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Apartado final del artículo La mujer pública. ¿Tiene género el espacio público, Revista Nodo, 12(22), Bogotá, 2017, pp. 8-19
Disidencias espaciales e inaccesibilidad femenina
Martha Cecilia Cedeño y Manuel Delgado
Una primera aproximación al espacio público permite considerarlo, al menos en teoría, a partir de tres condiciones fundamentales a saber: como un ámbito de derechos y libertades -de acceso, circulación y uso-; como paisaje sensible dotado de unas características sonoras, visuales, táctiles y olfativas en donde es posible llevar la pulsión escópica a las últimas consecuencias; y como espacio de ceremonias cotidianas de urbanidad que rigen la cooperación en la copresencia (Cedeño Pérez, 2006). En esta dilucidación queda claro que la libertad de acceso supone una condición sine qua non para el disfrute de todas las comarcas abiertas urbanas (calles, plazas, parques). No obstante, como se ha sugerido en las páginas anteriores todavía hay barreras in-visibles que impiden el ingreso y la circulación de las féminas y otros individuos cuyas fachadas, sus características fenotípicas, sus formas de comportarse pueden parecer sospechosas o “fuera de lugar”.
En este sentido la proclamación del espacio público urbano como la esfera de la democracia y la ciudadanía no deja de ser una falacia constantemente desmentida por todas las asimetrías que conoce, una de las cuales la que afecta a las mujeres. Nos reencontramos aquí con un idealismo del espacio público del que una de las fuentes teóricas es precisamente Hannah Arendt, que, inspirándose en aquella ágora griega de la que hiciera el elogio, lo supone como región de y para la pluralidad de perspectivas, en el que la diferencia se da por descontada y es superada por los requerimientos constantemente renovados de la interacción. El espacio público es idéntico, entonces, a la esfera pública, ese constructo del lenguaje político para el que cada ser humano se ve reconocido como tal en relación y como la relación con otros, es decir la expresión espacial de los principios teóricos en que se sustenta el modelo democrático-liberal de sociedad.
Pero bien sabemos que ese modelo és ciertamente eso: un modelo, y un modelo que la realidad desmiente una y otra vez en las evidencias de que su naturaleza democrática es una mera ficción. Desde esa perspectiva se podría decir también que “la tierra general” de la que habla Jane Jacobs señala una noción de espacio público urbano desde una mirada aséptica y abstracta pues responde más a un deber ser que a una realidad impregnada de intereses, de contradicciones, de complejidades. Esa visión democrática de Jacobs funciona efectivamente para señalar un territorio de apertura que se supone neutro y libre de controversia -de género- dispuesto para las prácticas y ocupaciones de todos los individuos, cuestión que casi nunca es real. Incluso la misma Lofland (1998) en su The Public Realm. Exploring the City’s Quintessencial Sociali, pese a que aborda la complejidad del espacio urbano al concebirlo como el lugar en el cual toman asiento los tres reinos fundamentales de la vida social: el privado, el comunitario y el público, no establece una mirada diferenciada al momento de abordar la accesibilidad como una condición inherente a todos los habitantes de la urbe. De alguna manera da por sentado que eso -el acceso- efectivamente, ocurre.
Lo anterior entraña que el espacio público urbano se concibe como un ámbito ideal cuya característica esencial es la libertad de acceso y circulación, su capacidad de apertura y democracia. Y en esa noción subyace la idea de que las prácticas, recorridos y movimientos que allí surgen y se visibilizan son producidos básicamente “por un tipo estándar de ser humano con un alto grado de competencia en los tránsitos y la máscara” (Cedeño Pérez, 2013, p. 330); un ser que puede acceder de manera total a dichos escenarios de la acción y la representación. Y que, por eso mismo, no puede ser una mujer pues cómo ya se ha advertido, existen verdaderos obstáculos para que ésta pueda disfrutar del espacio público de manera armónica y simétrica. Sobre ello habló tempranamente Valentine (1987) para mostrar cómo el miedo se convierte en un factor determinante a la hora de acceder a las comarcas abiertas urbanas llámense calles, parques, plazas y otras zonas de “acomodación pública” (Lofland, 1987). Además de este factor asociado al hecho de que justo en estos espacios también se evidencian las desigualdades que existen en la sociedad mayor, cuyo origen como ya se ha visto en las páginas iniciales de este artículo, corresponde a una mirada de claro corte patriarcal. Esto ya lo advertía Foucault (1979) al enunciar cómo la arquitectura codifica las relaciones desiguales de los individuos en el espacio contribuyendo a la dominación de un grupo sobre otro. En este caso se trata de una subjetividad masculina y blanca que históricamente ha diseñado y construido el entorno urbano.
Junto con lo anterior hay otros aspectos que condicionan el acceso de las féminas al espacio público relacionados con las condiciones materiales de dicho ámbito, esto es, con sus características sensibles (ubicación, diseño, asepsia, estética, seguridad). Lo anterior implica en el mejor de los casos una restricción en el uso y disfrute del espacio público por parte de las féminas lo que significa que, efectivamente, tal como lo afirma Del Valle (1997) existen lugares y tiempos que las mujeres se niegan no por voluntad propia sino por condicionamientos relacionados con una cultura falocéntrica fuertemente arraigada. Así, por poner un ejemplo, Duneier (2001) en su estudio sobre la vida social en la Sexta Avenida de Nueva York habla de la naturaleza conflictiva de la relación género y espacio público evidente en los significados disimiles que subyacen en el hecho de estar o transitar una calle. Así, mientras para los hombres ocupar las aceras es un acto de dominio que los faculta para abordar a las féminas sin contemplaciones; para éstas se convierte en un territorio en el cual están expuestas a las miradas y las atenciones indeseadas y, por tanto, se convierte en una comarca de desconfianza y miedo.
Y he ahí la paradoja. En el espacio público, esa misma mujer que vemos invisibilizada como sujeto social en tantos aspectos y escenarios, sufre una hipervisibilización como objeto de la atención ajena. No se trata solo de la sensación de inseguridad que puede experimentar en ciertos lugares que percibe como peligrosos, no pocas veces como consecuencias de una planificación urbana que ignora los problemas de seguridad que pueden suscitar sus proyectos (Sabaté Martínez, Rodríguez Moya y Díaz Muñoz, 1995: 288-313). O que su actividad pública se restringida a ciertas horas del día, y menos de la noche, o a ciertos lugares concurridos, todo ello determinado por una cultura del miedo urbano que hace olvidar que la inmensa mayoría de las violencias las mujeres las sufren en la esfera doméstica y por cuenta de personas de su entorno inmediato, incluyendo el familiar. Se trata de que las mujeres, son constantemente objeto de agresiones sexuales expresadas en sus niveles más elementales –el asalto con la mirada, la interpelación grosera bajo la forma de piropo, como consecuencia de que, en la calle, más que en otros sitios, las mujeres pueden descubrir hasta qué punto son, ante todo y como hiciera notar Pierre Bourdieu (2000: 86), seres percibidos, puesto que existen fundamentalmente por y para la mirada de los demás, lo que cabe colocar en la misma base de la inseguridad a que se las condena.
Erving Goffman (2013) nos invitaba a distinguir entre las relaciones públicas focalizadas y las no focalizadas. En las no focalizadas, los interactuantes no es que se ignoren, sino que se aplican el principio de desatención cortés, indicación a la persona que comparte un mismo espacio público de que no albergamos ni interés ni intención alguna en relación a ella. Sabemos, pero, que ese derecho al anonimato, el distanciamiento y a la reserva que le es reservado al desconocido con quien compartimos un mismo espacio, no se la aplica a la mujer pública, es decir a esa mujer que se expone en la calle, en el doble sentido de que se exhibe y se pone en peligro. A ellas se les niega ese derecho al distanciamiento y a la reserva y no se pueden desprender, ni siquiera en un espacio público en teoría de todos y de nadie, de los marcajes que las inferiorizan en las otras parcelas plenamente estratificadas y jerarquizadas de la vida social.
Y es en cuanto, como en su caso, una relación pasa de no focalizada a focalizada que se desvanece la ilusión que pudiera haberse generado de que el espacio público está a salvo de las estructuraciones que en la sociedad asignan lugares subordinados para ciertas personas por razón de su edad, de su clase o de su identidad étnica, ideológica o, para nuestro caso, de género. Es en ese momento que vemos hasta qué punto las pretensiones igualizadoras del concepto de espacio público no han conseguido desvanecer las evidencias de que en las sociedades llamadas democráticas no todos los seres humanos gozan de los mismos derechos y libertades.