Artículo publicado
en El libro del año 1994 (Salvat, 1995) y hace
referencia a la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo
que tuvo lugar en El Cairo ese
año.
LA FECUNDIDAD DE LOS
POBRES
Manuel Delgado
Los argumentos
cuantitativos de la llamada "explosión demográfica" parecen dignos de
la alarma que despiertan. El Fondo de las Naciones Unidas para la Población
(FNUAP) daba cuenta en su último informe que en el año 2050 la población
humana, actualmente de en torno a 5.500 millones de habitantes, se acercará a
los 10.000 millones, de los que un 95% habrá visto la luz en ese Tercer Mundo
en que ya viven las tres cuartas partes de la humanidad. La tasa de crecimiento
es del 3% anual en África y del 2% en Latinoamérica, frente al 0,2% de Europa y
el 0,3% de los Estados Unidos. En Egipto nace una criatura cada 25 segundos. En
la India 50 por minuto. La población que se hacina en pésimas condiciones en
megalópolis como México, Sao Paulo, Calcuta o Bogotá, pasará de los 1.384
millones actuales a 4.050 en el 2025. Se constata asimismo que pronto el
crecimiento de la producción mundial de alimentos se situará por debajo del de
la población. En el año 2000 los expertos aseguran que no se podrá conseguir la
nutrición de 532 millones de habitantes de 36 países. El desastre ecológico
asociado al aumento poblacional ‑deforestación, desertización, aumento de las
temperaturas medias‑ no hará sino agudizar todavía más la tragedia
Como se ve, los
términos de la cuestión se plantean a la manera de un calco de aquéllos que le
sirvieran a Thomas R. Malthus para elaborar su teoría sobre la amenaza
demográfica de los humildes a finales del siglo XVIII, dando por sentado que la
pobreza no es una consecuencia de ciertas condiciones sociales sino el producto
natural de la presión de la población sobre los recursos. Para acordar medidas
de rango mundial con que evitar el cataclismo que el crecimiento demográfico
desbocado parecía estar a punto de desencadenar se dieron cita en El Cairo, a
lo largo de la primera quincena de septiembre, 5.000 delegados de más de 180
gobiernos. La reunión pronto se convirtió en el último de los marcos del
enfrentamiento que opone entre sí ya no sólo a países ricos y países pobres,
sino, ante todo, a las tres grandes doctrinas universalistas en secular
competencia por imponer sus respectivos modelos de modernización, ésto es de
homogeneización, al precio de limitar a su favor la diversidad cultural del planeta.
En efecto, el islamismo, el cristianismo católico y el humanismo racionalista
fueron a la capital de Egipto a procurar avances en su proyecto de dominio
mundial, y lo hicieron amoldándose a ese territorio de controversia que es el
de la llamada "bomba poblacional" como fuente de los más negros
presagios para el futuro de la Tierra.
Las cuestiones más
polémicas fueron las relativas a la educación sexual, el reconocimiento de las
parejas no casadas, la emancipación de la mujer, el uso de métodos anticonceptivos
y la interrupción voluntaria del embarazo. Tanto para algunos países islámicos
como para el Vaticano no resultaba aceptable que en las propuestas relativas a
"los derechos reproductivos de las parejas y los individuos" no se
aludiera de manera explícita a la institución del matrimonio, en tanto ello
venía a legitimar tanto las uniones extramatrimoniales como las parejas
homosexuales. El estímulo del uso generalizado de anticonceptivos podía ser
interpretado, asimismo, como un acicate para la permisividad sexual. El aborto
constituyó otro de los asuntos problematizados, aunque la actitud vaticana
"en defensa de la vida" resultará ser una involuntaria apología de la
muerte, no sólo por las 200.000 mujeres que fallecen al año en el mundo por
causa de las precarias condiciones en que han de abortar, sino porque la
renuncia a interrumpir la concepción supone para millones de niños del Tercer
Mundo una condena cierta al infanticidio indirecto, víctimas seguras que serán
del hambre o las epidemias. En la declaración final, la Iglesia católica tuvo
que conformarse con algunos retoques en el apartado consagrado a garantizar que
las mujeres que abortasen pudieran hacerlo en las mejores condiciones
sanitarias posibles.
Frente a esas
críticas en clave religiosa de ciertas formas de control demográfico, los
ideólogos de la perspectiva defendida por los países ricos intentaron mostrar
las discusiones como expresión de la resistencia del irracionalismo de
musulmanes y católicos, unidos en santa alianza contra el Progreso, al
advenimiento de una felicidad que sólo el desarrollo tecnocrático y el
individualismo competitivo podían asegurarle al género humano.
La educación de las
mujeres.
En esa dirección de
representar los debates de El Cairo como una maníquea pugna entre la luz de la
Razón y las tinieblas oscurantistas, la Conferencia fue descrita como un ámbito
al que las mujeres del mundo acudían a clamar por su liberación. Las intervenciones
de la primera ministra noruega, Gro Harlem Brundtland, de la embajadora
honorífica de la ONU, la actriz Jane Fonda, o de la propia presidenta del
FNUAP, la paquinastí Nafis Sadik, en favor de la despenalización del aborto, la
educación sexual y la igualdad de la mujer permitieron ofrecer la imagen de la
reunión como un foro para las vindicaciones feministas en materia de
planificación familiar, por mucho que fueran también damas ‑la primera ministra
de Pakistán Benazir Butho o la egipcia Fakhreya Khassen‑ las encargadas de
condenar el aborto y exaltar el concepto islámico de familia. En un momento en
que es status del género femenino es uno de los signos que permite
homologar una sociedad humana como civilizada, el asunto de la liberación
femenina se prestaba, en cualquier caso, a ser usado con fines de
simplificación de los términos del debate y para ocultar los verdaderos
elementos en juego en la Conferencia. No fue casual, en ese sentido, que los
países ricos, por boca del vicepresidente nortemericano Al Gore y del ministro
alemán del Interior, Manfred Kanther, asumieran como la prioridad principal la
de garantizarle a la mujer una adecuada educación, lo que implicaba una
inflexión con respecto a las dos anteriores Conferencias sobre Población ‑Bucarest
en 1974 y México en 1984‑, donde los temas fundamentales fueron la pobreza y la
escasez de recursos.
La insistencia en
colocar el asunto de la situación de la mujer en algunos países como el eje
central de la Conferencia permitió, en cualquier caso, que quedarán en un
segundo plano otras evidencias, como que el 20% más pobre de la población del
planeta sólo dispone de un 4% de la riqueza mundial, mientras que el 20% más
rico poseía el 58%. En las discusiones de El Cairo y en su reflejo periodístico
apenas nadie recordó que la sostenibilidad de una población no depende de su
número sino del consumo individual que registre, lo que seguramente habría
traído a colación que aquel 20% de la humanidad correspondiente a los países
más ricos dilapidaba el 80% de los recursos planetarios, de forma y manera que
un estadounidense consume igual que, por ejemplo, 900 nepalíes, al tiempo que
los 55 barriles de petróleo que aquél consume al año contrastan con los tres
que corresponderían a un habitante de Bangladesh. La hambruna hace estragos en
amplias zonas del mundo como consecuencia, muchas veces, de economías sin
diversificar y orientadas a la exportación de monocultivos, en países
endeudados por los empréstitos que las potencias occidentales les hacen para
poder pagar los productos manufacturados que ellas mismas les venden. Mientras
eso ocurre, los europeos combaten sus excedentes destruyendo productos
agropecuarios en masa y dejando sin cultivar grandes superficies de terreno.
De una forma
paradójica, la postura del Vaticano y de los países islámicos, recurrentemente
tildada de fundamentalista desde las posiciones laícas, podía ser interpretada
como una pálida reedición de la defensa que el Movimiento de Países No
Alineados había hecho, en las Conferencias anteriores, de que la población era
el único recurso con que contaban los países pobres ante a la depredación de
las potencias económicas y de que el desarrollo era el verdadero anticonceptivo
a recetar. Ya entonces se defendió que la explosión demográfica era un falso
mito, que de hecho la tasa de crecimiento de la población había disminuido
constantemente desde 1959 y que si crecía en términos absolutos ello no era la
causa sino la consecuencia de la miseria, ya que lo único que pueden tener las
unidades domésticas pobres es precisamente hijos varones que poner a trabajar e
hijas que intercambiar con otras familias. En efecto, las familias del Tercer
Mundo tenían más hijos en la medida que una mayor reproductividad era su mejor
defensa a corto plazo frente al empobrecimiento, por mucho que las
consecuencias a largo plazo pudieran ser fatales.
Es así que la
denuncia por parte de la Santa Sede de la recomendación a los gobiernos,
contenida en los primeros borradores, de "privar a los padres y a las
familias de ser informados de los abortos practicados a los adolescentes",
podía interpretarse como derivada del rigorismo moral católico, pero también
como acusación de que los países ricos estaban intentando imponerle a los del
Tercer Mundo prácticas de regulación de la natalidad que nunca hubieran tenido
el atrevimiento de proponer a sus propios ciudadanos. Este tipo de iniciativas
recordaba ciertamente aquella fase de la política de control demográfico
monitorizada en los años 60 desde las grandes potencias económicas, en la que
un número incalculable de mujeres ‑se aprecia que siete millones sólo en
Brásil, por ejemplo‑ fueron esterilizadas sin su consentimiento. Por otra
parte, los llamamientos a elevar los niveles formativos de la población
femenina aparecían como pura demagogia a la luz de los recortes en los gastos
en servicios sociales que la política del Banco Mundial y del Fondo Monetario
Internacional están imponiéndole a los países no desarrollados.
Hacia una retención
en origen.
La preocupación de
los países ricos por atajar el crecimiento demográfico del Tercer Mundo
contrastaba, además, con las políticas pronatalistas que se aplicaban a sí
mismos. Mientras que en bastantes países industrializados las familias
dispuestas a tener más de dos hijos obtienen premios, exenciones fiscales y
otros incentivos, en algunas naciones pobres las mujeres ya están siendo
sancionadas por superar ciertos límites de fecundidad. Como en el propio
Egipto, donde la mujer que trabaja se ve privada de las prestaciones por
maternidad a partir de su tercer hijo. Algo que vendría a darle la razón a quienes
sospechan que el problema para el que se intentaba encontrar soluciones en El
Cairo era, en realidad, el de la amenaza del flujo de emigración hacia los
países más desarrollados que el crecimiento demográfico supondría con certeza.
Se estima que los paises occidentales asumen dos millones de inmigrantes
anuales procedentes de los paises más pobres y que 60 millones de habitantes
del Sur económico se encuentran dispuestos a trasladarse en busca de trabajo a
Estados Unidos o Europa occidental. A su vez, los trabajadores emigrados envían
a sus países de origen alrededor de 66.000 millones de dólares al año, lo que
supone 20 veces más que las ayudas internacionales para el desarrollo. Es así
que la noción de control poblacional auspiciada desde el Primer Mundo podría
entenderse como una suerte de política de "retención en origen" de
tales flujos migratorios. Cabe señalar que uno de los asuntos polémicos en la
Conferencia de El Cairo fue la negativa irreductible de Estados Unidos y de los
países de la Unión Europea a reconocer el derecho a la reunificación de las
familias emigrantes, con lo que se vulneraba la Convención sobre los Derechos
del Niño de 1989, uno de cuyos apartados reconocía a los hijos el derecho a
vivir con sus padres.
El documento en que
se recogieron los acuerdos de la Conferencia se hizo eco de la necesidad de
estabilizar el crecimiento demográfico, facilitando el acceso a métodos de
planificación familiar a quienes lo requirieran y promocionando la autonomía y
la igualdad de la mujer. No prosperaron los intentos de brindar una definición
de familia ni ninguno de los puntos relativos a los derechos sexuales de los
adolescentes, al tiempo que se concedía primacía a los principios éticos,
culturales y religiosos tradicionales por encima de los de orden universal, lo
que fue interpretado como un revés para las intenciones de los países desarrollados
de imponer sus criterios. Este último aspecto del Plan de Acción aprobado en la
Conferencia no podrá ser otra cosa que una mera concesión retórica sin
contenido real. Una reactivación de lo que fueron los mecanismos autóctonos
mediante los que las sociedades no industrializadas obtenían su optimización
demográfica es ya inviable. Su existencia pasada demostraba que, en contra de
lo que tantas veces parecía sugerirse, los grupos humanos extraoccidentales
nunca han ignorado cómo evitar la concepción ni han vivido abandonados a una
experiencia no regulada e ignorante del sexo y la fertilidad. Pero los
dispositivos que les permitieron a aquellas sociedades racionalizar sus
dimensiones eran practicables sólo en unas coordenadas económicas y ecológicas
que el proceso de desestructuración a que el contacto con Occidente les ha
sometido hace ya irrepetibles. Por lo demás, la alternativa que las autoridades
mundiales consideran deseable, ésto es la de que las familias del Tercer Mundo
acepten autorrestringir su crecimiento, continuará siendo una quimera en tanto
no desaparezcan o se alivien aquellas mismas condiciones de depauperación para
las que el aumento de las proles constituía la única estrategia de adaptación a
su alcance.
[La fotografía es de Chloe Jackson y está tomada de aungelique.tumblr.com]
[La fotografía es de Chloe Jackson y está tomada de aungelique.tumblr.com]