Esto es un fragmento de "¿Por qué Bette Davis es buena para pensar simbólicamente?", el capítulo que hice para un libro que estaba editando Alberto Cardín para Laertes y que se tituló finalmente "Diosas y diablesas. 14 perversas para 14 autoras. Se publicó en 1990 y en él había contribuciones de Guillermo Cabrera Infante, Enrique Vila Matas, Fernando Savater, José Luis Guarner, entre otros.
BETTE DAVIS Y LA REPRESENTACIÓN DE LA MUJER EN EL CINE AMERICANO
Manuel Delgado
El star-system cinematográfico es
precisamente eso, un sistema, y más en concreto un sistema clasificatorio.
Aceptado tal principio, resultará fácil concluir que la pista taxonómica nos
conducirá inmediatamente al género melodramático y, dentro de él, de modo
preferente a ese subgénero que podríamos llamar “películas de malas”, esto es
películas que focalizan y evocan la atribuida miseria ética de la mujer y el
estigma indeleble que la marca como ser, parafraseando aquel famoso film de
Joan Fontaine, “Nacida para el mal”. En efecto, Bette Davis, una de las
“malvadas” más modélicas del melo americano,
se erige en una representación conceptual capaz de centrar todo un campo
semántico directamente relacionado con una cierta forma de concebir lo
femenino, y más en particular la perfidia que lo orienta, que, fuera de los
controles apropiados, puede actuar como energía disolvente y suponer un
peligro, sobre todo para el sexo masculino. No es casual que su primer Oscar lo
ganara, como se sabe, con un film que precisamente se titulaba Dangerous (1935), la historia de una
actriz a la que domina una fuerza misteriosa que la impulsa a destruir a los
demás y a sí misma, y que acaba amenazando al hombre (Franchot Tone) que había
cometido la imprudencia de ser generoso con ella.
“Quiero luchar, hacer planes...”
Frases como ésta permitían que la Julie Marsden de Jezabel (1938), su segundo Oscar de la Academia, propiciara una
proyección simultánea tanto de la voluntad emancipadora del ama de casa de
clase media americana como del siempre subyacente miedo masculino a la
actividad conspirativa de la mujer. La enérgica y poderosa protagonista de la
película de Wyler pertenecía a un rango de conceptualizaciones de lo femenino
que se asimilaba a cierta idea de lo “sureño”, y que remetía a un imaginativo
dominio de la mujer en la
tradicionalidad pre y antimoderna y en la fidelidad a los lazos impuestos por
la tierra y la sangre, al que se le oponía un Norte que, a su vez, servía de
soporte a un desplazamiento simbólico en el tiempo en el que reconocer el
propio presente del espectador. De hecho, ese Sur era puramente mitológico y
equivalía al pasado imaginario en que la sociedad vivió bajo el despotismo de
lo crónico, muy a la manera del matriarcado primitivo inventado por el
evolucionismo del siglo XIX. Esa alusión al arcaico imperio de la diosa Tierra
era idéntico, por cierto, al que podía establecerse a través de otras entidades simbolizadoras del atávico poder
mujeril, como la Luna de The Letter (1941). Sin duda, la expresión cinematográfica más estandarizada de este tipo
de mujer del Sur, poderosa y telúrica, es la Scarlett O’Hara de Lo que el viento se llevó (1939), que
poco faltó, como se sabe, para que fuera Bette Davis y no Vivian Leigh que lo encarnara.
En Jezabel, antes de intentar
arrastrarle al adulterio, Julie le dice apasionadamente a Preston (Henry Fonda)
que ha traicionado a los suyos casándose con la norteña Amy (Margaret Lindsay):
“Esta es la tierra que te vio nacer, la tierra que conoces y en la que confías.
Amy no lo entendería. Pensaría que hay serpientes. No es una tierra dócil ni
fácil como en el Norte: es peligrosa, pero la amas. Recuerda cómo huele el vaho
de la fiebre: a rancio y a podrido. ¿Es que no lo entiendes? Forma parte de ti,
lo mismo que yo, y nunca te dejaremos ir.” Por supuesto que Julie no habla sólo
de esa tierra omnipresente y vampírica, esa tierra que es siempre Tara, sino
sobre todo de ella misma. No en vano mima de forma explícita la figura mítica
de Jezabel, la mujer de Acab, que hace perecer a Nabot para apoderarse de sus
tierras y que es mostrada en el texto bíblico como ejemplo de impiedad y
seducción, pero también de voluntad y fuerza. Tampoco es casual que acaso la
mejor de sus películas de la primera época se llamara Esclavos de la tierra (1931), en la que Bette Davis daba vida a
Magde, otra sureña egoísta y cruel, pugnando por seducir, en un inevitable
ambiente agropecuario, a todo un líder de los trabajadores de las plantaciones
(Richard Barthelmess). Esa asimilación a la calidez y la exhuberancia pasional
del Sur simbólico no es ajena a que Tennesse Williams se empeñara tanto en que
fuera Bette quien hiciese en Broadway de la escandalosa Maxime, la dueña del
hotel de La noche de la iguana, uno
de los grandes éxitos de la actriz en sus incursiones en el teatro. Y de igual
modo debe recordarse que su adecuación al papel de Magna Mater terrible,
oscuramente obedecida por la naturaleza, se plasmó en films como Watcher on the Woods (1980), para la
Disney, así como en dos series televisivas. Una que, pensada para ella, no
llegó a protagonizar, siendo sustituida por una de sus equivalentes, Gloria
Swanson: The Killer Bees, sobre una matriarca que ejerce un extraño dominio
sobre las abejas. La otra, que sí contó con su presencia, Harvest Home, también
sobre una anciana con poderes misteriosos.
Bette dio todavía más muestras de
su idoneidad para figurar el tema de la sedición femenina en otra película
definitoria del tipo de sentidos que estaba en condiciones naturales de
proveer: La loba (1941), una
tempestuosa historia urdida por Lillian Hellman, en que la actriz daba cuerpo a
Regina Giddens, una mujer bella y patológicamente ambiciosa que ha renunciado a
su propia realización sexual para poder competir en un mundo de hombres.
También en la dirección de mostrar la fortaleza femenina frente a condiciones
adversas se situaba Maggie Cutler, la protagonista de The Man Who Came to Dinner (1942), una actuación que bien podría
resumirse bajo el epígrafe “la mujer americana victoriosa ante la Depresión”.
Un papel parecido era el que Barbara Stanwyck desempeño, después de haberlo
rechazado Davis, en The Gay Sisters
(1942), en el que la protagonista, también fría y sin escrúpulos en aras del
éxito, demostraba la capacidad de la mujer de triunfar en lucha contra el sexo
masculino y por la conquista del poder y del dinero.
Todos estos personajes se
encuentran en la base de otros posteriores que no han hecho sino repetir esa
misma imagen de posteriores que no han hecho sino repetir esa misma imagen de
Señora del Lugar, dispuesta a todo por ambición, sexualmente hipócrita, detestablemente
cínica y entregada a una pertetua conspiración en un mundo en que la hegemonía
es exclusivamente masculina, pero siempre redimida por un extraño e inefable
amor a la tierra. El ejemplo más espectacular de cómo a esta identidad femenina
no parecen serle aplicables las categorías del tiempo en su persistencia en dominar
el imaginario colectivo lo tendríamos hoy en Angela Channing, el personaje que
interpreta Jane Wyman en la serie Falcon
Crest... Por cierto, ¿será casual que su apellido, Channing, sea el mismo
que el del personaje central de la que acaso quede como la más genial
personificación de Bette Davis, la Margot Channing de Eva al Desnudo?
Este significado de Bette Davis,
siempre al servicio de la formalización conceptual de los peligros de la
femeneidad vengativa y descontrolada, alcanzará extremos delirantes en la ya
aludida La carta, una película en que
esa insistencia cultural en fabular en torno a la hembra inquietante aparece
enfatizada por aquel papel que merecía la Luna, como fuente misteriosa de
designios criminales antiviriles, metáfora fácilmente reconocible de los
letales resultados de la voluntad de desagravio de lo femenino oscuro. Es esa
entidad suprema, la Luna, tantas veces símbolo inmejorable de la condición
femenina, la que guía a la abyecta Leslie Crosbie en la casi mística misión de
castigar al sexo masculino. Además, para subrayar lo precario de la sumisión de
la mujer al imperio de lo doméstico, Wyler no dudó en inventarse, al margen de
la novela orignial de Somerset Maugham, un rasgo definitorio de la implacable
asesina, consistente en hacerla pasar toda la película dándole puntadas a un
chal de encaje, como para señalar lo falso y frágil de cualquier imagen
tranquilizadora de la mujer. Una mujer que, a pesar de todos, continuaba siendo
un ser para el amor y que podía, en un momento dado, decir cosas del calibre de
“No puedo, no puedo. Aun sigo amando con toda el alma al hombre que asesiné”.
Todas estas variantes eran útiles
para demostrar hasta qué punto Bette era perfecta para dar cuenta de un tipo de
percepciones culturales que Hollywood manufacturó astutamente en sus factorías
y que presentaban a las mujeres como seres arriesgados para la integridad moral
e incluso física de los hombres, no a pesar sino a causa precisamente de su
poder para amar, porque para el anómalo espíritu femenino el amor conducía con
demasiada frecuencia a destruir lo amado. Bette llevó sus figuraciones de lo
monstruoso femenino hasta la parodia del gran guiñol, en papeles de su fase más
tardía como la morfinómana de Donde el
círculo termina (1959), la atroz coprotagonista de ¿Qué fue de Baby Jane? (1962) o la Fu-Manchú hembra en que se
convirtió para El extraño mundo de Madame
Sin (1971).
La gélida sexualidad de Bette
Davis también podía ser puesta a disposición del arquetipo de la mujer
perversizante y atroz que suponía la Mildred de Cautivos del deseo (1934), la cruel y ordinaria camarera que
atormentaba a un escritor tullido (Leslie Howard). O la joven casi ninfómana
que ayuda al asesinato de su esposo de Barreras
infranqueables (1935), en la que Bette hacía pareja con Paul Muni. O Rosa
Moline, el ama de casa insatisfecha que engaña a su marido por puro
aburrimiento, para acabar pagando trágicamente su indignidad, en esa
extraordinaria e ignorada película que se llamó Beyond the Forest, dirigida por King Vidor en 1949. Su
significación antimatrimonial se constataba también en aquella crónica de un
divorcio que fue La egoísta (1950),
un título elocuente por sí mismo de la responsabilidad de la ambición femenina
en los fracasos conyugales que Bette Davis se encargaba de corroborar.
Otro registro al que Bette Davis
sabía prestarle su temperamento artístico era el de la mujer dura y vulnerable
al mismo tiempo, a la manera de la compañera del presidiario Spencer Tracy de 20.000 años en Sing Sing (1933), un tipo
de asimilación que no sería ajena a que se pensara en ella, en 1946, para el
papel que luego encarnaría Katherina Hepburn en La Reina de África. Extrapolando esa misma operación de síntesis
entre grandeza y fragilidad a niveles megalómanos, el resultante sería las
intersecciones realeza/femineidad que incorporó: Carlota, esposa de Maximiliano
de México, en Juárez (1939); Isabel I
de Inglaterra en The Private Lives of
Elizabeth and Essex (1939)- cuya inflexibilidad no le impedía decir cosas
como: “Ahora sé lo que el futuro significará sin ti. El sol girará en torno a
una tierra despoblada y yo seré la reina de los espacios despoblados y de la
muerte”-; la monarca ya más dulcificada en El
favorito de la reina (1955), o Catalina la Grande en El capitán Jones (1959). Un capítulo éste en que debería incluirse
el interés que demostró en ser ella la que llevara al cine la figura histórica
de Mary Todd Lincoln, a mediados de los 40.
No se puede olvidar la
equivalencia que Bette Davis podia establecer con la protoimagen de la mujer
cultivada y con aspiraciones intelectuales. Todos recordamos a Gabrielle Mapie,
la protagonista de esa casi pre-wenderiana El
bosque petrificado (1936), una camarera encerrada en un sórdido y perdido
restaurante de carretera del desierto de Arizona, que lee a Villon y pinta, y
cuyo máximo deseo es el de escapar lejos de allí, al encuentro de una Francia
puramente mítica- “...y veré un mundo distinto y precioso, y bailaré con la
gente en las calles”-, en la que sus sueños de plenitud creativa se verían
cumplidos. Clara alegoría donde reconocer la voluntad frustrada de muchas
mujeres norteamericanas de escapar del ambiente claustrofóbico y embrutecedor
de la crisis de los 30 o, más en general, de una vida doméstica frustrante en
la que es imposible encontrar un mínimo eco para su maltratada e incomprendida
sensibilidad- “hay algo en mí que anhela algo diferente a esto”, le dice
Gabrielle a Alan (Leslie Howard)-. No creo que le sea difícil al lector hacerse
una idea de las relaciones cine/espectadora en los años de la Depresión después
de la recreación que de ellas hiciera Woody Allen en La rosa púrpura de El Cairo.
A ese mismo orden pertenece la
proposición contenida en el personaje de la poetisa solterona y algo neurótica
de aquel injustamente tratado estudio acerca de la sociedad humana que fue Winter Meeting (1947). También debe
decirse que esa imagen intelectualizada de Bette Davis tenía sus riesgos, de
manera que el público nunca aceptó que entre sus variantes repertoriales se
encontrara la bibliotecaria filocomunista de Storm Center (1956), una concesión militante, como lo había sido su
papel de alemana antinazi de Watch on the
Rhine (1943), a sus no siempre perdonadas debilidades progresistas. También
es interesante constatar la posibilidad de hibridizar esa figuración de la
Bette escritora con la de la Bette asesina antimasculina, como quedó demostrado
en Another Man’s Poison (1952), en la
que la artista –en un papel pensado en principio para la Stanwyck, lo que venía
a corroborar su intercambialidad- representa a una autora de novelas negras que
acaba envenenando a su marido.
De
cualquier modo, Bette resultó ideal para representar a la “mujer hecha a sí
misma”, victoriosa sobre los convencionalismos, que tanto necesitaba el sexo
femenino norteamericano ver completada en el ámbito de lo imaginario. Es el
caso de la fea y desgarbada Charlotte Valle de La extraña pasajera (1942), capaz de convertirse, por efecto de una
voluntad indoblegable de vencer a las circunstancias, en una mujer atractiva y
dotada de una gran seguridad en sí misma, una historia con adulterio incluido
que se constituyó en el ejemplo perfecto de la imagen “avanzada” que el feminismo
de la época exigía ver ejecutada en las pantallas, aunque fuera a costa del
escándalo puritano.
Pero
donde ese perfil conceptual alcanzaba una precisión máxima era sin duda en Eva al desnudo, la obra maestra que
dirigiera en 1950 Joseph Leo Mankiewicz y donde Bette Davis encarnaba a la
inmortal Margo Channing, una actriz a medio camino entre Elizabeth Bergner y
Tallulah Bankhead. En un primer nivel de lectura, Eva funciona como una lúcida
y lacerada reflexión acerca de la condición estelar en el show-bussiness, un
asunto al que de algún modo Bette ya se había aproximado en Mr. Skeffignton (1944), cuya enfermiza y
agocéntrica protagonista estaba claramente inspirada en la actriz Fanny Ward, y
al que volvería a remitirse más adelante en La
estrella (1953). En ese sentido, Eva
debe ser leída en relación con otra obra maestra contemporánea suya: el film de
Billy Wilder, El crepúsculo de los dioses.
Eva también reflejaba la situación
personal en que se encontraba Bette Davis en aquel momento de su carrera, así como
un tipo de animosidad endémica en el mundo del espectáculo y del que la propia actriz participaba
plenamente, tal y como reconocía en The
Lonely Life, su autobiografía: “Ha llegado a la cumbre a fuerza de mucho
arañar, e incluso hubiera empleado el asesinato para conseguirlo”.
Pero,
mucho más allá, Eva es un discurso
sobre Eva o, lo que es lo mismo, sobre la condición femenina y lo que el cine
americano tantas veces ha considerado sus más inalterables sustancias: la
intriga, la seducción, la deslealtad, la ambición desmedida... Eva es mentirosa, chantajista, carece de
escrúpulos y emplea el sexo como un vehículo para su insaciable codicia, pero
esa Eva no es sólo el personaje de
ese nombre, sino que también lo es el de la propia Margo ( no en vano alguien
decidió que la edición española de The
life of Bette Davis debía titularse Bette
Davis al desnudo), y el de Phoebe (Barbara Bates), la muchacha que aborda a
Anne Baxter al final de la historia, dando a entender que se reinicia el ciclo
de la competencia a muerte por el triunfo... Eva es la mujer misma sorprendida
en su intimidad conceptual. Eva al
desnudo, que no es casual que en Sudamérica se titulara precisamente La malvada, se articula casi como un
resumen de los principios que inspiran el tratamiento peyorativizante que
Hollywood ha dado siempre a sus representaciones de la mujer, aunque no haga
con ello más que renovar mitos obsesivamente repetidos por la humanidad,
incluido el de la Eva bíblica, que es el de la invención femenina de la
malignidad misma. Nos encontramos sin duda ante uno de los derivados del
monopolio masculino sobre las instancias de control sobre el simbolismo
colectivo: la convicción de que la naturaleza femenina albergaba un alma
condenada a propiciar eternamente el mal.
Eva al desnudo puede servir también para
llamar la atención acerca de cómo los conceptos encarnados por Bette Davis sólo
resultan comprensibles a partir de su ubicación en un sistema de oposiciones en
el mismo dominio de lo femenino. Casi sin excepción, todas las películas de la
Davis plantean conflictos dramáticos entre mujeres situadas en relaciones de
simetría simbólica, muchas veces recurriendo a versiones radicales del tema de
“las amigas opuestas”, como en Old
Acquaintance (1943) o en ¿Qué fue de
Baby Jane? Pero, en general, los personajes de la Davis adquirían su
sentido distinguiéndose al de otras mujeres, con las que establecía
alguna modalidad de contencioso, no pocas veces con un alto contenido de
equivocidad por lo que hace al aspecto sexual de la relación, como ocurría
espectacularmente en Eva. A ello contribuía la elevada dosis de ambigüedad que
Bette destilaba –no en vano la publicidad se empeñó en presentarla como “la
rival de Garbo”-, y no hay duda de que en el tipo de malentendidos propiciados
estaba la clave de la devoción que por ella empezó a sentir el público gay
americano a partir de los años cincuenta. Bette, que nunca había dado a
entender inclinaciones homosexuales en su vida amorosa, tuvo que protestar
porque la portada del disco de Old
Acquaintance, en que aparecía brindando con su odiada Miriam Hopkins,
sugería lesbianismo, por no hablar del
acoso sexual al que la sometió durante años Joan Crawford.
Otro de
los resultados de esa preocupación conectiva lo hallamos en la recurrencia con
que aparece comprometida en variaciones de otro esquema temático inconfundible:
el de la “oscura hermana”. Como en Bad
Sister (1931), su primera película –aunque en aquel caso la “mala” fuera
Sidney Fox-, Las hermanas (1938) o Como ella sola (1942), donde era
moralmente derrotada por Anita Louise y Olivia De Havilland, respectivamente.
Una estrategia de representación que será capaz de autocaricaturizar en Una vida robada (1946), en la que Glenn
Ford debía elegir entre una Bette Davis dulcísima y su hermana gemela, una
Bette Davis aborrecible, un papel parecido al que, mucho más tarde, en 1964,
hiciera en Su propia víctima.
También como una parodia debe entenderse
Canción de cuna para un cadáver, de
aquel mismo año, donde Robert Aldrich se divertía recreando de nuevo el cochambroso
Sur de tantas películas de Bette Davis, sólo que endosándole a ella ahora el
papel de “buena”, y a la dama honesta y dulce por excelencia del cine americano
de décadas atrás, Olivia De Havilland, el de “malísima”. Recordar, por último,
que de esa naturaleza fue una de sus últimas
apariciones cinematográficas, como en la hermana mayor de Lillian Gish
en ese ejercicio de virtuosismo en torno a la evocación que es Las ballenas de agosto (1987).