La foto es de George Pavlopoulos |
Apartado de Naturalismo y realismo en etnografía urbana. Cuestiones metodológicas para una antropología de las calles, publicado en la Revista Colombiana de Antropología, 4 (2004).
Un inmenso libro que está escrito por fuera
Manuel Delgado
Reclamar una actitud naturalista en el etnógrafo de espacios públicos implica, en primera instancia, reclamar la actualidad de axioma de toda perspectiva científica: el mundo existe, está ahí, y los humanos podemos conocer algo de él si lo observamos con detenimiento. De esta reivindicación del examen sistemático y riguroso de los fenómenos se deriva una no menos convencida defensa del papel central que en cualquier intento por conocer debe tener la descripción. La descripción es, en efecto, el soporte material, la infraestructura documental de la que dependen tanto la comunicación como la discusión y el control de lo averiguado. Ahora bien, además de suponer una defensa radical de la condición empírica de toda investigación antropológica, la vindicación del modelo naturalista para el trabajo de campo etnográfico implica reconocer un ascendente formal –y en cierto modo también moral– de ciertas perspectivas estéticas. La primera se correspondería con aquella tendencia artístico-literaria que, a mediados del siglo diecinueve y bajo el nombre de naturalismo, concretó la reacción antirromántica y antiespiritualista, pero también contraria al optimismo ilustrado.
Como se sabe, el naturalismo, como forma o estilo de crear opuesta a toda artificiosidad, ensayó una aproximación a la realidad social que se inspiraba en las primeras formulaciones del positivismo científico. El naturalismo científico y el naturalismo artístico-literario tienen en común, en efecto, una fijación por la exterioridad, es decir por la comprensión de que el mundo es –como había sospechado Galileo– un inmenso libro que está escrito por fuera. A todas las formas de naturalismo les impulsa idéntica ansia por salir, arrastradas por la certeza de que lo que importa, una cierta verdad, está, parafraseando el lema de un célebre serie televisiva, ahí fuera. Por tanto, la consecuencia no podía ser más que la de huir de toda introspección para dejarse atraer por lo que aparece expuesto a los sentidos. Y eso sería válido para el naturalismo científico, pictórico, novelístico, pero también para las corrientes éticas, políticas y sociales que le acompañaron en su nacimiento en todos esos campos a mediados del siglo diecinueve, igualmente determinadas por el mismo impulso hacia el mundo sensible para asirlo en sus condiciones reales, como primer paso para su transformación. Arnold Hauser supo captar bien ese amor naturalista por la intemperie cuando, refiriéndose a la pintura de Courbet, Millet y Daumier, dice de ella que parece querer decir: “¡Fuera, al aire libre; fuera, a la luz de la verdad!”.
El programa naturalista tenía, en literatura, como objetivo decirlo todo, hacer de sus ejecutores, en palabras de Émile Zola, “obreros de la verdad, anatomistas, analistas, investigadores de la vida, compiladores de documentos humanos” (Zola, 1988: 138), gentes que, animadas por un obsesivo sentido de lo real, “describen mucho, no por el placer de describir, como se les reprocha, sino porque el hecho de circunstanciar y completar al personaje por medio de su ambiente” (ibídem: 140), porque entienden que la descripción es, ante todo, “el estado del medio que determina y completa al hombre” (ibídem: 201). Propuesta para un “estudio de los seres y de las cosas por medio de la observación y del análisis, al margen de toda idea preconcebida de lo abstracto” (ibídem: 98). Existe, además, una intencionalidad de denuncia de lo inaceptable del presente social, que hace inseparable el naturalismo decimonónico de las grandes luchas sociales de su época, algo que interesa recordar aquí tanto como aquella voluntad por colocar en todo momento lo mirado muy por encima –en cuanto a interés e importancia– de quien mira.
Esa preocupación por captar lo concreto, lo irrepetible, lo especifico, aparece plasmada en las cartas a su hermano Theo de Vincent van Gogh, cuando, sin dejar de pensar en el modelo que le presta Millet, le participa la certeza de que si los grandes maestros no pintaron seres humanos trabajando no fue porque menospreciasen ese aspecto de la realidad, sino porque no supieron cómo hacerlo, de igual forma que es posible sospechar que si las ciencias sociales no se han acercado apenas a los aspectos más informales y aparentemente secundarios de la vida social –la polvareda que levantan las relaciones humanas–, no es porque los despreciasen, sino porque no han encontrado las herramientas de registro y descripción adecuadas. En cualquier caso, la gran obsesión del etnógrafo de los espacios urbanos sobre el terreno se parecería a aquella que no se apartaba en ningún momento del espíritu del pintor, y no era otra que la de “expresar al aldeano en su acción”.
Guy de Maupassant especificó, en su prólogo para Pedro y Juan, las claves del método naturalista en literatura. Frente al psicologismo, el naturalismo, en lugar de explicar extensamente el estado de espíritu de un personaje..., busca la acción o el gesto que ese estado de ánimo coloca a ese hombre en una situación determinada. Y hacen que se comporte de tal modo, desde el principio al final del libro, que todos sus actos, todos su movimientos, sean el reflejo de su naturaleza íntima, de todos sus pensamientos, de todos sus deseos, de todos sus titubeos.
Resulta interesante ver en qué forma el naturalismo literario ha tenido una continuidad en obras y autores que aparentemente rompieron con la tradición. Joyce, Proust y Musil, escritores tan asociados al surgimiento de las vanguardías del siglo veinte, no sólo no negaron la obsesión descriptiva del naturalismo sino que exacerbaron su intención central de agotar todo lo que se sometiera al imperio de los sentidos, siendo la nueva naturaleza por inventariar con el máximo escrúpulo y detalle la vida urbana, los objetos cotidianos de apariencia más irrelevante o incluso la propia subjetividad.