dijous, 3 de desembre del 2020

Un espacio para la sociabilidad

 La foto es de Eva Virgili

Del resumen para un seminario en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad Nacional de Litoral, Santa Fe, agosto 2007

Un espacio para la sociabilidad
Manuel Delgado

Para las tendencias más autoritarias y antiurbanas de la política, la arquitectura y el urbanismo la calle es ante todo un lugar de circulación al servicio de los ires y venires instrumentales de un lado a otro de una determinada topografía urbana. Por ejemplo, ir y regresar del hogar al trabajo y viceversa, facilitar la distribución de mercancías, garantizar la eficiencia de los servicios públicos de movilidad, prestarle un servicio a la buena fluidez en los desplazamientos en automóvil. Se tolera también que la calle sirva para que en ella se desarrollen formas de ocio previsibles y amables, hoy por hoy casi siempre asociadas a las prácticas de consumo. En determinadas oportunidades incluso se pueden aceptar oficialmente usos excepcionales de tipo festivo, siempre debidamente monitorizados por las autoridades. Por supuesto que tales concepciones responden a la crónica desconfianza de buena parte de técnicos y teóricos de la organización urbana hacia la tendencia de la calle al enmarañamiento y la ambigüedad semántica. En cambio, debería ser evidente que una calle es mucho más que un mero pasadizo que se abre paso entre construcciones, uniéndolas entre sí al mismo tiempo que las separa, ni la trama que conforman las calles entre si sólo un sistema de canales que hay que mantener en buen estado de fluidez. Las calles son ante todo una institución social, en el sentido de un sistema de convenciones organizadas de forma duradera de cuyo buen funcionamiento dependen parcelas estratégicas de la estructura social en su conjunto.

Una de esas funciones es, en efecto, la de garantizar la comunicación entre puntos de una misma trama urbana. Pero no sólo en un sentido estrictamente instrumental. Es cierto que el sistema de calles de un núcleo urbano constituye su aspecto más permanente y, por tanto, más memorable. También puede antojarse que el sistema de calles y plazas –al fin y al cabo calles expandidas, no lineales- es el esquema donde la ciudad o el pueblo encuentran compendiada su morfología, así como el sistema de jerarquías, pautas y relaciones espaciales que determinará muchos de sus cambios futuros. Ahora bien, más allá de esas definiciones que hacen de ella un mero mecanismo para la accesibilidad, la regulación y la comunicación entre puntos distantes, la organización de las vías y cruces urbanos es, por encima de todo, el entramado por el que oscilan los aspectos más intranquilos del sistema urbano, un escenario conformado por topografías móviles, regidas por una clase concreta de implantación colectiva, que pone en contacto a extraños totales o relativos para fines que no tienen por qué ser forzosamente prácticos y en que se registra una proliferación poco menos que infinita de significados y de apropiaciones, tantos como sectores sociales o incluso individuos allí concurren.

Es así que una consideración de la ciudad a partir del tipo de vida social que conocen sus calles -toda ella hecha de diagramas, ejes y líneas secantes- implicaría entender la ciudad bajo dos perspectivas distintas: de un lado la que la contempla como lugar de implantación de grupos sociales primarios –la familia, la corporación profesional, la confesión religiosa, la asociación civil, el lugar de trabajo o de estudio, la institución política o jurídica– y la que la reconoce como orden de deambulaciones y deportaciones individuales o masivas. Por una parte, la ciudad como orden de emplazamientos; del otro, la ciudad como orden de desplazamientos. En el primer caso, los segmentos sociales agrupados de manera más o menos orgánica pueden percibirse como unidades discretas, cada una de las cuales requiere y posee una localización, una dirección, es decir un marco estabilizado y ubicado con claridad, una radicación estable en el plano de la ciudad. Ese lugar edificado en que se ubican los segmentos sociales cristalizados de cualquier especie contrasta con ese otro ámbito de los discurrires en cuya dinámica encuentra lo urbano su naturaleza última. Si el individuo o el grupo social establecidos tienen una dirección, un sitio, las unidades vehiculares que llevan a cabo los peregrinajes urbanos –estar aquí; luego ahí; más tarde allí- son una dirección, es decir un rumbo, o, mejor dicho, un haz de trayectorias que traspasan no importa qué trama urbana.

Pero por las calles no sólo transcurren cuerpos y máquinas. Por ellas se mueve también, por ejemplo, información. Las personas que salen a la calle no se limitan a llevar a cabo itinerarios prefijados como si fueran autómatas. Al hacerlo recogen y trasladan noticias que con frecuencia se han escapado de los canales oficiales por las que éstas se supone que deben discurrir. En eso consiste lo que se da en llamar “la voz de la calle”, que no es sino esa especie de locución colectiva que reproduce y recrea rumores, habladurías, clamores que tienen vida propia y que son instrumentos eficaces de control social, en el sentido de control de la sociedad sobre si misma y sus miembros, pero también respecto de los poderes que no pueden escapar de la fiscalización que suponen esa red informal de intercambio de mensajes que es el boca a boca siempre activo que conocen las calles de cualquier barrio, pueblo o ciudad.

La manera como la calle se convierte en vehículo para la circulación de información advierte de otro papel no menos institucional que asume: el de contribuir a la formación social de los individuos en las etapas estratégicas de la infancia y la adolescencia. En efecto, los niños y los jóvenes reciben en la calle informaciones clave sobre el funcionamiento de la vida colectiva y sus requisitos y son entrenados en formas de sociabilidad grupal diferentes pero complementarias de los que les suministran la escuela, la familia o los medios de comunicación. La calle es el escenario en que se entiende y se asume el paso de la esfera privada a la pública. Es el barrio el primer mediador natural entre el entorno doméstico en que el individuo ha pasado su primera infancia y una inmersión plena en la sociedad de desconocidos que le espera cuando se incorpore de forma plena a la vida pública como adulto. La pandilla, el grupo de amigos con los que se sale –interesante expresión que denota la importancia de la relación dentro/fuera o domicilio/calle- son mucho más que un mero soporte emocional: ese tipo de sociedades –cuyo marco natural es justamente el espacio público- deberán resultar esenciales para que el joven se incorpore a redes que son a su vez modelos de copresencia y de cooperación.

En la trama de calles y plazas también se reconoce otra actividad no menos circulatoria: la de la memoria. En efecto, el sistema de calles nos recuerda que, además de una sociedad humana, toda ciudad es también una sociedad de lugares. Son las prácticas ambulatorias, incluso las más aparentemente triviales, las que los lugares de una ciudad emplean para comunicarse entre si, generando en esa actividad no una suma informe de significados, sino un conjunto coherente de evaluaciones y evocaciones que es justo lo que damos en llamar memoria colectiva. Es así que salir a la calle, ir de un sitio a otro, incluso –o acaso sobre todo- cuando es en forma del más irrelevante paseo, es idéntico a recorrer un universo hecho todo él de conexiones, empalmes, bifurcaciones, intersecciones…, archivos secretos en los que está inscrita y registrada no tanto un memoria común –es decir, igual para todos- sino más bien un trenzamiento interminable de rememoraciones individuales y grupales que se prolongan y completan unas a otras para generar una memoria al tiempo compartida y fragmentaria.

En cualquier caso, en la calle vemos desarrollarse modalidades específicas de sociabilidad, cuyos protagonistas no suelen mantener entre ellos vínculos sólidos, no están asociados entre sí por lazos naturales e involuntarios –como los que caracterizan las instituciones primarias de la sociedad–, ni tampoco es frecuente que estén unidos por enraizamientos profundos, como los que se derivan de una cosmovisión compartida o la participación en una misma organización comunitaria estabilizada. Lo que distingue a la ciudad de las implantaciones de la los desplazamientos –la primera sometida a una lógica de territorios, la segunda a una de superficies– es el tipo de sociabilidad que prima en cada una de ellas. Los colectivos interiores, asociados a la privacidad o la intimidad, están formados por conocidos, a veces por conocidos profundos; los exteriores, los que se configuran en la calle, en cambio, los constituyen desconocidos totales o relativos, que ejecutan códigos de relación del todo distintos en un escenario y el otro. En efecto, el núcleo central y mayoritario de esta vida social en la calle la llevan a cabo personas que se conocen más bien poco o que no se conocen en absoluto y que entienden que la calle es el ámbito de una existencia ajena o incluso contraria a ese presunto reducto de verdad personal y de autenticidad que es en teoría la vida doméstica o incluso el dominio de la intimidad. En el nivel más cercano encontramos en la calle a los vecinos, a los amigos, a los conocidos de vista; en el más lejano, ese personaje central de la vida urbana que es el desconocido, el extraño.

Es así que en la calle podemos ver cómo la vida social le asigna un papel fundamental a sus propias dimensiones más inorgánicas e incluso a expresiones siempre relativas del azar. Esa ese precisamente la naturaleza de esas formas específicas de vida social cuyo escenario es la calle. En ella lo que podemos contemplar la mayor parte del tiempo es un tipo de sociabilidad que no aparece claramente fijada, sino que resulta de la apertura de unos a otros, en un ámbito que se caracteriza por serlo de exposición, en el doble sentido de de exhibición y de riesgo. Inevitablemente, el acto de salir a la calle y abandonar la certeza del hogar supone someterse a las miradas y a las iniciativas ajenas, a la vez que se somete a los demás a las propias. En esas circunstancias, cualquier encuentro inicialmente irrelevante puede conocer desarrollos inesperados e inéditos. El individuo que se sumerge en ese núcleo de actividad que es un espacio público o semipúblico sabe que en cualquier momento puede pasar cualquier cosa y con frecuencia es eso lo que ha ido a buscar.

De este modo, y por poner un ejemplo, el individuo que asume la obligación social de abandonar la familia de orientación para preparar la de procreación, sabe que para ello deberá dejar la casa de los padres y salir “ahí afuera”, a la calle, donde se predispondrá a encuentros de apariencia fortuita, de uno de los cuales surgirá el conocimiento de la persona con la que habrá de constituir una unidad doméstica estable, un punto fijo en el orden familiar, es decir un hogar. Es entonces cuando se entiende el sentido del verso de una copla bien popular: “Madre no hay más que una / y a ti te encontré en la calle”. Lo que esa expresión constata es que el conocimiento de la pareja –o de cualquier otro personaje clave en nuestras vidas no procedente del entorno familiar directo- tuvo que proceder de ese gesto elemental, pero clave, que fue salir a la calle y abandonarse a un tipo de sociabilidad cuya materia prima es un “verlas venir” permanentemente activado.



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