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LA RELIGIÓN COMO ÁMBITO DE LOS DETRITOS CLASIFICATORIOS EN ANTROPOLOGÍA
Manuel Delgado
El epígrafe antropología religiosa, de las religiones o de la religión sirve para designar una subdisciplina de contenidos más problemáticos de la cuenta. A las condiciones dificilmente contorneables del objeto que aspiraba a conocer, la antropología religiosa está por lo general sometida a unas connotaciones extracientíficas que otros dominios también discutibles ‑lo económico, lo político, el parentesco‑ no han tenido que padecer. Por si fuera poco, la antropología de la religión no sólo reclama autoridad científica sobre un campo ya de por sí comprometido, como es el de la religión, sinó que, por si fuera poco, pretende evaluar otros que sobreentienden afines, como son la magia, el simbolismo, la mitologia, etc. Además, en cuanto se insta un desdibujamiento que subsuma la presunta condición especial de lo religioso en otras esferas ‑ideologia, cosmovisión, imaginario, mentalidad, sistema de representación, etc.‑, el territorio a cultivar abarca entonces, de manera ya del todo impracticable, la casi totalidad de producciones ideacionales y sentimentales que ha estado en condiciones de producir el ser humano.
En principio, sería adecuado establecer que la antropologia de la religión estudia instituciones, procesos, estructuras o funciones a las que un cierto criterio permite hallar en tanto que parcela exenta de la cultura, segregable para su disección analítica del resto de las que se supone conformando la vida de las sociedades. De hecho, tal espacio declarado franco es aquel en el que el resto de grandes bloques temáticos tradicionales en antropología ‑parentesco, economia, política‑ desisten de penetrar, hasta tal punto pertenece aquello que la habita al capítulo de lo puramente ideal o emotivo. Así, resultan separados para su interpretación todos aquellos aspectos de la cultura que no resulten homologables en tanto que tecnológicos o instrumentales y que, por esta causa, merecen ser exiliados a los territorios de lo simbólico, una vez rescatados de los abismos de la estolidez humana a los que la racionalidad vulgar los habia condenado.
La antropología religiosa tiende, por tanto, a devenir por ese sesgo una antropología de lo inefable, es decir, una antropologia de todas aquellas figuras que han representado, en el proceso de etiquetado y marcaje de las jurisdicciones científicas, lo que podriamos llamar la "parte opaca" de los aspectos sensibles de la realidad, y siempre a partir de una ausencia o de un exceso: lo irracional o pre‑racional, lo extra‑ordinario, lo irreal, lo ilógico, pre‑lógico, lo no‑científico, lo sobre‑natural, lo extra-normal, lo meta‑físico, lo extra‑empírico, etc. O bién a partir de un tajante divorcio de lo real en dos esferas antagónicas, habitadas por cosas patentes unas, por intangibles las otras: lo instrumental y lo expresivo, lo material y lo ideal, lo empírico y lo simbólico, lo profano y lo sagrado, lo ordinario y lo trascendente. Expulsados a un país de espejismos y desmesuras, lo religioso y sus parientes, lo mágico y lo mítico, no han podido merecer con frecuencia otra cosa que explicaciones inevitablemente parecidas a los vaporosos perfiles que se les atribuía.
En cambio, si se aceptase la religión en tanto que sistemas conceptuales, simbólicos o de representación solo especial a causa de la vehemencia de sus argumentos y operaciones, manteniendo a raya las amenazas de esencialización que la asedían, muchos de los malentendidos a que han estado sometidos se disolverían. El misticismo devendría entonces solo una "puesta en valor" de conductas, objetos, lugares, personas, ideas o instáncias a los que un estatuto especial ha convertido en poderosamente elocuentes. Entendida como una forma particularmente expeditiva y elaborada de hacer y de decir, destinada a justificar la organización del mundo y el sentido de la experiencia, la religión y la magia clarifican su lugar en la distribución por conceptos de aquello real de una manera no por fuerza oscura. Por otra parte, su caracterización también en tanto que tecnologias de categorización y conocimiento cancelaría, a buen seguro, la artificial distancia que las separaba de las otras variables de lo real que se habían catalogado como "materiales", al tiempo que estas veían reconocida su propia dimensión invisible.
Este último postulado es el que permitiría formular una clasificación en el conjunto de teorías que han aspirado a conocer el sentido de los ritos, las creencias y los mitos. De una lado pueden situarse quiénes han insistido en imaginar un objeto de conocimiento que formaba parte de la propia condición humana ‑el homo religiosus‑ y que tenía siempre un lugar vacante entre las instituciones culturales de todas las sociedades y de todas las épocas. Del otro, quiénes, de acuerdo con el supuesto anterior, han renunciado a toda definición positiva de religión y de magia y ha tratado los contenidos tradicionales de estos ámbitos sin ninguna concesión al tipo de trascendentalizaciones con los que se daba por sentado que las ideas o actitudes místicas merecian ser distinguidas de todas las demás. Haremos un repaso por estas perspectivas, adoptando como punto de partida aquel momento en que se reacciona contra la simplificación reformista del evolucionismo social ingenuo y en el que las manifestaciones religiosas concretas son tomadas seriamente, sin verse afectadas ni por posturas intervencionistas, ni por juicios peyorativizantes.
Una cierta línea de pensamiento en antropología hace ya mucho que dimitió de todo tratamiento sustantivizador de una dimensión de lo social que ya toda clase de trascendentalismos había conseguido colonizar. Otras escuelas, en cambio, dieron por bueno el juego de las esencias y se entregaron al estudio de aquel lado opaco del ser humano que se pensaba institucionalmente o psicológicamente configurándose siempre y en todas partes. Las servidumbres metafísicas y teológicas de nociones tales como cosmovisión, estado de consciencia, experiéncia religiosa, etc., asumidas acríticamente como centrales, hicieron el resto. De manera inevitable, una antropología religiosa así nada podía hacer por evitar la anexión del campo mágico y religioso al gran imperio de los conceptos confusos.
Disciplina que fue en principio de las ideas idiotas, esa antropología religiosa que daba por buena la ilusión mística, y se empeñaba además en hablar de ella en términos no menos místicos, nada hizo por rescatar de la oscuridad extensas parcelas de la actividad humana. Dándole sin parar vueltas a la la religión y la mágia como entidades segregables del dominio general de los sistemas de representación y pensamiento o del medio ambiente ideológico general, no han hecho mas que continuar manteniendo los contenidos de la falsa demarcación que creaban en el exilio de aquello puramente ideacional, y a la que podían enviarse las más indigeribles producciones de la alteridad cultural. En todas estas décadas, la antropología religiosa no ha hecho sinó alimentar una superchería más grande incluso que las que en otro tiempo se imaginaran componiendo su objeto: la de que la religión es una substancia intercultural y ahistorica. La custodia de la dimensión misteriosa de la cultura frente a los peligros de lo contingente ha sido posible conservándola protegida por toda clase de vaguedades periódicamente renovadas, eventualmente disfrazadas de rigor, y que no hacían otra cosa que remitir una vez y otra a la zona pantanosa e inaccesible de las emociones. De esta manera, los estudiosos que habían continuado cultivando los supuestos emocionalistas y soteriológicos del "hecho religioso" habían acabado por engendrar una auténtica paraciencia social, entregada al conocimiento de materiales puramente ectoplasmáticos.
Pero, ¿qué puede explicar que la antropología, en tanto que disciplina académica que se presume más o menos científica, haya tolerado la presencia en sus filas de unos especialistas consagrados al estudio de fantasmas, aparecidos, milagros, poseidos y místicos, asuntos por lo demás tan dignos de ser estudiados en serio como cualquier otro objeto de la vida social? La respuesta acaso sea la siguiente. En realidad, la presencia académica de estos asuntos en un subámbito disciplinar ha servido para que la antropología más positiva, más segura de la solidez de sus objetos, pudiera contar siempre a mano con un reservorio, algo así, si se nos permite la comparación, como un cuarto trastero, en el que encerrar su propia sombra, la "hermana loca" de la finca epistemológica que había logrado levantar. He aquí la justificación última de una subdisciplina conocida como antropología de la religión: la de devenir un auténtico pozo ciego al que una autoproclamada antropología de lo claro y lo diurno pueda vaciar sus propios detritus clasificatorios.