divendres, 3 de febrer del 2023

Derecho a la indiferencia en escenarios urbanos

La foto es de William Klein

Fragmento de Marca y territorio. Sobre la hipervisibilidad de los inmigrantes en espacios públicos urbanos, en 
Joaquín García Roca y Joan Lacomba, eds., La inmigración en la sociedad española. Una radiografía multidisciplinar, Bellaterra, Barcelona, 2008, pp. 351-363

Derecho a la indiferencia en escenarios urbanos
Manuel Delgado

No se ha pensado lo suficiente lo que implica este pleno derecho a la calle que se vindica, como concreción de aquel derecho a la ciudad que reclamara Henri Lefebvre. De todas las definiciones que permiten asignar a un espacio la calidad de público, una debería ser innegociable: espacio accesible a todos. La accesibilidad, en efecto, se muestra entonces como no sólo como lo que hace a un lugar capaz de interactuar con otros lugares –que es lo que se diría al respecto desde la arquitectura y el diseño urbano–, sino el núcleo que permite evaluar el nivel de democracia de una sociedad. Esa calle de la que estamos hablando es algo más que una vía por la que transitan de un lado a otro vehículos e individuos, un mero instrumento para los desplazamientos en el seno de la ciudad. Es sobre todo el lugar de epifanía de una sociedad que quisiera ser de verdad igualitaria, un escenario vacío a disposición de una inteligencia social mínima, de una ética social elemental basada en el consenso y en un contrato de ayuda mutua entre desconocidos. Ámbito al mismo tiempo de la evitación y del encuentro.

Pero tal imagen no es más que una quimera. Cabe insistir de nuevo, ese espacio público en que se concreta la realización del republicanismo kantiano al que Habermas dedicara una brillante reflexión, no existe. Ese espacio público accesible a todos se disuelve en cuanto los controles y las fiscalizaciones desmienten su vocación democrática o cuando el sistema de mundo que padecemos hace de ellos espacios no para el uso, sino para el consumo. Y para los llamados “inmigrantes” o para las personas encapsuladas en una u otra “minoría”, del tipo que sea, ese espacio público es un problema, puesto que su presencia en él le delata inmediatamente como potencial “sin papeles”, posible delincuente o factor de alteración de la normalidad. De hecho, ese espacio público en realidad ni siquiera alcanza a veces la categoría de auténtico espacio social. Las leyes y los prejuicios se encargan de desacreditar este sistema de ordenamiento basado en la autogestión generalizada de las relaciones sociales y organizan su imperio en clasificaciones bien distintas a las de la etología humana en marcos públicos. El agente de policía o el vigilante jurado pueden pedir explicaciones, exigir peajes, interrumpir o impedir los accesos a aquellos que aparecen resaltados no por lo que hacen en el espacio público, sino tan sólo por lo que son o parecen ser, es decir por su identidad real o atribuida.

En estos casos, los encargados de la “seguridad” pueden acosar a personas que no suponen peligro alguno, que ni siquiera han dado signos de incompetencia grave, que no han alterado para nada la vida social. Su tarea es exactamente la contraria de la que desarrolla en condiciones normales el usuario ordinario de los espacios públicos. Si éste procura pasar desapercibido y evitar mirar fijamente a los demás con quienes se cruza, el “agente del orden” se pasa el tiempo mirando a todo el mundo, enfocando directamente a aquéllos que podrían parecer sospechosos, no tanto de haber cometido un delito o estar a punto de cometerlo, sino tan sólo de no tener sus papeles en regla, es decir no merecer el derecho de presencia en el espacio público que como ser humano le deberían corresponder.

Los vigilantes reciben con frecuencia el encargo de que ese espacio vea escamoteado justamente su condición de público, en la medida que pueden interpelar de forma a veces violenta a personas a las que ya les “habían echado el ojo encima” por su aspecto fenotípico o su vestimenta, rasgos que dan cuenta de una identidad inquietante no para el resto de viandantes, sino para el Estado y sus leyes de extranjería. Ni que decir tiene que la proliferación en tantas ciudades de todo tipo de reglamentos presentados eufemísticamente como de “ciudadanía” ha generalizado ese acoso no sólo contra la visibilización de los inmigrantes pobres, sino contra todo aquel que no esté en condiciones de demostrar –aunque sea mentira– su pertenencia a la clase media o la capacidad de demostrar su competencia para imitar lo que se entiende que es su estilo de conducirse en público.

El derecho al anonimato es un requisito de ese principio de ciudadanía democrática una y otra vez desmentido. De él depende que se cumpla esa función moderna del espacio público como fundamento mismo –especificidad y abstracción máximas a la vez– del proyecto democrático, espacio de un intercambio ilimitado, esfera para una acción comunicativa ejercida en todas direcciones y para el despliegue inifinito de prácticas y argumentos cruzados entre personas que se acreditan mútuamente la racionalidad y competencia de sus actos. Es en eso en lo que debería consistir la multiculturalidad, no en lo que hoy es, la reificación de un inexistente mosaico de “minorías” preformadas y se supone que articuladas, integradas o asimiladas estructuralmente, sino la disolución de toda presunta minoría en un espacio dramático compartido y accesible a todos.

Aquel que ha sido etiquetado con la denominación de origen “inmigrante”, quien ha recibido el dudoso privilegio de ser reconocido como “diferente” en un universo donde todo el mundo lo es, seguramente no reclama que le toleren o le entiendan. Es probable que su primera ambición, su conquista más urgente e inmediata, sea el ver reconocido su derecho a ser un desconocido; derecho a no dar explicaciones; derecho a existir sólo como alguien que pasa, un tipo que va o que viene –¿cómo saberlo?– sin ver detenida su marcha ni por unos que de uniforme le pidan los papeles, ni por otros que se empeñe en “comprenderle” y acaben exhibiéndolo en una especie de feria de las curiosidades culturales. Derecho a la indefinición, al distanciamiento, a guardar silencio. Derecho a ser clasificado por los demás como los demás, es decir no en función de un quién se es siempre en última instancia incierto, sino en función de lo que a cada cual haga o le ocurra. Derecho a personaje ignoto con el que uno se cruza y que lleva consigo todas sus propiedades, tanto las que proclama como las que oculta. Derecho a dejar atrás un sitio y dirigirse a otro, atravesando para ello lo que debería ser una tierra de nadie y por ello de todos.


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