Ilistración de Lp Crestià, de Francesc d'Eiximenis |
Consideraciones para María Paula Vallejo, arquitecta
EL URBANISMO CONTRA LA GRAN RAMERA
Manuel Delgado
Te prometí hacerte un comentario sobre la relación
entre urbanismo como disciplina profética. Te mencionaba la película a la que
siempre me remito para hablar del tema, Devil's Advocate (1997), en la
que Al Pacino encarna a Satanás, al que vemos en acción en
dos contextos diferentes. Por un parte, como amo y señor de las calles,
hablando con vendedores ambulantes y con pasajeros del metro de aspecto
patibulario como si les conociera y en su propia lengua. Pero también se nos
muestra como empresario inmobiliario, en su despacho, en el ático de un rascacielos
del barrio financiero, desde el que, literalmente, se domina la ciudad.
La película trata un tema abundantemente trabajado
en el cine, que es el del advenimiento del enemigo absoluto de Cristo, el
Anticristo, tal y como se profetiza en la Segunda Epístola a los Tesalonicenses,
donde Pablo advierte de la presencia del Adversario que iniciará los tiempos de
la Gran Tribulación, al final de los cuales se acabará imponiendo la Marca de
la Bestia, el 666. En lo que quiero que te fijes en cómo ese advenimiento se
produce en una ciudad, Nueva York, como ocurre en otra película sobre el mismo
tema, Rosemary's Babe's, la de Polanski. Aún más explicito ese escenario
urbano del nacimiento del Mal en el El Día de la Bestia, la
película de Álex de la Iglesia (1995), con el jesuita protagonista recorriendo
las calles nocturnas de Madrid, donde todo son premociones del inminente
nacimiento del Anticristo. Se trata de ilustraciones de la concepción de la
vida urbana —lo urbano— como
abominación. O la Barcelona distópica de Fausto 5.0, la obra teatral y
luego película de La Fura dels Baus (2001), en que Mefistófeles tienta
encarnado en un taxista que conoce el lado más fangoso de la vida urbana.
De lo que te llamo la atención es sobre la
persistencia de esa imagen de las ciudades como albergue del Maligno. Se
multiplicarían los ejemplos de esa representación de lo que Oswald Spengler llamaba "demoniaco desierto de
adoquines". La calle es, si te fijas, percibida y representada una y otra
vez como espacio sin Dios, agudización de la caída del hombre y la corrupción de
la naturaleza, a las antípodas de todo cuanto hubiera podido antojarse
trascendente, a merced de todo tipo de peligros morales, teatro para el delirio
de una vida cotidiana sin sentido, habitado tan sólo por sonámbulos sin alma.
Es por ello que a los técnicos y especialistas las
ciudades que se les llama a intervenir siempre se parecen de algún modo, por su
inclinación tanto a la hibridación como a la desobediencia, a Babel, la ciudad
que desatiende el mandato divino de euritmia y estabilidad y encarna un
proyecto específicamente humano de organización social, es decir que se funda
sobre una blasfema suplantación-exclusión de Dios. Babel forma parte de una
saga de ciudades-ramera —Babilonia, Ninive, Enoc, Sodoma, Gomorra, Roma— que
son representadas como espacios caóticos, saturados de signos flotantes,
ilegibles, hipersocializados, recorridos constantemente y en todas direcciones
por una multitud anónima y plural hasta el infinito, a veces iracunda, a veces
invisible, magma turbulento y espontáneo de imposible lectura. La imagen de Los
Ángele en Blade Runner o de Nueva York en Taxi Driver serían
ilustraciones de esa imagen.
Esa no es otra que la Gran Ramera de la que habla
el Libro del Apocalipsis, en su capitulo 17, contra la que se libra la batalla
final de Armageddon, . Te lo he copiado. Léelo, por favor. Y piensa que el
famoso poema de José Martí se refiere a ella cuando habla de Ciudad Grande. Es
"la Gran Babilonia, la madre de las rameras y de las abominaciones de la
tierra". Al final del capítulo, en el versículo 18, se concluye qué y
quién es La Gran Ramera: "Y la mujer que has visto es la Gran Ciudad, la
que tiene la soberanía sobre los reyes de la tierra".
Esa ciudad real, la ciudad urbana, es el reverso en
clave humana de la ciudad celestial, prístina y esplendorosa, comprensible,
tranquila, lisa, ordenada, dividida en comarcas fáciles. La Jerusalén prometida
en la profecía escatológica: "Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva.
Habían desaparecido el primer cielo y la primera tierra y el mar ya no existía.
Vi también bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva
Jerusalén" (Apocalipsis, 21).
Quién formalizó de manera concreta el asunto del
que te hablaba en el correo anterior —el de la derrota de la Ramera, la batalla
final, el Segundo Adviento y la instauración de la Nueva Jerusalén es, a
finales del siglo XII, fue Joachim de Fiore, que formula un sistema profético
completo y complejo cuya influencia es extraordinaria llega hasta nuestros
días. Pero lo que interesa es una de sus interpretaciones, que es la de
Francesc d'Eiximenis que, en el siglo XIV, concreta el cumplimiento de la
Tercera Edad joaquinita —la Edad del Espiritu Santo, que se corresponde con los
Mil Años del Reino de Cristo— como una ciudad, es decir que desarrolla
espacialmente la promesa de la Jerusalén Celestial, es decir la Utopia, como
utopía urbana.
Es de ahí que se inicia toda el utopismo de la tradición cristiana occidental, cuyas plasmaciones han sido visualizadas siempre como
una ciudad. Del precedente platónico ya te hablaré en otro momento. La utopía es, a partir de Eiximenis, en esencia un modelo
topográfico, modelo que se fundamenta en la inspiración celestial de una
estructura espacial y constructiva organizada de manera lógica, como concreción
de la promesa bíblica de la Ciudad Ideal. Más adelante, ese modelo fue durante
el Renacimiento de ciudades imaginadas por Alberti, Filarete o Francesco di Giorgio, que implicaban idéntica
proyección urbanística de perfección socioespacial, una morfología hecha de
círculos y polígonos perfectos, de volúmenes simétricos y de repeticiones, que
pretenden inspirar idéntica regularidad en las relaciones políticas y sociales
reales. Hay ciudades-modelo menos
conocidas en el siglo XVI, como las de Patrizi de Cherso, Francesco Pucci, Agostini de Pesaro y Ludovico Zuccolo
Casi siempre encontramos en medio de esa ciudad
perfecta un volumen arquitectónico que remite a las fuentes trascendentes de la
armonía social obtenida y expresa una síntesis en piedra de los valores
trascendentes en que se funda. En el centro de Bensalem, la capital de la Nueva
Atlántida de Bacon, la Casa de Salomón; también en
el centro del anillo más interno de la Civita Solis de Campanella, la residencia del sacerdote
supremo, de forma circular, seis veces mayor que la catedral de Florencia, el
mismo referente que adopta el templo que describe Anton Francesco Doni en el núcleo de la ciudad radiante de
su Mundo sabio y loco, que aloja cien sacerdotes y cuya cúpula
sobrepasaría cuatro o cinco veces la de Santa Maria di Fiore.
A las ciudades ideales católicas le seguirá la
reformada, la Cristianópolis del pietista Johann Valentin Andreae, en el siglo
XVII. En todos los casos, la ortogonización del espacio se convierte en
ortogonización de la sociedad que hace uso de ella. Tanto el utopismo ilustrado
del XVIII —Morelly, Babeuf—, como el socialismo utópico del
XIX —Owen, Fourier, Cabet, Saint-Simon; incluso la menos autoritaria de
Bellamy— vuelven a insistir en torno a la misma idea de congruencia urbana que,
como es sabido, inspirará proyectos como el barcelonés de Ildefons Cerdà,
no en vano inventor del concepto de urbanismo para nombrar la ciencia de
la ciudad planificada. En el centro del falansterio, el templo, no por
casualidad al lado mismo de la torre de vigilancia.
Es cierto que el proyecto urbano no aparece en el
mundo contemporáneo ya como mágico-religioso, sino más bien racional y
práctico, fundamentado en conocimientos geométricos, matemáticos, técnicos, así
como en principios jurídicos, políticos y éticos laicos, pero eso no debe
ocultar que se está en todos los casos ante una teología y una teleología
secularizadas. El racionalismo de la Carta de Atenas y Le Corbusier encarna ese talante alucinado de todo
urbanismo, angustiado por las indisciplinas que una vez y otra alteran una
imposible armonía del espacio.
La vigencia de ese espíritu demiúrgico, que
convierte al arquitecto y el urbanista lo tienes bien cerca: Barcelona quiso
ser ese sueño de ciudad perfecta. En junio de 1999, en la entrega del premio de
la Real Academia Británica de Arquitectura, Oriol Bohigas reconoció que la
Barcelona hiperproyectada que iniciaron los gobiernos municipales a finales de
los 70 estaba movida por un impulso profético, básicamente porque «toda buena
arquitectura no puede ser sino una profecía en lucha contra la actualidad» (El
País, 4 de julio de 1999).