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Del artículo "La obra de arte como signo de puntuación y señal de tráfico", publicado en Exit-Book,
7 (verano 2007), pp. 9-13.
LA OBRA DE ARTE PÚBLICO COMO SIGNO DE PUNTUACIÓN
Manuel Delgado
Prevista
como exaltación de la ejemplaridad absoluta del Arte y la Cultura, instrumento
de esclarecimiento y clarificación de un espacio que tiende demasiado a la
opacidad y al enmarañamiento, la obra de arte estable en espacios no museales
está predestinada a constituirse en punto fuerte del territorio, quiere ser
concreción física de un dispositivo de centralización. Puesta al servicio de un
operativo textualizador, se configura como lugar de polarización de la atención
del público, es decir, del conglomerado de usuarios siempre transitorios que
son puestos así al corriente de lo que merece ser contemplado, pero también de
lo que se aspira que signifique ese lugar.
Eso
que está ahí, dominando literalmente el paisaje, es una prueba de la calidad no
sólo del espacio por el que transcurre o se detiene el viandante, sino mucho
más de quiénes han dispuesto ese escenario y lo mantienen en condiciones
adecuadas, léase de las instituciones gubernamentales, en el caso de los
espacios públicos, o el de los propietarios, en el caso de los semipúblicos.
Puesto que el espacio urbano es concebido como un texto sagrado que debe ser
leído, ese monumento implícito que es la obra de arte fuera del museo –como
ocurre con la estatua del héroe, el arco de triunfo o el monolito conmemorativo–
funciona como un encabezamiento, un título que –al igual que el nombre que se
asigna al sitio– aspira a definir los contenidos y las formas de lo que allí
acontece y hacerlo además a salvo de la acción devastadora del tiempo,
preservando lo duradero, lo estable, lo cristalizado de una estructura social
políticamente centralizada.
Si para las instituciones la obra de arte
público fijada en el territorio es una apuesta por lo perenne, lo que merece
durar inalterable, para el usuario ese mismo objeto es un instrumento que le
sirve para puntuar la espacialidad de las operaciones a que se entrega,
justamente aquella sustancia que constituye la dimensión más fluida e inestable
de la vida urbana. Si la ciudad legible, ordenada y previsible de los administradores
y los arquitectos es por definición anacrónica –puesto que sólo existe en la
perfección inmaculada del plan–, la ciudad tal y como se practica es pura
diacronía, puesto que está formada por articulaciones perecederas que son la
negación del punto fijo, del sitio.
Ahí afuera, a la intemperie, lo que uno encuentra no son sino recorridos,
diagramas, secuencias que emplean los objetos del paisaje para desplegarse en
forma de arranques, detenciones, vacilaciones, rodeos, desvíos y puntos de
llegada. Todo lo que se ha dispuesto ahí por parte de la administración de la
ciudad –monumentos tradicionales, obras de arte, mobiliario de diseño– se
convierte entonces en un repertorio con el que el incansable trabajo de lo
urbano elabora una escritura en forma de palimpsestos o acrósticos. En calles,
plazas, parques o paseos se despliegan relatos, muchas veces sólo frases
sueltas, incluso meras interjecciones o preguntas, que no tienen autor y que no se pueden leer, en tanto son
fragmentos y azares poco menos que infinitos, infinitamente entrecruzados.
Es a partir de esa condición
discursiva que las actividades que tienen lugar en espacios públicos aparecen
sometidas a determinadas reglas ortográficas, de las que los elementos del
entorno en que se desarrolla la acción social se conducen como signos de
puntuación. Para las instituciones, la erección de lugares de una suntuosidad
especial funciona como una manera de subrayado, énfasis especial puesto en
determinado valor abstracto superior –la Historia, la Religión, el Arte, la
Cultura... –, jerarquización del espacio para la que se dispone de un
equivalente a las mayúsculas o los tipos mayores de letra, en el caso del texto
escrito, o a la entonación afectada que se emplea para darle solemnidad a las
palabras rituales.
En cambio, para el paseante ocioso, el viandante apresurado,
los enamorados, los niños y los jubilados del parque, el consumidor que
frecuenta un centro comercial o el más desazonador de los merodeadores, el
monumento o la obra de arte fijada en espacios no museales son signos de
puntuación para una caligrafía imprecisa e invisible. El arte público no
efímero ve desvanecerse entonces toda pretensión de trascendencia, tanto
política como creativa. Perdida toda solemnidad, de espaldas a su significado
oficial, indiferente a la voluntad creadora del artista, abandonada toda
esperanza de autonomía, el objeto de arte público es sólo y ante todo una
inflexión fonética u ortográfica: punto y aparte, punto y seguido,
interrogación, interjección, paréntesis, coma, punto y coma, dos puntos, puntos
suspensivos... La pieza es entonces signo con que ritmar los cursos y los
transcursos, señalar inversiones, desvíos, repeticiones, interrupciones,
sustituciones, rodeos, encabezamientos, así como las diferentes modalidades de
final.
Quienes creen monopolizar la producción y
distribución de significados, han sembrado aquí y allá puntos poderosos de y
para la estabilidad, núcleos representacionales cuya tarea es constituirse en
atractores de la adhesión moral de los ciudadanos. En cambio, los practicantes
de lo urbano convierten la obra de arte, como el monumento estricto, en
elemento destinado a distinguir y delimitar, crear lo discreto a partir de lo
continuo. Labor segmentadora y de disjunción, basada en interrupciones,
reanudamientos y cambios de nivel o de cadencia, cuya función –como ocurre con
los signos demarcativos en fonología– se parece a la de las señales de
tránsito, puesto que es lo que literalmente son, en el sentido de que permiten
organizar el tráfico de las apropiaciones empíricas o sentimentales de la
calle, del parque o de la plaza.