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EL VICIO DE CRITICAR
Manuel Delgado
Ya hace 20 años conocí a José
Luis Anta. Llevo todo ese tiempo –muchas veces sin que él lo note ni esté–
dialogando y discutiendo con él. Dos décadas enteras pidiéndole explicaciones
–en el sentido más literal de la expresión– y esperando de él que me deje
disfrutar de una inteligencia y una sensibilidad que se me antojaron desde el
principio de una textura especial. Era y sigue siendo eso que damos en llamar
una persona lúcida, es decir alguien que ve cosas y accede a dimensiones opacas
para uno y que, en cambio, José Luis parece percibir con una rara claridad. Y
eso lo supe desde el principio, desde que nos encontramos por primera vez en un
contexto muy determinado de la historia de la antropología española, que era
aquel en que empezaba a aparecer algo así como un “grupo mixto” de
profesionales, incorporados más o menos precariamente a la universidad, que
habíamos sido instalados por circunstancias diversas en una especie de
periferia de unos circuitos de poder institucional que nos ignoraban cuando no
nos despreciaban abiertamente. Recuerdo que nuestro referente era el añorado
Alberto Cardín, que resumía y nos abría la posibilidad de existir decentemente
en la antropología universitaria española sin tener que humillarnos demasiado
ni hacer concesiones excesivas de pleitesía a uno u otro cónclave con capacidad
de decisión sobre quién tenía derecho y quién no a acceder a titularidades y
cátedras.
Éramos los “raros”, no tanto por
nuestras posiciones teóricas o nuestras opciones metodológicas, ni siquiera por
nuestras ideas políticas, sino porque parecíamos desatender el mandarinato
académico español, como si las luchas por plazas y recursos no fueran con
nosotros y hubiéramos proclamado de manera inaceptable que nuestro reino era
ciertamente de otro mundo. Ese otro mundo no era sino esa vida social, que
estaba ahí, desafiante, como siempre, reclamando que alguien hablara de una vez
de ella desde una antropología que parecía encantada de pasarse el tiempo
pescando peces muertos. No éramos heterodoxos: nos hicieron heterodoxos a la
fuerza, lanzados al universo exterior por una fuerza de las cosas que no nos
interesaba o/y a la que no le interesábamos. Supimos –tuvimos que aprender– que
el pecado original de nuestra disciplina fue haber nacido de manera tan
artificial, como con fórceps, por puro
mimetismo de las tradiciones académicas de referencia, que exigían que
existiera un campo universitario homologado como antropológico y generaron
promociones de pioneros que, a partir de entonces y en mayor o menor medida, ya
vivieron de y sólo para la academia, de espaldas a cualquier cosa que no fuera
la eficacia y la reproducción de su autoridad, no ante la sociedad, sino frente
y entre el gremio. Esa historia es la que cuenta y analiza este libro que ahora
se abre, a medio camino entre el balance riguroso y algo parecido a un ajuste
de cuentas.
Veinte años después Anta sigue
ahí, frecuentando ese sitio inconcreto que es ningún sitio, es decir ese sitio
en que estamos cuando pensamos. Lo reencuentro como solía, razonando por su
cuenta y sin permiso, dándole vueltas a qué significa ejercer la antropología
hoy en España, que por desgracia es lo que ha venido significando hasta ahora,
es decir casi nada. Cuando hace no mucho se planteó la posibilidad de que la
antropología perdiera su singularidad en el nuevo horizonte universitario que
se aproximaba, tuvimos que plantearnos otra vez cómo explicarle a la
Administración y a la sociedad en general para qué diablos servían nuestras
habilidades y tuvimos que reconocer que respuestas “para cualquier cosa” o
“para todo” eran las peores que podíamos proponer. Suerte tuvimos que asuntos
en auge esta temporada de “inmigración”, “diversidad cultural” o “patrimonio
etnológico” propiciaban para nosotros una cierta área de caza que reclamar como
propio. Pero ese debate sirvió de nuevo para reconocer nuestra incapacidad para
estar ahí, en el meollo de lo social, de veras, nuestra incompetencia a la hora
de demostrar que podíamos ser útiles para algo o para alguien, para el poder o
para sus enemigos, para el sistema o para sus impugnadores. Pero ni una cosa ni
otra. Pasamos desde las fronteras del folklore a los experimentos
tardomodernos, atravesando como por obligación –en función de lo que no dejaban
de ser modas– los estudios de comunidad, los campesinos, las identidades, la
reflexividad postmoderna, y siempre buscando, sin encontrar nunca del todo, un
lugar bajo el sol de una sociedad real a la que no le parecíamos importar
demasiado. Cosa lógica, ante la evidencia de que tampoco ella parecía
interesarnos demasiado a nosotros.
Y así nos va, mendigando las
migajas que las otras disciplinas con competencia sobre lo social desdeñaban,
pretendiendo ser más o menos científicos y, en paralelo, compitiendo a veces,
algunos, con periodistas y creadores de opinión en orden a demostrar que
tenemos alguna cosa interesante que decir sobre lo que pasa. Pero así ha sido
en las últimas décadas, de hecho desde que se la antropología se incorporó de
oficio a la oferta académica y logro su rincón de prebendas y privilegios. Los
que pudimos colarnos entre la trama de intereses lo hicimos –no vale engañarse–
no siempre por nuestros méritos ni por nuestro arrojo, sino porque conseguimos
caer simpáticos y parecer inofensivos en un momento dado. Seguramente era
verdad: somos simpáticos y tan inofensivos como parecíamos, aunque, por suerte,
todavía nos ladren de vez en cuando los perros guardianes de las diferentes
fincas epistemológicas.
Y así, Anta y algunos otros vamos
diciendo y escribiendo por ahí lo que creemos que está pasando en nuestro mundo
y en el mundo en general, y lo hacemos desde un cierto cinismo –es decir, desde
la autoconsciencia de una cierta impostura– que en el fondo debería ser
consubstancial a nuestro saber de antropólogos y que hemos decidido ejercer. Nuestras
opiniones no coinciden –ni tienen por qué–, pero nacen de un mismo vicio
terrible e imperdonable que padecemos y compartimos: el vicio de criticar. Este
libro es una muestra de ello. Aquí José Luis piensa, nos piensa y se piensa en
voz alta. Su objeto es la relación –en España especialmente mala– entre la
antropología y la vida, como una interpela y es interpelada por la otra. Magnífico ejercicio pues de pensamiento
crítico, como el propio José Luis nos anuncia. Aunque –qué tontería–, ¿habrá
mayor pleonasmo que el de “pensamiento crítico”? ¿Existe o ha existido alguna
vez algún pensamiento que, para serlo de veras, no tuviera por fuerza que ser
crítico?