dijous, 23 d’abril del 2020

La fecundidad de los pobres


Artículo publicado en El libro del año 1994  (Salvat, 1995) y hace referencia a la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo que tuvo lugar en El Cairo ese año.

LA FECUNDIDAD DE LOS POBRES     
Manuel Delgado

Los argumentos cuantitativos de la llamada "explosión demográfica" parecen dignos de la alarma que despiertan. El Fondo de las Naciones Unidas para la Población (FNUAP) daba cuenta en su último informe que en el año 2050 la población humana, actualmente de en torno a 5.500 millones de habitantes, se acercará a los 10.000 millones, de los que un 95% habrá visto la luz en ese Tercer Mundo en que ya viven las tres cuartas partes de la humanidad. La tasa de crecimiento es del 3% anual en África y del 2% en Latinoamérica, frente al 0,2% de Europa y el 0,3% de los Estados Unidos. En Egipto nace una criatura cada 25 segundos. En la India 50 por minuto. La población que se hacina en pésimas condiciones en megalópolis como México, Sao Paulo, Calcuta o Bogotá, pasará de los 1.384 millones actuales a 4.050 en el 2025. Se constata asimismo que pronto el crecimiento de la producción mundial de alimentos se situará por debajo del de la población. En el año 2000 los expertos aseguran que no se podrá conseguir la nutrición de 532 millones de habitantes de 36 países. El desastre ecológico asociado al aumento poblacional ‑deforestación, desertización, aumento de las temperaturas medias‑ no hará sino agudizar todavía más la tragedia

Como se ve, los términos de la cuestión se plantean a la manera de un calco de aquéllos que le sirvieran a Thomas R. Malthus para elaborar su teoría sobre la amenaza demográfica de los humildes a finales del siglo XVIII, dando por sentado que la pobreza no es una consecuencia de ciertas condiciones sociales sino el producto natural de la presión de la población sobre los recursos. Para acordar medidas de rango mundial con que evitar el cataclismo que el crecimiento demográfico desbocado parecía estar a punto de desencadenar se dieron cita en El Cairo, a lo largo de la primera quincena de septiembre, 5.000 delegados de más de 180 gobiernos. La reunión pronto se convirtió en el último de los marcos del enfrentamiento que opone entre sí ya no sólo a países ricos y países pobres, sino, ante todo, a las tres grandes doctrinas universalistas en secular competencia por imponer sus respectivos modelos de modernización, ésto es de homogeneización, al precio de limitar a su favor la diversidad cultural del planeta. En efecto, el islamismo, el cristianismo católico y el humanismo racionalista fueron a la capital de Egipto a procurar avances en su proyecto de dominio mundial, y lo hicieron amoldándose a ese territorio de controversia que es el de la llamada "bomba poblacional" como fuente de los más negros presagios para el futuro de la Tierra.

Las cuestiones más polémicas fueron las relativas a la educación sexual, el reconocimiento de las parejas no casadas, la emancipación de la mujer, el uso de métodos anticoncepti­vos y la interrupción voluntaria del embarazo. Tanto para algunos países islámicos como para el Vaticano no resultaba aceptable que en las propuestas relativas a "los derechos reproductivos de las parejas y los individuos" no se aludiera de manera explícita a la institución del matrimonio, en tanto ello venía a legitimar tanto las uniones extramatrimo­niales como las parejas homosexuales. El estímulo del uso generalizado de anticonceptivos podía ser interpretado, asimismo, como un acicate para la permisividad sexual. El aborto constituyó otro de los asuntos problematizados, aunque la actitud vaticana "en defensa de la vida" resultará ser una involuntaria apología de la muerte, no sólo por las 200.000 mujeres que fallecen al año en el mundo por causa de las precarias condiciones en que han de abortar, sino porque la renuncia a interrumpir la concepción supone para millones de niños del Tercer Mundo una condena cierta al infanticidio indirecto, víctimas seguras que serán del hambre o las epidemias. En la declaración final, la Iglesia católica tuvo que conformarse con algunos retoques en el apartado consagrado a garantizar que las mujeres que abortasen pudieran hacerlo en las mejores condiciones sanitarias posibles.

Frente a esas críticas en clave religiosa de ciertas formas de control demográfico, los ideólogos de la perspectiva defendida por los países ricos intentaron mostrar las discusiones como expresión de la resistencia del irracionalismo de musulmanes y católicos, unidos en santa alianza contra el Progreso, al advenimiento de una felicidad que sólo el desarrollo tecnocrático y el individualismo competitivo podían asegurarle al género humano.

La educación de las mujeres.

En esa dirección de representar los debates de El Cairo como una maníquea pugna entre la luz de la Razón y las tinieblas oscurantistas, la Conferencia fue descrita como un ámbito al que las mujeres del mundo acudían a clamar por su liberación. Las intervenciones de la primera ministra noruega, Gro Harlem Brundtland, de la embajadora honorífica de la ONU, la actriz Jane Fonda, o de la propia presidenta del FNUAP, la paquinastí Nafis Sadik, en favor de la despenalización del aborto, la educación sexual y la igualdad de la mujer permitieron ofrecer la imagen de la reunión como un foro para las vindicaciones feministas en materia de planificación familiar, por mucho que fueran también damas ‑la primera ministra de Pakistán Benazir Butho o la egipcia Fakhreya Khassen‑ las encargadas de condenar el aborto y exaltar el concepto islámico de familia. En un momento en que es status del género femenino es uno de los signos que permite homologar una sociedad humana como civilizada, el asunto de la liberación femenina se prestaba, en cualquier caso, a ser usado con fines de simplificación de los términos del debate y para ocultar los verdaderos elementos en juego en la Conferencia. No fue casual, en ese sentido, que los países ricos, por boca del vicepresidente nortemericano Al Gore y del ministro alemán del Interior, Manfred Kanther, asumieran como la prioridad principal la de garantizarle a la mujer una adecuada educación, lo que implicaba una inflexión con respecto a las dos anteriores Conferencias sobre Población ‑Bucarest en 1974 y México en 1984‑, donde los temas fundamentales fueron la pobreza y la escasez de recursos.

La insistencia en colocar el asunto de la situación de la mujer en algunos países como el eje central de la Conferencia permitió, en cualquier caso, que quedarán en un segundo plano otras evidencias, como que el 20% más pobre de la población del planeta sólo dispone de un 4% de la riqueza mundial, mientras que el 20% más rico poseía el 58%. En las discusiones de El Cairo y en su reflejo periodístico apenas nadie recordó que la sostenibilidad de una población no depende de su número sino del consumo individual que registre, lo que seguramente habría traído a colación que aquel 20% de la humanidad correspondiente a los países más ricos dilapidaba el 80% de los recursos planetarios, de forma y manera que un estadounidense consume igual que, por ejemplo, 900 nepalíes, al tiempo que los 55 barriles de petróleo que aquél consume al año contrastan con los tres que corresponderían a un habitante de Bangladesh. La hambruna hace estragos en amplias zonas del mundo como consecuencia, muchas veces, de economías sin diversificar y orientadas a la exportación de monocultivos, en países endeudados por los empréstitos que las potencias occidentales les hacen para poder pagar los productos manufacturados que ellas mismas les venden. Mientras eso ocurre, los europeos combaten sus excedentes destruyendo productos agropecuarios en masa y dejando sin cultivar grandes superficies de terreno.

De una forma paradójica, la postura del Vaticano y de los países islámicos, recurrentemente tildada de fundamentalista desde las posiciones laícas, podía ser interpretada como una pálida reedición de la defensa que el Movimiento de Países No Alineados había hecho, en las Conferencias anteriores, de que la población era el único recurso con que contaban los países pobres ante a la depredación de las potencias económicas y de que el desarrollo era el verdadero anticonceptivo a recetar. Ya entonces se defendió que la explosión demográfica era un falso mito, que de hecho la tasa de crecimiento de la población había disminuido constantemente desde 1959 y que si crecía en términos absolutos ello no era la causa sino la consecuencia de la miseria, ya que lo único que pueden tener las unidades domésticas pobres es precisamente hijos varones que poner a trabajar e hijas que intercambiar con otras familias. En efecto, las familias del Tercer Mundo tenían más hijos en la medida que una mayor reproductividad era su mejor defensa a corto plazo frente al empobrecimiento, por mucho que las consecuencias a largo plazo pudieran ser fatales.

Es así que la denuncia por parte de la Santa Sede de la recomendación a los gobiernos, contenida en los primeros borradores, de "privar a los padres y a las familias de ser informados de los abortos practicados a los adolescentes", podía interpretarse como derivada del rigorismo moral católico, pero también como acusación de que los países ricos estaban intentando imponerle a los del Tercer Mundo prácticas de regulación de la natalidad que nunca hubieran tenido el atrevimiento de proponer a sus propios ciudadanos. Este tipo de iniciativas recordaba ciertamente aquella fase de la política de control demográfico monitorizada en los años 60 desde las grandes potencias económicas, en la que un número incalculable de mujeres ‑se aprecia que siete millones sólo en Brásil, por ejemplo‑ fueron esterilizadas sin su consentimien­to. Por otra parte, los llamamientos a elevar los niveles formativos de la población femenina aparecían como pura demagogia a la luz de los recortes en los gastos en servicios sociales que la política del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional están imponiéndole a los países no desarrollados.

Hacia una retención en origen.

La preocupación de los países ricos por atajar el crecimiento demográfico del Tercer Mundo contrastaba, además, con las políticas pronatalistas que se aplicaban a sí mismos. Mientras que en bastantes países industrializados las familias dispuestas a tener más de dos hijos obtienen premios, exenciones fiscales y otros incentivos, en algunas naciones pobres las mujeres ya están siendo sancionadas por superar ciertos límites de fecundidad. Como en el propio Egipto, donde la mujer que trabaja se ve privada de las prestaciones por maternidad a partir de su tercer hijo. Algo que vendría a darle la razón a quienes sospechan que el problema para el que se intentaba encontrar soluciones en El Cairo era, en realidad, el de la amenaza del flujo de emigración hacia los países más desarrollados que el crecimiento demográfico supondría con certeza. Se estima que los paises occidentales asumen dos millones de inmigrantes anuales procedentes de los paises más pobres y que 60 millones de habitantes del Sur económico se encuentran dispuestos a trasladarse en busca de trabajo a Estados Unidos o Europa occidental. A su vez, los trabajadores emigrados envían a sus países de origen alrededor de 66.000 millones de dólares al año, lo que supone 20 veces más que las ayudas internacionales para el desarrollo. Es así que la noción de control poblacional auspiciada desde el Primer Mundo podría entenderse como una suerte de política de "retención en origen" de tales flujos migratorios. Cabe señalar que uno de los asuntos polémicos en la Conferencia de El Cairo fue la negativa irreductible de Estados Unidos y de los países de la Unión Europea a reconocer el derecho a la reunificación de las familias emigrantes, con lo que se vulneraba la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989, uno de cuyos apartados reconocía a los hijos el derecho a vivir con sus padres.

El documento en que se recogieron los acuerdos de la Conferencia se hizo eco de la necesidad de estabilizar el crecimiento demográfico, facilitando el acceso a métodos de planificación familiar a quienes lo requirieran y promocionando la autonomía y la igualdad de la mujer. No prosperaron los intentos de brindar una definición de familia ni ninguno de los puntos relativos a los derechos sexuales de los adolescentes, al tiempo que se concedía primacía a los principios éticos, culturales y religiosos tradicionales por encima de los de orden universal, lo que fue interpretado como un revés para las intenciones de los países desarrollados de imponer sus criterios. Este último aspecto del Plan de Acción aprobado en la Conferencia no podrá ser otra cosa que una mera concesión retórica sin contenido real. Una reactivación de lo que fueron los mecanismos autóctonos mediante los que las sociedades no industrializadas obtenían su optimización demográfica es ya inviable. Su existencia pasada demostraba que, en contra de lo que tantas veces parecía sugerirse, los grupos humanos extraoccidentales nunca han ignorado cómo evitar la concepción ni han vivido abandonados a una experiencia no regulada e ignorante del sexo y la fertilidad. Pero los dispositivos que les permitieron a aquellas sociedades racionalizar sus dimensiones eran practicables sólo en unas coordenadas económicas y ecológicas que el proceso de desestructura­ción a que el contacto con Occidente les ha sometido hace ya irrepetibles. Por lo demás, la alternativa que las autoridades mundiales consideran deseable, ésto es la de que las familias del Tercer Mundo acepten autorrestrin­gir su crecimiento, continuará siendo una quimera en tanto no desaparezcan o se alivien aquellas mismas condiciones de depauperación para las que el aumento de las proles constituía la única estrategia de adaptación a su alcance.

[La fotografía es de Chloe Jackson y está tomada de aungelique.tumblr.com]

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