La foto es de Elena Rostunova |
Fragmento de "De la ciudad concebida a la ciudad practicada", Archipiélago,
62, pp. 7-12.
ESPACIO PÚBLICO Y ORDEN POLÍTICO
Manuel Delgado
Cabe recordar que la
asociación de lo público a aquello cuya titularidad corresponde al Estado
introduce un elemento de malentendido a la hora de definir un espacio como "público", puesto que de algún modo cuestiona la propia dimensión abierta y
accesible a todos que se acepta como su primera cualidad. Considerar que ha de
estar supeditado a las instituciones estatales equivale a afirmar que el
espacio público no es del público, sino de un orden político que se ha
autoarrogado la función de fiscalizarlo e imponerle sus sentidos. En este caso,
el espacio público ve desmentida su propia condición de tal, en tanto es
concebido y reconocido como propiedad privada de un poder político
centralizado. Si, al pie de la letra, su eventual condición pública debería
hacer de un espacio dado un ámbito para las apropiaciones transitorias y en
filigrana, su naturaleza legal lo postula como dependiente de una instancia de
control que se considera autorizada a administrar sus empleos, restringir su
acceso y distribuir significados afines a su ideología.
Es en tanto que patrimonio de la
administración centralizada sobre la ciudad -la polis- que el espacio público
está sometido a una casi obsesiva voluntad clarificadora. Desde esa
perspectiva, las principales funciones que debe ver cumplido ese espacio
público se limitan a: 1), asegurar la buena fluidez de lo que por él circula;
2), servir como soporte para las proclamaciones de la memoria oficial
-monumentos, actos, nombres..., y 3), últimamente, ser sometido a todo tipo de
monitorizaciones que hacen de sus usuarios figurantes de las puestas en escena
autolaudatorias del orden político o que los convierten en consumidores de ese
mismo espacio que usan. Para tales fines, la Administración trata de mantener
el espacio público en buenas condiciones para una red de encuentros y
desplazamientos lo más ordenados posible, así como de asegurar unos máximos
niveles de claridad semántica que eviten a toda cosa tanto la ambigüedad de su
significado como la tendencia que nunca deja de experimentar a embrollarse, es
decir, a una exuberancia perceptual y simbólica que lo hace ininterpretable en
una sola dirección. Esta preocupación por la legibilidad del espacio público es
la que se traduce en todo tipo de iniciativas urbanísticas que pretenden
arquitecturizarlo, que lo fuerzan a asumir esquematizaciones provistas desde el
diseño urbano, siempre a partir del presupuesto de que la calle y la plaza son
-o deben ser- textos que vehiculan un único discurso.
Frente a esa definición del
espacio público como texto unitario se reproducen las evidencias de una
apropiación ora microbiana, ora tumultuosa de ese mismo espacio por parte de
sus practicantes, su condición de escenario para el incansable trabajo de la
sociedad sobre sí misma. Si el espacio público politizado -en el sentido de
sometido a la polis- vive bajo la obcecación por hacer de él lo que ni
es ni nunca ha sido ni seguramente será -una superficie nítida, pacificada,
sumisa-, el espacio público socializado asume una naturaleza permanentemente
intranquila, escenario activo que es para lo inesperado, proscenio en que la
excepción es casi norma y marco para una sociedad autogestionada que se pasa el
tiempo tejiendo y destejiendo tanto sus acuerdos como sus luchas.
Poner el acento en las
cualidades permanentemente emergentes del espacio público urbano implica
advertir que éste no puede patrimonializarse como cosa ni como sitio, puesto
que ni es una cosa -un objeto cristalizado-, ni es un sitio -un fragmento de
territorio dotado de límites y marcas. De hecho, bien podríamos decir que es
cualquier cosa menos un territorio. Sería antinómico y no puede concebirse algo
a lo que llamar territorio público. El espacio público es -repitámoslo-
sólo la labor de la sociedad urbana sobre sí misma y no existe -no puede existir-
como un proscenio vacío a la espera de que algo o alguien lo llene. No es un
lugar donde en cualquier momento pueda acontecer algo, puesto que ese lugar se
da sólo en tanto ese algo acontece y sólo en el momento mismo en que acontece.
Ese lugar no es un lugar, sino un tener lugar. Puro acaecer, el espacio público
sólo existe en tanto es usado, que es lo mismo que decir atravesado,
puesto que en realidad sólo podría ser definido como eso: una mera manera de
pasar por él.