dissabte, 20 d’abril del 2019

La religión como tempestad de la matriz



La imagen procede del vídeo https://www.youtube.com/watch?v=QsZnXOBcw2k
Comentario para Alfredo Martínez, estudiante de l’asigntura Antropología Religiosa del Grau d’Antropologia de la UB, a propósito de la procesión del Santo Coño de Sevilla

LA RELIGIÓN COMO TEMPESTAD DE LA MATRIZ,
Manuel Delgado

Tienes razón en lo que dices acerca del Santo Coño de Todos los Orgasmos de Sevilla. Es una paradoja que su procesión haya aparecido como un acto anticlerical y ateo. Debería haber sido al contrario. Debería haber sido un acto del más piadoso catolicismo. Un montón de evidencias ponen de manifiesto esta asociación entre catolicismo y sexualidad. Lo que explico en clase sobre cómo el evolucionismo insistió en la condición no cristiana, sino pagana del catolicismo, mostrándolo como una continuación del naturalismo obsceno de las religiones gentiles de la antigüedad. 

Eso está constantemente presente en el imaginario anticlerical, para el que la expre­sividad sentimentalista de lo femenino y de lo católico. Si, para los reformadores y sus herederos anticlericales, la mujer, como el catolicismo, era todo falsa emoción, la mujer y el catolicismo eran igualmente todo sexualidad. Esto era por completo consonante con la idea, popularizada en la frase tota mulier in utero, de que el ámbito de la sexualidad era un ámbito, como el del espacio sagrado, femenino y, como és­te, feminizante, esto es emasculador para el individuo ma­cho que osase introducirse en él. Por doquier en la reflexión moderna se pueden hallar confirmaciones ideológicas de esa naturaleza de la mujer como idéntica a una noción absoluti­zante de lo sexual, mucho más a partir de la generalización que la literatura y el arte decimonónicos hacen, desde una óptica radicalmente misogínica, del modelo de "mujer fálica" o "tentacular", el modelo Lilith. En el plano re­ligio­so, no olvides que esas religio­nes an­tiguas y primi­tivas de signo ctónico de las que el ca­toli­cis­mo era mostrado de continuo como una simple supervi­vencia, eran de­signadas como religiones metroacas, es decir religio­nes en las que se rendía culto a la matriz.

Tenía también que ver esta vinculación con la extensión en el folclor peninsular de temas que podrían interpretarse como variantes del mito de la "va­gina dentata", que impregna­ba insistentemente amplias par­ce­las del sistema mítico y ri­tual, no en pocas ocasiones en rel­ación con el catolicismo tradicional, y con paradigmas tan elocuentes y divulgados como el de la leyenda de la Serrana de la Vera o Carmen, en­tre otras muchas mujeres "devoradoras de hombres", a través de su capacidad de seduc­ción, parecía encontrarla eficaz en orden a sus objetivos proselitistas entre la comunidad feme­nina.

No debe extrañar, por ello, que cuando los protestantes radicales delataban a la Iglesia como la responsable de una verdadera dictadura de lo obsceno lo hicieran empleando, como vimos, el calificativo para ésta de pornocracia. Pero por pornocracia no se entendía solamente la inmoralidad intrínse­ca y crónica del catolicismo papal, sino, como alusión histó­rica, el tri­unvirato de poder que representaron Marozia, la famosa prin­ce­sa toscana de principios del siglo X, junto con su madre y hermanas, impusieron en el pontificado hasta a seis Papas, y que, mediante una permanente conspiración de alcoba, contro­laron el gobierno de la Iglesia durante un di­latado período. Por extensión, la expresión pornocracia empe­zó a designar "el gobierno de las prostitutas", con lo que el poderío ecle­sial podía pasar a ser perfectamente entendido como, y así lo hac­ían los luteranos e, implícitamente, los movimientos de mo­dernización religiosa que les sucedieron, como un auténtico despotismo ejer­cido por el vicio, desde algo conceptualmente parecido a un prost­íbulo infame.

La idea de la Iglesia, como institución y como local sagrado, en tanto que verdadera "casa de putas" es recurren­te en el razonamiento de los anticlericales, como lo es su asociación con la libidinosidad no controlada de las mujeres. Recuérdese como el protagonista de El cura de Monleón, de Pío Baroja, expresaba la repugnancia que la causaba tener que confesar a todas aquellas féminas, que se "refocilaban con sus pensamientos eróticos" y que disfrutaban con el placer de contarle a un hombre como él sus "inclinaciones morbosas y sus ideas pornográficas", así como "su erotismo de proporcio­nes anómalas". La mayor parte de consideraciones que hemos recogido a propósito del sacramento de la penitencia como receptáculo, o escenario, de "suciedades", se relaciona con esta peyorativización de la sensibilidad sexual femenina. De igual modo, el que la intriga de que era permanente marco el ámbito eclesial tenía que ver con esa forma enfermiza y des­mesurada de entender las mujeres la sexualidad, puede quedar ejemplificado en alusiones como ésta de La conquista de Pla­ssans, de Zola, en la que el templo es mostrado como un cen­tro donde las mujeres conspiran sexualmente, al margen inclu­so del señor cura.

La coincidencia anticlerical es absoluta a la hora de concebir a la Iglesia y a la religión como un ambiente donde, de manera harto indisimulada a pesar de las sublimaciones de que se rodeaban, la femineidad desplegaba una especie de fu­ror sexual, una ninfomanía apenas contenida por los aspectos diurnos y aparentes de la vida social.

Hay otras muchas constataciones que reflejan la relación que existe entre lo que se afirma que ocurre en los medios femeninos religiosos y ese viejo temor masculino hacia la sexualidad de las mujeres, cuya consideración de peligrosa había sido abundante en toda la cultura tradicional, pero también en la promocionada por los modernos medios de genera­ción de folclor (los mass media, por ejemplo). Así, la idea de que en algún sentido los ataques contra conventos de mon­jas podrían funcionar como sustituciones de un deseada agre­si­ón vengativa contra lo que es entendido como un núcleo de actuación y amenaza de las sexualidad femenina  tal y como ha sugeridoc para la Florencia del XVII Judith C. Brown en Afec­tos vergonzosos , aparece deno­tada en Historia de un oto­ño, de Jiménez Lozano, una novelización del quietismo francés de finales del XVII, aquel movimiento pietista que  al igual que se dijo del molinismo español  significaban las consecuencias de la anómala sexo religio­sidad femenina.

Mira lo que escribe Jules Michelet en El sacerdote, la mujer y la familia, que es un texto de 1844. Se refiere a las monjas de Port Royal, a las que se acusó de endemoniadas: “Por las noches, el cardenal veía en sueños a Pascal y a la Madre Angélica, a San Agustín y a Saint Cyran, que le pregun­taban por la Madre Du Mesnil y las otras monjas de Port Ro­yal, abandonadas a su infeliz suerte. Luego veía sus hijas conducidas por Monsieur Ivelin, a través de los claustros del monasterio, hasta el patio exterior donde una concurrencia de académicos y libertinos esperaban a que se desnudasen y co­menzasen a hacer cabriolas: toda mujer es útero, toda reli­gión es una tempestad de la matriz.”

 De cualquier forma, no hace falta recurrir a la erudi­ción para encontrar explicitaciones de lo que significaba incendiar una iglesia o una ermita en el universo simbólico popular. Janer Manila, por ejemplo, recoge como una de las designaciones más empleadas por los mallorquines para refe­rirse a la genitali­dad de la mujer es precisamente l'esglè­sia, como ocurre de igual forma con otras denominaciones po­sibles: sa capella, sa capelleta, sa llumenera, sa casa san­ta, etc. Lejos en apa­riencia de la tradición, existen otros muchos lugares donde la analogía de la genitalidad femenina como lugar sagrado puede que­dar explicitada. Templo: es así como se titula el ya citado doble elepé de Luis Eduardo Auté con canciones de te­mática eróti­co mística, en varias de las cuales se alude a esa equivalencia. Uno de los famosos capí­tulos de La mujer sadiana, de Angela Carter y uno de los clá­sicos del feminismo contemporáneo, remite a idéntica analogía cuando titula uno de sus capítulos "La profanación del tem­plo". El reco­noci­miento puede proceder de la pro­pia inter­pretación divul­gadora del catolicismo más tradicio­nal. Uno de los típicos libritos "para jovencitas" de hace algunas déca­das, titulada Pureza y hermosura, escrito por Mon­señor Tóth, contiene un cap­ítulo de­dicado a advertir de esa tragedia que para toda much­acha se­gún él constituye la pérdi­da prematura de la vir­ginidad. El título de este apartado, con el que el aut­or es­pera ser eficaz en orden a describir aque­llo de lo que se va a hablar, es... ¡"La des­trucción del tem­plo"!

Pero no hace falta indagar erudítamente para mostrar el desprecio de índole sexual que se puede mostrar a una igle­sia. No se trata sólo de que pueda ser conceptualizada como un lupanar sino que puede alcanzar a ser pensada como algo aún más insultante. Una iglesia puede ser idéntica, en particular, al sexo de una mujer "fácil", esto es sexualmente demasiado accesi­ble. No en vano, Salvador de Madariaga seña­laba, en Dios y los españoles que "lo que en el amor sueña una mujer sana y bella, no es precisamente que alguien la tome por una iglesia, por majo que sea el tem­plo en cuestión." Lógica considerac­ión, consecuente con a­quella famosa copla: "Eres una y eres dos; eres tres y eres cuaren­ta. Eres la iglesia mayor, donde todo el mundo entra".




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