diumenge, 1 d’agost del 2021

Excluidos contra explotados. Suburbio, margen y periferia

                                                        El solar de la palmera en octubre de 1990 | Fuente: http://www.ccma.cat/

Apartado de Luchas centrales en barrios periféricos. La "intifada del Besòs", octubre 1990. En Giuseppe Aricó, José Mansilla y Luca Sanchieri, eds., Barrios corsarios Barrios corsarios. Memoria histórica, luchas urbanas y cambio social en los márgenes de la ciudad neoliberal, Pol·len/OACU, Barcelona, 2016, pp. 57-76

Excluidos contra explotados. La intifada del Besòs, octubre 1990
Manuel Delgado

El desencadenante de la llamada "intifada del Besòs" de octubre de 1990 fue la noticia de que el Ayuntamiento de Sant Adrià y la Generalitat de Catalunya habían decidido iniciar la construcción de 196 viviendas de promoción pública en un solar de 13.000 metros cuadrados anexo al barrio —el Solar de la Palmera—, terreno que los vecinos hacía trece años que reclamaban para equipamientos. El objetivo de la iniciativa inmobiliaria pública era “esponjar” —en realidad derribar— los barrios de Vía Trajana y la Catalana –60 hectáreas edificadas sin calidad alguna–, pero sobre todo el crónicamente conflictivo polígono de la Mina, asentamiento al que fueron a parar las familias desalojadas de los barrios de chabolas del Somorrostro, el Pequín y el Camp de la Bota, que se levantaban en las playas del sur de Barcelona y que fueron demolidos a finales de los años 60. En ese barrio en tantos sentidos maldito vivían, según el padrón de 1991, 10.694 personas –imposible de saber con certeza el número real; parece que un 25-30 % gitanas– en 2.400 viviendas distribuidas en 21 bloques.

Buena parte de la gente que rechazaba los planes urbanísticos para el Besòs había llegado allí hacia 27 años, había constituido hogares estables en pisos estrenados que habían acabado siendo de su propiedad y había protagonizado –como tantos barrios parecidos en el perímetro interior y exterior de Barcelona– todo tipo de luchas por la mejora de sus entornos de vida. Ahora tenían hijos –los muchachos que se enfrentaban con el rostro cubierto a los mossos d’esquadra– que defendían en no pocos casos su propia herencia, por razones que –con su ingrediente afectivo– no dejaban de tener relación con la de las ofertas inasequibles de vivienda fuera del barrio.

El Besòs es uno de los barrios de Sant Adrià del Besòs, un municipio anexo a Barcelona, con escasa identidad y que Josep Maria Huertas Clavería definió como "inacabado" ("La ciudad inacabada", El Periódico de Catalunya, 2.5.1999), de cuatro kilómetros cuadrados de superficie, encorsetado entre Santa Coloma de Gramanet, Badalona y Barcelona y con 34.729 habitantes, según el padrón de 1990, de los que el 43 % había nacido fuera de Catalunya, sobre todo en Andalucía y, en menor medida, en Extremadura y Murcia. En aquel momento, Sant Adrià soportaba un índice de desempleo de un 18,1 % y tenía motivos de sobra para sentirse agraviada, puesto que la ciudad había venido siendo un auténtico vertedero al que Barcelona lanzada sus iniciativas más indeseables para sí: entre finales de los sesenta y los primeros setenta, una central térmica, una depuradora de aguas, una incineradora y, sobre todo, los miserables expulsados de sus asentamientos barraquistas, ahora amontonados en el barrio de la Mina.

El barrio del Besòs reúne todas las características de las ciudades-dormitorio levantadas bajo el impulso del desarrollismo franquista por lo que hace a la mala calidad de las condiciones de proyectamiento, ejecución y mantenimiento. Conforma una auténtica isla, cercada por el norte por la Ronda Litoral y el río Besòs –en aquel momento un auténtico desagüe del Barcelonès–; por el norte por la autopista C-31; al oeste y al sur, la frontera administrativa con Barcelona y su barrio del Besòs, homónimo pero claramente diferenciado; al este, en aquel momento el solar dirimido y su solitaria palmera; más allá, un barrio cargado de connotaciones negativas: la Mina. Conforman el Besòs 36.262 pisos de protección oficial, en nueve bloques de entre ocho y diez pisos de altura, en los que en 1991 vivían oficialmente 6.294 personas. El polígono comenzó a construirse por la empresa COBASA en 1960 y se dio por finalizado en 1968, momento en que se hacía entrega de los correspondientes pisos a los 220 últimos destinarios, empleados de Transportes de Barcelona. Los pisos cuentan con 60 metros cuadrados, ocupados por una media de cinco personas. En el momento de producirse el motín de otoño de 1990, el Besòs contaba con una población preferentemente joven, de entre 20 y 30 años, consecuencia del baby-boom de los años sesenta. La mayoría de vecinos empleados debía desplazarse a Barcelona o Badalona para acudir a su lugar de trabajo.

Durante la movilización vecinal en el Besos nada en las consignas coreadas en las manifestaciones sugería un contenido gitanófobo para la protesta. En las pancartas que se exhibían en las marchas y que colgaban de los balcones no había nada reprobable por racista y el lema dominante fue siempre “Viviendas no; equipamientos sí”. Ningún portavoz vecinal insinuó la mínima argumentación xenófoba en sus declaraciones. En cambio, los estamentos políticos y la prensa no dudaron en denunciar que los disturbios habían estado encaminados a evitar a toda costa la instalación en el barrio o su cercanía inmediata de familias reputadas de conflictivas procedentes de la Mina, sobre todo gitanas. Estas posiciones que interpretaban el enfrentamiento en clave "racial" fueron compartidas también desde el Centro Cultural Gitano de La Mina, que acusó de racistas a los líderes vecinales del barrio vecino.

De hecho, el espacio en litigio era una especie de colchón o cortafuegos entre el el Besòs y la Mina, que explicitaba físicamente la distancia irreconciliable no sólo entre dos barrios, sino entre propiedades y representaciones sociales bien distintas, cuáles eran las que caracterizaban un barrio obrero de un barrio abiertamente marginal, es decir entre una categoría de habitantes que podríamos asociar al viejo proletariado y, retomando las viejas categorías marxistas, un ejemplo claro de poblamiento lumpenproletario. De un lado un típico barrio de lo que fueron cinturones rojos de las ciudades industriales europeas, con una lógica de acción comunitaria basada en la cultura popular obrera –en nuestro caso, asociada a la de la inmigración de origen sobre todo andaluz de los años 50 y 60–, en la conciencia y la militancia de clase y en el sindicalismo vecinal. Del otro, un barrio, la Mina, afectado entonces y todavía ahora por las consecuencias de lo que Pierre Bourdieu llamó "efecto de lugar", es decir el estigma que sufren los vecinos de un determinado territorio urbano altamente desacreditado.

Se hace pertinente aquí consensuar una distinción entre periferiedad, suburbialidad y marginalidad. Las tres cualidades dan cuenta de situaciones urbanísticas consideradas deficitarias y a corregir, pero no significan lo mismo para los urbanistas. En urbanismo, suburbio implica la aplicación de un criterio de grado, puesto que define una unidad territorial con niveles de calidad considerados comparativamente por debajo de los estándares medios tenidos por correctos. En cambio, un barrio periférico lo es al sometérsele a un criterio de distancia no solo física, sino también estructural, respecto de un centro urbano dado con el que mantiene relaciones de subsidariedad y dependencia. La noción de marginalidad, en cambio, no es ni de nivel ni de estructura; no es ni material ni funcional: es ante todo moral, puesto que alude a la condición inaceptable de aquello o aquellos a quienes se aplica. Un barrio marginal no es que esté en la periferia o constituya un suburbio; no está en límite exterior de la ciudad o bordeándola: es que está más allá. No está "abajo" en el orden social, sino fuera de él. Es lo que existe, pero no debiera existir. La cuestión se planteaba, por tanto y de manera explícita, como una operación que un editorial de El País (30.10.90) definía de "reubicación de la marginalidad".

Tanto el Besòs como la Mina eran —y son— barrios periféricos y suburbios que compartían su baja calidad urbanística y constructiva, así como el olvido de que habían sido objeto por parte de las administraciones públicas. Ambos ocupaban —y ocupan todavía— una zona codiciada para el desarrollo de una nueva región metropolitana o, mejor dicho, de la paulatina conexión de los barrios de la desembocadura del rio Besòs a la Barcelona metropolitana con el fin de permitir su expansión. No se está hablando sino de la culminación del aplazado Plan de la Ribera, un colosal proyecto que, en la segunda mitad de los años 1960, planeó la transformación del litoral barcelonés y que pronto se revelaría al servicio de una demanda inmobiliaria y de servicios "de nivel".

Se trataba, en este caso, de una operación de desperificación del sudoeste del Besòs, que pretendía continuar, siguiendo la costa, las transformaciones en nombre de la "apertura al mar", iniciadas a mediados de los 60 con la inauguración del paseo marítimo en la Barceloneta y retomadas con las ya referidas en los 80 en nombre de la coartada olímpica. Como parte de esa dinámica de mutaciones, de lo que se trataba es de emprender una magna operación político-inmobiliaria destinada a una revalorización generalizada del margen derecho de la desembocadura del Besòs. Meta: disponer la gran entrada a Barcelona desde el Maresme, levantar un imponente centro comercial, desplegar una oferta de viviendas "de calidad", y, en especial construir un gran puerto deportivo para 2.000 amarres y zonas de ocio y comerciales anexas en el litoral (La Vanguardia, 25.1.1991). Es decir, convertir lo que había sido un rincón abandonado del Barcelonès en lo que se da en llamar un espacio de "nueva centralidad". En el asunto, que se desarrolló de forma más bien turbia, estaban interesadas todas las administraciones, que lo consideraban estratégico hasta el punto de asumirlo como una auténtica cuestión de estado.

En aquella fase del proceso, el obstáculo inmediato a abatir era la Mina, una especie de pústula infectada de la que urgía liberarse lo antes posible para que los propósitos de reconversión de la costa barcelonesa pudieran llevarse a cabo. Porque la Mina no solo era un barrio periférico y suburbial, sino que, además, aparecía señalado como la concreción en la Gran Barcelona de lo que se entiende que es un barrio marginal, contenedor de vicio, delincuencia y disolución social. Dicho de otro modo, el proyecto de erradicación de la Mina y el traslado de sus vecinos al Besòs implicaba fundir y confundir un barrio marginal —es decir un barrio de marginados— con un barrio de "honrada gente trabajadora", es decir un barrio de clase obrera consolidada e integrada, aunque sea de forma precaria, en el orden de la ciudad. En la jerarquía material pero también simbólica de los espacios, el barrio marginal está en la banda más baja, más todavía que el barrio suburbial o periférico, siempre a punto de precipitarse por el abismo acechante de la desorganización social, un proceso de descomposición parecido al que han padecido, por ejemplo, los territorios que fueron obreros de las periferias urbanas francesas.

Excluidos versus explotados, en un contexto en que la categoría "exclusión" empezaba a aparecer como un espantajo con que asustar a una cada vez más desarmada clase trabajadora, amenazada de caer en cualquier momento en el "riesgo de exclusión" si se negaba a plegarse a las imposiciones de un mercado laboral cada vez más despiadado. El choque podía ser leído, a su vez, entre los dos factores de una distinción clásica: la propuesta por Louis Chevalier (1969) entre clases laboriosas y clases peligrosas, diferentes no sólo en tanto que fuentes distintas de peligrosidad para el orden dominante, sino por la distancia que entre ellas se extiende en sus géneros de vida, sobre todo porque esas clases "peligrosas", como las que se concentran en la Mina, se singularizan por rechazar tanto los modales de clase media como la disciplina de fábrica que la clase obrera acabó asumiendo como propia, incluso para sus desobediencias.




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