dijous, 4 d’octubre del 2018

Espacio púlblico y orden político




La foto es de Elena Rostunova

Fragmento de "De la ciudad concebida a la ciudad practicada", Archipiélago, 62, pp. 7-12.


ESPACIO PÚBLICO Y ORDEN POLÍTICO
Manuel Delgado

Cabe recordar que la asociación de lo público a aquello cuya titularidad corresponde al Estado introduce un elemento de malentendido a la hora de definir un espacio como "público", puesto que de algún modo cuestiona la propia dimensión abierta y accesible a todos que se acepta como su primera cualidad. Considerar que ha de estar supeditado a las instituciones estatales equivale a afirmar que el espacio público no es del público, sino de un orden político que se ha autoarrogado la función de fiscalizarlo e imponerle sus sentidos. En este caso, el espacio público ve desmentida su propia condición de tal, en tanto es concebido y reconocido como propiedad privada de un poder político centralizado. Si, al pie de la letra, su eventual condición pública debería hacer de un espacio dado un ámbito para las apropiaciones transitorias y en filigrana, su naturaleza legal lo postula como dependiente de una instancia de control que se considera autorizada a administrar sus empleos, restringir su acceso y distribuir significados afines a su ideología.



Es en tanto que patrimonio de la administración centralizada sobre la ciudad -la polis- que el espacio público está sometido a una casi obsesiva voluntad clarificadora. Desde esa perspectiva, las principales funciones que debe ver cumplido ese espacio público se limitan a: 1), asegurar la buena fluidez de lo que por él circula; 2), servir como soporte para las proclamaciones de la memoria oficial -monumentos, actos, nombres..., y 3), últimamente, ser sometido a todo tipo de monitorizaciones que hacen de sus usuarios figurantes de las puestas en escena autolaudatorias del orden político o que los convierten en consumidores de ese mismo espacio que usan. Para tales fines, la Administración trata de mantener el espacio público en buenas condiciones para una red de encuentros y desplazamientos lo más ordenados posible, así como de asegurar unos máximos niveles de claridad semántica que eviten a toda cosa tanto la ambigüedad de su significado como la tendencia que nunca deja de experimentar a embrollarse, es decir, a una exuberancia perceptual y simbólica que lo hace ininterpretable en una sola dirección. Esta preocupación por la legibilidad del espacio público es la que se traduce en todo tipo de iniciativas urbanísticas que pretenden arquitecturizarlo, que lo fuerzan a asumir esquematizaciones provistas desde el diseño urbano, siempre a partir del presupuesto de que la calle y la plaza son -o deben ser- textos que vehiculan un único discurso.



Frente a esa definición del espacio público como texto unitario se reproducen las evidencias de una apropiación ora microbiana, ora tumultuosa de ese mismo espacio por parte de sus practicantes, su condición de escenario para el incansable trabajo de la sociedad sobre sí misma. Si el espacio público politizado -en el sentido de sometido a la polis- vive bajo la obcecación por hacer de él lo que ni es ni nunca ha sido ni seguramente será -una superficie nítida, pacificada, sumisa-, el espacio público socializado asume una naturaleza permanentemente intranquila, escenario activo que es para lo inesperado, proscenio en que la excepción es casi norma y marco para una sociedad autogestionada que se pasa el tiempo tejiendo y destejiendo tanto sus acuerdos como sus luchas.



Poner el acento en las cualidades permanentemente emergentes del espacio público urbano implica advertir que éste no puede patrimonializarse como cosa ni como sitio, puesto que ni es una cosa -un objeto cristalizado-, ni es un sitio -un fragmento de territorio dotado de límites y marcas. De hecho, bien podríamos decir que es cualquier cosa menos un territorio. Sería antinómico y no puede concebirse algo a lo que llamar territorio público. El espacio público es -repitámoslo- sólo la labor de la sociedad urbana sobre sí misma y no existe -no puede existir- como un proscenio vacío a la espera de que algo o alguien lo llene. No es un lugar donde en cualquier momento pueda acontecer algo, puesto que ese lugar se da sólo en tanto ese algo acontece y sólo en el momento mismo en que acontece. Ese lugar no es un lugar, sino un tener lugar. Puro acaecer, el espacio público sólo existe en tanto es usado, que es lo mismo que decir atravesado, puesto que en realidad sólo podría ser definido como eso: una mera manera de pasar por él.





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