Consideraciones para Borja Fernández, estudiante del Máster de Antropología y Etnografía de la Univesitat de Barcelona, enviadas en febrero de 2016
SOBRE LA INVENCIÓN DEL HOGAR
Manuel Delgado
Uno vive en su casa. Es decir, vive en un lugar construido,
con paredes, techo, ventanas y puerta, al que no en vano llamamos vivienda o
espacio para vivir, dando a entender de algún modo que lo que uno encuentra
fuera de ella no es exactamente vida. Y es que es bien cierto que ese hogar en
que se espera que se convierta una vivienda es el lugar de las certidumbres
que, a partir de cierto momento del siglo XIX, se levanta contra el temblor
crónico de la vida pública, una vida de la que se repite que, en efecto y tal y
como he insistido en explicar en clase, no es del todo vida, hasta tal punto
está marcada por la frialdad, el interés y la desorientación moral. Recuerdo lo
que expliqué en clase sobre la mutación que supuso la modernidad para la
distinción entre la esfera privada como reino de la libertad, invirtiendo el
papel que tuvo en la Gracia clásica como reino de la naturaleza, siguiendo a
Hannah Arendt en La condición humana
(Paidós).
En ese nuevo contexto, derivado del descrédito de lo
exterior, que el espacio público pasaba a ser un territorio inhóspito en que el
ser humano era acechado por todo tipo de peligros físicos y morales y en que
reinaba la más absoluta frialdad. Por contra, la vida privada, fuente de
sentido, debía ser defendida de cualquier ingerencia procedente del exterior,
puesto que esa intromisión del mundo desactivaba sus cualidades de templo a un
mismo tiempo del espíritu y de la naturaleza. Al margen de la corrupción de la
sociedad exterior, en el ámbito doméstico podía sobrevivir la «auténtica»
humanidad : lo que habían sido los vínculos cálidos la vieja comunidad
pre-moderna, los sentimientos, la verdad, lo sagrado.
Esto es por lo que me preguntas. Estamos ante la invención
del «hogar dulce hogar», ese espacio asociado a la familia patriarcal cerrada,
aquel modelo familiar que hace suyo la burguesía y que acabará imponiéndose
poco a poco al resto de la sociedad. Traspasadas las puertas de la casa hacia
afuera, uno no podía dar sino con desconocidos de cuyas intenciones nunca se
podía estar seguro, en un páramo inmenso en el que sólo había indiferencia y
desesperación. Al contrario, del núcleo doméstico se esperaba que fuera un
albergue ante las inclemencias de una existencia pública basada en la
simulación interesada.
La vivienda está concebida, en efecto y como te decía, para vivir. Lo que hay fuera no es vida. La familia se
concibió como una región en la que, a diferencia de lo que ocurría fuera, se respetaban las jerarquías
naturales, las leyes de Dios se acataban y en dónde no intervenían los
juicios de un mundo exterior concebido como inhumano. Esa nueva familia,
constituida por los cónyuges y por los hijos inmaduros –siguiendo el
modelo del nido– debía convertirse en un ámbito al amparo de la intemperie
moral de las ciudades. La bibliografía es fácil: los cinco volúmenes de Historia de la vida privada, de
Georges Duby (Taurus) y Richard Sennett, mi favorito, en Los usos del desorden. Vida urbana e identidad personal (Península) y, afinando más, Families
Against the City: Middle Class Homes of Industrial Chicago, 1872-1890
(Harvard University Press).
En contraste con la desorientación reinante en un exterior
expuesto a vertiginosas inestabilidades, el hogar era el único sitio en que
podía formarse una estructura psicológica sólida y donde cada cual aspiraba a
ser valorado como lo que «realmente era». Estar en la propia casa implica, a
partir de finales del siglo XIX, proclamar un territorio protegido, una
fortaleza en la que puedo organizar mi vida con libertad. Ese castillo burgués
tiene sus muros infranqueables –las paredes–, sus zonas de tránsito –zaguanes,
puertas, patios, rellanos–, sus aberturas y ámbitos intermedios –ventanas,
balcones, terrazas– y su propia jerarquía expositiva, que va de las zonas
comunes –recibidor, pasillo, salón-comedor– a los excusados –baños, retretes–,
pasando por los espacios de intimidad –los dormitorios– o por aquellos otros
determinados por la división simbólica de los sexos –bufete, cocina–. Las casas
son como una prótesis de quienes las habitan. La decoración, la distribución de
los espacios, su orden o su desorden delatan parte de su verdad.
Por eso contraría que los extraños penetren en ella cuando
no está dispuesta para someterse a su escrutinio. Lo que enseñamos a las
«visitas» es algo que habla de y por nosotros y que, por tanto, también hay que
poner a la la altura de la imagen que queremos que nuestros invitados se lleven
de nosotros. «Enseñar la casa» es algo que implica descubrir parcelas de
intimidad, pero de una intimidad que ha sido rectificada para adecuarla a lo
que los anfitriones desean mostrar y lo que los invitados es conveniente que
vean.