Prólogo al catálogo de José Antonio Portillo, Artilugios par contar y crear historias (fui testigo de lo que cuento), València, Generalitat Valenciana, 2001. La foto está tomada del reportaje que le hizo Toni Rombau en Titeresante en febrero de 2015. https://tinyurl.com/mr2cmmxk
El pozo de las historias
Manuel Delgado
Hacia el final del Esbozo de una teoría general sobre la magia, escrito en 1902 por Marcel Mauss –el padre de la antropología europea–, se puede leer: «Todos los días la sociedad ordena, por así decirlo, nuevos magos, realiza ritos y escucha cuentos inéditos que son siempre los mismos». La persona y el trabajo de José Antonio Portillo vienen a confirmar la lucidez y el talento de Mauss a la hora de señalar la persistencia de la magia entre nosotros. En efecto, Portillo ha sido ordenado mago por la sociedad, en el sentido de que ha reconocido en él a un artista, que es lo mismo que decir a una reedición de la vieja figura de aquél a quien una colectividad dada asigna la tarea de generar cosas y hechos de la nada, para luego emplearlos como ingenios con que conferir sentido a las experiencias humanas. Por otra parte, como todo artista, oficia ritos, puesto que la creación y la exposición de obras de arte son rituales de paso en que esferas de lo real habitualmente incomunicadas entre sí –lo visible y lo invisible– entran en contacto y se mezclan. Y, por último, la producción concreta de José Antonio viene a demostrar lo más sobrecogedor y genial de la intuición de Mauss: el ser humano explica todos los días historias nunca antes escuchadas que, no obstante, no dejan por ello de ser siempre las mismas.
El reconocimiento del mérito propiamente artístico de Portillo, su aportación al campo de la especulación formal, no debería ensombrecer la potencia de su apuesta conceptual. Bibliotecas imposibles, manuscritos inverosímiles, bosques de historias, libros de nudos, yacimientos de palabras... , ese universo hecho todo de ecos, ese pozo lleno de murmullos del que se extraen relatos y sueños, no es sólo un homenaje a los grandes imaginadores de cuentos –Poe, Borges, Cortázar, Calvino...–, sino una ilustración perfecta de las teorías que desde la lingüística o la antropología han intentado resolver el misterio de por qué los seres humanos se repiten unos a otros las mismas historias, explicadas –eso sí– de formas poco menos que infinitamente diversas. La inteligencia humana –siempre, en todos sitios– opera de la misma forma a la hora de elaborar historias: exactamente como los artilugios de Portillo, es decir como dispositivos de especular, la materia prima de los cuales son materiales de reciclaje, residuos, restos...
Esa labor de Portillo es idéntica a la del bricoleur, propuesto por Lévi-Strauss como imagen de un ser humano dedicado a revolver en los contenedores de desechos culturales buscando y encontrando cosas «que podrían servir». Con ellas ese animal que habla y escucha lleva a cabo una labor incalculable de reparado y restauración, manipulando, de acuerdo con los principios de una arquitectura preexistente, los fragmentos o los vestigios de cuantos objetos de la naturaleza o de la vida social, cuantos acontecimientos o cuantas experiencias pudieran resultarle útiles en sus esfuerzos por clasificar significativamente el cosmos. El seguimiento de la teoría estructuralista de los mitos y los cuentos permite rencontrar en las obras de Portillo ese mismo ordenamiento en espiral y hojaldrado que caracterizaría la función fabuladora humana.
El conjunto de obras que José Antonio Portillo reúne bajo el epígrafe general de «Artilugios para contar y crear historias» demuestra la vigencia y el vigor de esa mito-lógica, que actúa más allá de las contingencias de la historia y de la cultura y más acá de las coordenadas sociales de cada momento o lugar. Los artefactos de Portillo vienen a ser además toda una venganza irónica de la inteligencia natural contra un presente que se exhibe como apoteosis de las «inteligencias artificiales». Sus objetos –colección de huellas, memorias polimórficas que nadie ha escrito, montones de sobras– son un extraño material escolar, destinado decididamente a intranquilizar a la infancia, a quitarle el sueño a niños que ya no podrán dejar de pensar en el secreto oculto de toda cosa hallada. Son sobre todo engranajes de pensar por pensar, constructos sabiamente perversos que nos restituyen la inquietud de las cosas, la elocuencia de la materia, la tendencia natural de los objetos más aparentemente insignificantes a hablar, a revelarse como puertas o trampillas a través de las cuales se insinúan otros mundos, la espuma de todo lo imaginado y de todo lo imaginable, reverberancia misteriosa incluso de todo aquello que no podemos suponer, aunque sepamos que está ahí, al mismo tiempo habitando nuestra fantasía y sus alrededores.
Recuerdo de infancia. Al volver del colegio, al mediodía, cada día escuchaba fielmente los cuentos infantiles que emitía a mediados de los años 60 Radio Barcelona. El programa se llamaba Tambor y presentaba a una galería de personajes fijos a los que siempre se hacía aparecer en un momento u otro de la narración. El que más fascinante me resultaba –más que El Grillo Violín, más que Cucarachín Multagorda– y el que más rememoro una y otra vez era El Ciempiés Curioso. De hecho, El Ciempiés Curioso no tenía ningún papel concreto, sino que se limitaba a irrumpir en cualquier momento de la acción dramática, repitiendo, fuera cual fuese la situación, una única frase: «¡Oh! ¡Qué libro tan interesante!». Ese libro que apasionaba al Ciempiés Curioso era..., ¡todo! El rostro de su interlocutor, cualquier objeto que caía en sus manos, la piedra con la que tropezaba..., todo se le antojaba un texto que debía ser leído e interpretado. Su vida consistía única y exclusivamente en una labor interminable de lectura de las cosas y los seres, un trabajo insaciable de escrutamiento del universo. Pues bien, las obras de José Antonio Portillo nos invitan a convertirnos en algo parecido a ese personaje que –sin saberlo, a veces sin quererlo– no dejamos nunca de ser: lectores conspicuos de una biblioteca infinita e inagotable, compuesta no sólo por todas las historias explicadas, sino –y sobre todo– por todas las historias por explicar, las no nacidas, las no pensadas, las pendientes de imaginar. Tantas como páginas de la vida por abrir.
De la mano de estas cosas medio creadas, medio encontradas, podemos volver a ser rastreadores. Volver de nuevo a husmear huellas, a tantear relieves, a otear el horizonte, a resolver a medias los enigmas, a fluir entre las rocas de lo dado. A amar las visiones. Toda nuestra civilización se ha levantado sobre el desprecio a lo sensible, sobre ese atroz divorcio –impuesto a la vez desde la razón cartesiana y la moral protestante– entre lo interno y lo externo. De ahí la maldición del sujeto, el injusto descrédito de los lenguajes de la naturaleza, la dictadura de lo íntimo, la negación de todo lo que está ahí fuera, ese odio feroz contra la piel y las ventanas. Frente a esa ética que nos aparta de todo cuanto nos rodea, José Antonio Portillo nos desvela tesoros hundidos, pecios a la deriva, palacios en ruinas. Elogio del desenterrador de palabras, narrador que rescata lo desechado, escarba bajo el suelo y en las papeleras, se sumerge a pos de perlas sin brillo. En ese viaje a los sedimentos ha quedado atrás, espléndida y miserable, la Verdad, y este hombre nos deja justo en el límite, en la frontera que todo lo separa y todo lo une, allí donde un niño de barba blanca relata a un público absorto una historia traída de ningún sitio.
Más allá, no el texto, sino la textura. La lengua viva que sobrevive en los objetos muertos. No un lenguaje, sino un guante. Relojes, archivos, memorias oxidadas, colosal ejercicio de psicofonía colectiva en que alguien retoma, de pronto un relato, y le ayuda a continuar su travesía, y naufraga con él en una botella que alguien acabará hallando por azar en una playa remota. Cuentos giróvagos, locos como peonzas, que nos advierten de que nada es completamente inteligible; ni siquiera, legible. Siempre queda algo por leer, algo por oír, algo por repetir, todo por entender. Hablar, hacer hablar, escuchar, hacer escuchar... He ahí la gimnasia circular a que invitan los artefactos de José Antonio Portillo, ronda que incita a amar de nuevo, con nueva pasión, al mundo, ese inmenso libro que está escrito por fuera.