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La barricada como instrumento insurreccional en las ciudades
Manuel Delgado
Las barricadas son el instrumento insurreccional por excelencia, la herramienta que permite obturar la calle para impedir otra motilidad, esta vez la de los funcionarios encargados de la represión, sea el ejército o la policía. Ese elemento –ya conocido desde el siglo XIV– aparece recurrentemente en las grandes revoluciones urbanas del siglo XIX y buena parte del XX al tiempo como instrumento y como símbolo de la lucha en las calles. Estas construcciones –a las que Baudelaire describe como “adoquines mágicos que se levantan para formar fortalezas”– han servido de parapetos, pero también de obstáculos, el emplazamiento de los cuales responde a una vieja técnica destinada a retener o desviar afluencias entendidas como amenazadoras, configurándose a la manera de un sistema de presas que intercepta el desplazamiento de esas presencias intrusas detectadas moviéndose por el sistema de calles. A esa dimensión instrumental, a las barricadas conviene reconocerles un fuerte componente expresivo. Pierre Sansot hacía notar como la barricada evocaba la imagen de una “subterraneidad urbana”, que emergía como consecuencia de un tipo desconocido de seísmo. La barricada ha asumido de este modo la concreción literal de la ciudad levantada. Sin duda, y como señala Pere López, la barricada es la expresión más genuina de una verdadera arquitectura insurrecional y su sentido último, más allá de su dimensión práctica, debería entenderse como el contrapunto del monumento burgués.
La doble naturaleza instrumental y expresiva de la barricada continua vigente, pero la forma que adopta esta técnica de ingeniería urbana efímera ha cambiado. Las barricadas empezaron siendo murallas hechas con barricas –y de ahí el término barricada– y así fueron empleadas por los parisinos para defenderse de los mercenarios de Enrique III, en mayo de 1522. En el París de la Comuna de mayo de 1871 llegaron a devenir auténticos proyectos de obra pública y alcanzaron la categoría de arquitectura en un sentido literal. Los adoquines levantados de las calles configuraron un elemento fundamental en el paisaje insurrecional de las ciudades europeas hasta bien entrado el siglo XX. En el París de Mayo del 68 –siempre mayo– las calles fueron levantadas y se construyeron numerosas barricadas con su empedrado, pero la fórmula más empleada fue la de atravesar coches en las calzadas, volcarlos, con frecuencia incendiarlos. Estas actuaciones no se han visto como meros métodos para irrumpir el tráfico, sino que implicaban una denuncia de la sociedad de consumo que se quería hacer temblar. Esa es la tesis de nuevo de Pierre Sansot, que, hablando del mayo del 68 parisino, se refiere a un auténtico “holocausto de automóviles”, del que, por cierto, se libraron ciertos modelos, como el Citroën 2 CV o el Renault 4L, que eran los vehículos habitualmente preferidos por los propios manifestantes y que Sansot interpreta que estos homologaban con bicicletas.
Las barricadas son, hoy, tan móviles como la policía. Responden a una concepción sobremanera dinámica del disturbio, como si las algaradas de finales del siglo XX y principios del XXI estuvieran caracterizadas por la agilidad de movimientos, por la impredicibilidad de los estallidos, por la voluntad de impregnar de lucha urbana la mayor cantidad posible de territorio. La barricada se forma, en la actualidad, sobre todo con contenedores de basura, con lo que vienen a renunciar a su estabilidad para devenir, ellas también, como todo hoy, móviles, usadas ya no sólo como protección, sino también como parapeto que puede ser empleado para avanzar contra la policía y obligarla a recular. También han cambiado los elementos que los manifestantes utilizan para defenderse y a veces plantarle cara a la policía. Continúan vigentes las piedras y también los cócteles molotov, los viejos protagonistas de tantas revueltas urbanas a lo largo del siglo XX, pero también son frecuentes los cohetes pirotécnicos, una forma de llevar hasta las últimas consecuencias la festivalización creciente de las marchas de protesta.
Acerca de los disturbios urbanos, Pierre Sansot notaba como el pavimento que se arranca, los adoquines, las piedras de las obras, los coches que se atravesaban en los bulevares parisinos, eran –desde el punto de vista del revoltoso- elementos “por fin liberados”, como si los objetos urbanos que se lanzaban levantasen el vuelo y dejasen el suelo al que habían sido atados; como si una fuerza surgiese de la ganga que las aprisionaba a ras de tierra; como si pudieran conocer, gracias al insurrecto, una gloria que la vida cotidiana les usurpaba. Hay objetos del todo descartados, por mucho que podrían cumplir a la perfección la función de yugular la calle. A ningún piquete de manifestantes se la ocurriría hoy cortar un árbol para hacer una barricada, cosa que sí que pasó en el París del 68, con una lluvia de críticas que hizo abandonar esta práctica.