Fragmento del artículo publicado con este título en Ignasi Duarte y Roger Bernat, eds, Querido público. El espectador ante la participación: jugadores, usuarios, prosumers y fans (Cendeac, Murcia, 2004, pp. 103-117)
Hordas espectadoras
Fans, hooligans y otras formas de audiencia en turba
Fans, hooligans y otras formas de audiencia en turba
Manuel Delgado
¿Qué es “el público”? ¿A qué llamamos “público espectador”? Como en tantos
casos, se hace indispensable tener presente la genealogía de los conceptos que
empleamos, por familiares que nos resulten y por obvio que pueda sernos su
significado. Como es sabido, ha sido Júrgen Habermas (Historia y crítica de la opinión pública, Gustavo Gili) quien más ha
indagado en la historia de esa noción de público,
indefectiblemente vinculada al proyecto cultural y politico de la
Modernidad. Lo hizo para desverlárnoslo haciendo referencia a un tipo de
agrupación social constituida por individuos supuestamente libres e iguales,
que evalúan aquello que se expone a su juicio –lo que se hace público– a partir de criterios racionales de valor, bondad y
calidad. La idea de público se conforma como una derivación de la publicidad
ilustrada, ideal filosófico inspirado en Kant que fundamenta el
consenso democrático y la racionalización moral de la política, basándose en un
principio de solidaridad comunicativa en que es posible y necesario un acuerdo
interaccional y una conformación discursiva coproducida. Todo ello de acuerdo
con el ideal de una sociedad culta formada por personas privadas que, siguiendo
el modelo del burgués librepensador, establecen entre si un concierto racional,
en el sentido de que hacen un uso público de su raciocinio en orden a un
control pragmático de la verdad.
En cuanto a sus
fuentes teóricas, a John Dewey (La opinión pública y sus poroblemas, Morata, publicado en 1927) le corresponde una de las
principales formalizaciones de esa categoría de público, destinada a aludir a una asociación característica, frente
a otras formas de comunidad humana, de las sociedades democráticas. Uno de sus
rasgos principales sería el de la reflexividad, en el sentido de que sus
componentes serían conscientes en todo momento de su papel activo y responsable
a la hora de tener en cuenta las consecuencias de la acción propia y de la
ajena, al tiempo que toda convicción, cualquier afirmación, podía ser puesta a
prueba mediante el debate y la deliberación. Pero conviene remarcar que esa
filosofía estaba en buena medida concebida precisamente para sentar las bases
doctrinales de una auténtica democratización de las muchedumbres urbanas, a las
que el proceso de constitución de la civilización industrial había estado
otorgando desde hacía décadas un papel central, tantas veces inquietante para
el gran proyecto burgués de una desconflictivización generalizada de las
relaciones sociales.
Es ahí que nos
debería resultar igualmente importante recordar lo que ese concepto de público le debe a uno de los pensadores
más interesantes de la primera sociología francesa: Gabriel Tarde. Para Tarde el público implica un tipo de acción colectiva que
sólo se pueden entender en contraposición a la multitud, ese personaje al que,
en efecto, se había visto protagonizando a lo largo del siglo XIX todo tipo de
revoluciones y algaradas sociales y a las que la primera psicología de masas
–Izoulet, Sighelle, Rossi, Le Bon, más tarde el propio Freud– estaba
atribuyendo un condición infantil, criminal, bestial, primitiva, incluso
diabólica, sobre todo por su tendencia a convertirse en populacho. Ese tipo de
agregado humano, sobre cuya preeminencia el mundo contemporáneo alertara Ortega
y Gasset en su conocido ensayo La
rebelión de las masas, ha continuado siendo localizado en el momento
actual, sobre todo en revueltas “sin ideas” como las que ya en pleno siglo XXI
han conocido las periferias de las ciudades francesas.
Es como contrapeso a esa tendencia psicótica atribuida a las multitudes, que
vemos extenderse otro tipo de destinario deseado para la gestión y el control
políticos: la opinión pública, es decir la opinión del público
como conjunto disciplinado y responsable de individualidades.
Ese contraste
–dialéctico y de fronteras reversibles– entre público y masa
se ha venidio manteniendo bajo una forma u otra. Pensemos en la concreción de
la referida idea abstracta de público
que supone su acepción como “conjunto de las personas que participan de unas
mismas aficiones o con preferencia concurren a determinado lugar”, esto es como
actualización del concepto clásico de auditorio.
Se alude en este caso a un tipo de asociación de espectadores –es decir, de individuos
que asisten a un espectáculo público-, de los que se espera que se conduzcan
como seres responsables y con capacidad de discernimiento para evaluar aquello
que se somete a su consideración. Se da por descontado que los convocados y
constituidos en público no renuncian a la especificidad de sus respectivos
criterios, puesto que ninguno de ellos perderá en ningún momento de vista lo
que hace de cada cual un sujeto único e irrepetible. Lo que se opondría a esa
imagen deseada de un público espectador racional y racionalizante sería un tipo
de aglomeración de espectadores que hubieran renunciado a matener entre si la
distancia moral y física que les distinguiría unos de otros y aceptaran quedar
subsumidos en una masa acrítica, confusa y desordenada, en la que cada cual
habría caído en aquel mismo estado de irresponsabilidad, estupefacción y
embrutecimiento que se había venido atribuyendo a la multitud enhervada,
aquella misma entidad frente a la que la noción de público habia sido dispuesta. El conjunto de espectadores degenera
entonces en canalla desbocada, al haber caído víctima de una enajenación que
ciega e inhabilita para el juicio racional, al tiempo que la respuesta a los
estímulos que recibe puede desembocar en cualquier momento en desmanes y violencia.
Una de las
manifestaciones de esa audiencia convertida en horda se nos aparece bajo la
figura actual del o de la fan. Fan deriva de fanatic, y este del latin fanaticus,
que significa “frenético e inspirado por Dios”. Tal etimología ya advierte cómo
la imagen del fan se asocia con aquel o aquella a quienes una creencia enfervorizada, una convicción
fiera o una adhesión entusiasta cualesquiera obnuvilan hasta hacerlos incapaces
de autocontrol. La analogía religiosa no haría sino encontrar paralelismos en
todas las manifestaciones de arrobamiento místico colectivo que concebirse
puedan y que han sido una constante a lo largo de la historia humana. Su
escenificación ha consistido en todos los casos en la presentación pública de
una entidad sagrada –en el sentido de excepcionalmente extraña a la experiencia
ordinaria– ante una reunión humana de repente coagulada en unidad. Esa fusión
humana sobrevenida atiende, en el
doble sentido de que espera y presta atención, a una entidad a la que se
considera acreedora de adoración ardiente. Por supuesto que estaríamos ante un
tipo de fenómenos que las ciencias sociales de la religión asocian, desde Max
Weber, al concepto de carisma, es
decir la atribución de rasgos y competencias excepcionales inmanentes a
determinadas personas.
Es difícil no llamar la
atención sobre la recurrente filiación del fenómeno fan al modelo que
prestarían las ménades o cohortes de mujeres adoradoras de Dionisos en la
Grecia antigua, tal y como nos ha llegado, por ejemplo, de la mano de Eurípides
y sus Bacantes. No sólo por su
connotación religiosa, sino sobre todo por su connotación de género. Es decir
el público fan es imaginado como conformado casi en exclusiva por jóvenes
“histéricas”, es decir afectadas por un mal que la nosografía psiquiátrica
clásica vino a considerar como propia de su sexo. Tal percepción es
consecuente, en primer lugar, con la propia identificación que desde el
reformismo burgués y librepensador se establece entre la mujer religiosa y la
mujer fanática o, mejor dicho, de la mujer religiosa como mujer fanática. Pero también valdría para la
forma como la psicología social de finales del XIX le atribuye a las multitudes
una naturaleza esencialmente femenina, precisamente para subrayar su esencia impredecible, alterable y
peligrosa, pero también la facilitad que presentaba para ser objeto de
seducción por la vía de la fascinación y el halago. Gustave Le Bon sentenciaba en
1895: “Las multitudes son por doquier femeninas” (Psicología de las multitudes, Morata). En esa frase se
resume la intercambiabilidad entre el “eterno femenino” y el “eterno
colectivo”, ambos caracterizados por su temperamento “emotivo y caprichoso,
lunático y veleidoso [...] La masa, como la mujer, esta preparada para la
sugestión, del mismo modo que su pasividad, su sumisión tradicional, su
resistencia al dolor la predisponen a la devoción” (Serge Moscovici, La era de las multitudes, FCE).
Mucho después, en 1977, Michel Tournier se refería, en El viento paráclito, a la multitud como “ese monstruo hembra y
quejumbroso”.
En paralelo, el público fanatizado –es decir, el
público que ha degenerado en canalla incontrolada– tendría su expresión casi
específicamente masculina en la figura del hooligan
o ultra, aficionado futbolístico violento que tiende a actuar, por así decirlo,
“en manada”. El espectador fanático se representa entonces mediante la
distorsión o exacerbación de un prototipo que también en este caso es de
género. Si la fan es una muchacha en la que se ha agudizado una inclinación que
es propia de su sexo –y de su sexualidad-, la “histeria”, el ultra deportivo es
un joven en el que se ve intensificado una predisposición que se le presupone
al gamberrismo, las prácticas vandálicas y el consumo convulsivo de sustancias
que alteran el comportamiento, en este caso el alcóhol, ingredientes
consustanciales a una cierta representación hoy hegémonica de los jóvenes en
general.
[La imagen corresponde a un representación del diaspagmos de Dionisos por las bacantes en una cerámica griega del siglo VI aC]