de Iglesia con pre­suntas expresiones de psicopatolo­gía sexual. A principio de 1984, estalló el escándalo en el pueblo toledano de Bargas. La mayor parte de las muchachas de algún modo relacionadas con el convento de la Confraternidad Repa­radora, una congre­gación cuyas miembros empleaban métodos de autopunición, ha­bían adoptado ellas también técnicas de mor­tificación del cuerpo, supuestamente bajo la influencia de las hermanas. En una compilación de textos sobre el sadismo en la en­señanza, publicado en 1980, la ex‑alumna de un colegio de monjas es­pañol informaba de que allí «la convivencia continua con la vida religiosa era el medio de presión más fuerte para impo­ner hasta el paroxismo una única e imperante visión sado­maso­quista de la vida y de nuestra función como seres humanos».

La lealtad respecto del modelo histórico por parte de la retórica anticlerical en bien ostensible, seguramente como resultado de la equivalencia que los protestantes establecieron desde un principio entre la persecución contra la brujería y la dirigida contra los católicos, sistemáticamente culpados de rendir culto a Satanás y obedecer al Anticristo que usurpaba la cátedra de Pedro en Roma. El descubrimiento de pruebas que mostraban la actitud perversamente antiinfantil del clero podían desencadenar disturbios tan graves como los de Madrid en mayo de 1931, cuando, entre las causas que motivaron los motines sacrílegos, figuraba el rumor de que una monjas habían distribuido caramelos envenenados entre los niños de un barrio de la ciudad. La vigencia de esta demonización del catolicismo, subrayada por la condición infantil de sus víctimas, podemos verla reflejándose en acontecimientos tan recientes como la muerte, en el otoño de 1990, en el pueblo manchego de Almansa, de una niña a la que su propia madre le extrajo los intestinos por la vagina, en el curso de una alucinante ceremonia de exorcismo. En otros países este tipo de habladurías demostraron idéntica eficacia. Así, la propaganda anticatólica desatada en Estados Unidos y Canadá contra los católicos, en la década de 1840, se organizó en torno a las confesiones de varias mujeres –María Monk fue el caso más conocido– que aseguraban haber escapado de conventos católicos, en cuyo interior habrían presenciado asesinatos de recién nacidos. 

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