diumenge, 14 de juny del 2020

Sobre la invención y descrédito calvinistas del afuera



La foto procede de http://iglesiareforma.org/

Extraído de Luces iconoclastas. Anticlericalismo, espacio y ritual en la España contemporánea, Ariel, Barcelona, 1992.

Sobre la invención y descrédito calvinistas del afuera 
Manuel Delgado 

La secularización es subjetivización, en la medida que implica la renuncia de lo sagrado a encontrar otro espacio en que manifestarse que los territorios que la psicología reclamará como su jurisdicción: la vivencia emocional e íntima de lo sobrenatural. A su vez, la subjevitización es el requisito más innegociable de la politización. La supresión de los lugares y las conductas sacramentalizadoras, que hacían incontestablemente reales la comunidad, sus límites y sus leyes, era fundamental para transitar del la vieja congregación de las consciencias a la moderna congregación de las emociones y las experiencias, un vínculo éste último que no vulneraba el principio cristiano reformado, adoptado por la moral política secular, de la autonomia de las consciencias en la fe y la gracia. 

El individuo quedaba liberado así de las cadenas que el ritual le imponía, quedando a merced de la elección de su propio camino moral y a la espera de merecer esa luz interior con que el Espíritu Santo alumbra el corazón de los elegidos. Marx entendió muy bien ese paso dado por la Reforma en su crítica de la filosofía del derecho de Hegel: «Lutero [...] venció a la servidumbre por la devoción, porque la sustituyó por la servidumbre en la convicción. Quebró la fe en la autoridad porque restableció la autoridad de la fe [...]. Liberó al hombre de la religiosidad externa porque hizo de la religiosidad el hombre interior [...]. Emancipó de las cadenas al cuerpo porque cargó de cadenas el corazón».

Tenemos ahí los cimientos de la imagen calvinista del ciudadano cristiano, materia prima del pensamiento político moderno. La desactivación de la eficacia simbólica permitía el proyecto de disolución de aquel reino espiritual de Cristo que espacial y temporalmente se encarnaba en las figuras intercambiables de la comunidad social y de la comunidad de los fieles. Es más, que hacía de la comunidad social la expresión visible, transubstanciada, de la presencia de Cristo en la tierra, a la que los individuos psicofísicos debían plegarse sumisamente, negando incluso una inmanencia subjetiva de la que el despotismo de la costumbre impedía la emancipación. La iconoclastia de los reformadores dirigía toda su energía destructora contra el principio sacramental que la práctica religiosa ordinaria había extendido a la totalidad de los objetos, lugares y funcionarios sagrados. Esas cosas, esos sitios y esas personas veían arrebatada su capacidad salvífica y se veían limitados, en el mejor de los casos, a ser reconocidos como signos visibles de una fe trascendente que, puesto que sólo puede ser interior, ellos estaban contribuyendo a profanar. Ese Reino de Cristo ya no se reconocería más en la comunidad, considerada como un todo objetivado, sino sólo en la privacidad del corazón humano sólo ante Dios. La congregación de los creyentes pasaba de ser la presencia física sacramental de Cristo, para devenir una mera reunión de sujetos solitarios que buscaban consuelo ante la intangibilidad absoluta de la divinidad. 

La politización se asienta en la proyección a nivel del gobierno de las cosas humanas del mismo principio que había urgido una modificación radical en las relaciones con lo sagrado, a partir de la reforma protestante, esa misma modificación que se planteó como prioritaria la supresión del poder de los sacramentos. Se denunciaba la presunción de que los rituales podían trascender de la condición de actos de admisión y conmemoración que la Reforma les había aceptado, para alcanzar una eficacia instrumental en la constitución y la institución de lo real. La radical división cartesiana y protestante entre los ámbitos de lo externo-mundo y lo interno-espíritu, la misma que había servido para descalificar la pretensión católico-popular de que el principio de la transubstanciación eucarística era ampliable al conjunto de cultos materiales, serviría para dividir tajantemente los planos de la invisible comunidad de los santos y la visible corporeidad del Estado, entre el Reino espiritual y el Reino Civil o Político. Nos hallamos, así pues, en el fundamento teológico del núcleo duro de la laicidad: la división entre Iglesia y Estado, que oculta la radicalización absoluta del corte sociedad civil-poder político. 

Toda la teología reformista no hace más que insistir en una división: la que establece el enfrentamiento dialécti­co entre el «interior» y el «exterior». Lo «exterior» es lo corporal, lo social, lo visible, la naturaleza, y todo ello se expresa naturalmente en las declinaciones del rito. Lo «interior» es lo espiritual, lo subjetivo, lo inefable, la fe, la esencia, todo lo que sólo puede existir bajo la fisca­lización de la soledad del individuo y la moral introyectada en lo más inconmovible de su ser. De un lado, el ordenamiento de la fe espiritual, del otro la corrupción de la materiali­dad corporal. Es la negación de la sensibilidad por la sen­timentalidad, la religión del corazón. 

El rechazo de la palpabi­lidad forma parte sobre todo de la herencia intelectual de Calvino en su Institutuon de la Religion Chrétienne. Livre Troisième, Librairie Philosophique J. Vrin, París, 1960, p. 505. : «Hay un doble régimen en el hombre. El uno es espi­ritual, por el cual la concien­cia es instruida y enseñada en las cosas de Dios (...) El otro es político o civil, por el cual el hombre es enseñado en los oficios de humanidad y ci­vilidad. Juris­dicción espi­ritual y temporal... La primera tiene su a­siento en el alma interior; la segunda sólo se for­ma o ins­truye en los moeurs, costumbres exteriores». 

Los usos sagrados del espacio y del tiempo eran, por ello, un asunto de vital importancia en ese drama civilizatorio del que el anticlericalismo contemporáneo no dejaba de ser un episodio más. La desacralización del espacio debía conducirse no sólo como una secularización, sino también como una desacramentalización: lo santo no podía reconocer una dimensión espacial ni temporal para ejercer su eficiencia, tal y como los rituales y enclaves católicos pretendían. Lo inefable no tiene, no puede tener un lugar o un momento en el plano mundano, a no ser por la vía de lo alegórico-representacional. Por definición el espacio y el tiempo pertenecían, en el dualismo cartesiano y en la teología protestante, al campo categorial de lo exterior, asociado al cuerpo, a la materia, es decir a aquellas vías por las que lo único sobrehumano que podría manifestarse serían potencias malignas. El interior –el corazón, la casa– es el lugar de la norma, de la regla, de lo cálido, de lo alto, de lo moral y de la verdad . El exterior –el cuerpo, la calle– lo es de lo desregulado, lo desordenado, lo bajo, lo negativo, lo hostil, lo pulsional, lo frío, lo inmoral y la mentira. El interior es el lugar de esa nueva forma de fiscalización que se presenta en tanto que autocontrol. En el exterior en cambio la vigilancia siempre es complicada. Afuera ni los restos de la comunidad social ni los nuevos poderes de la centralidad política tienen nunca asegurada la obediencia. En cuanto al sujeto, la vulnerabilidad de lo verdadero, la necesidad de mantenerlo preservado de un mundo extrínseco por definición maligno, hace improbable que el proyecto personal se pueda confundir con un desplazamiento en los nuevos espacios hipercomplejos de la modernidad urbana. Debe buscarse siempre en el sagrario personal. 

El Maestro Eckehart, precursor de la Reforma en su doctrina de la justificación por la sola fe, lo planteaba con claridad: «Nada estorba tanto al alma a la hora de conocer a Dios como el tiempo o el espacio». O: «Si el alma quiere percibir a Dios, ha de estar por encima del tiempo y del espacio». Por su parte, tampoco la comunidad espiritual puede materializarse, puesto que la Iglesia es invisible e inefable y los creyentes deben aceptar que el mundo objetivo y sensible es un dominio sometido a la constante amenaza del pecado, el desorden y las pasiones, amenaza que sólo la obediencia al Estado civil puede mantener a raya. El poder de Dios ya no sería más un poder geográfico, como tampoco sería un poder cronológico. Actúa en y sobre el espacio y el tiempo, pero no está, no puede estar ni en el espacio ni en el tiempo


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