-->
La foto es de Jaime Vedres |
CENTRO
URBANO Y CENTRALIDAD RITUAL
Manuel
Delgado
Todo conjunto espacial maqueta un cierto
orden social, ya sea deseado por una minoría social con control sobre la
producción de significados, ya sea proyectado por sectores sociales subalternos
que también se reconocen en un determinado paisaje urbano. Esa plusvalía
simbólica atribuida a un parte de la trama urbana resulta de reconocer en ella
conglomerados congruentes de símbolos en condiciones de provocar en los
individuos algún tipo de reacción emocional y, en consecuencia, determinados
impulsos para la acción, a la manera de una especie de reflejo condicionado
culturalmente pautado. Tenemos entonces, siguiendo a Victor Turner, que la
función que cumplen los espacios rituales —y un centro histórico lo es o
quisiera serlo— es a la vez posicional –relativa a cuál es el lugar estructural
de cada cual en relación con los demás–, conductual –cuál es el comportamiento
adecuado para cada eventualidad– y emocional, es decir relativo a los
sentimientos que cabe albergar ante cada avatar de la vida social, saturados como
están de unas cualidades afectivas que impregnan de sentimientos gran cantidad
de conductas y situaciones.
En ese contexto teórico, en un centro urbano podemos reconocer la
polarización de sentido propia de los símbolos rituales. Tenemos
ahí un polo sensorial, en el que el
contenido está directamente asociado con la forma externa del símbolo, e
nuestro caso una determinada morfología, una escenografía hecha de piedras,
vías, mobiliario, actividad, ambiente... En él se acumulan elementos que
suscitan recuerdos, deseos y sentimientos. Al mismo tiempo, en ese mismo
espacio se conduce a la manera de un polo
ideológico, que remite enérgicamente a una ordenación de normas y valores
que guían la acción y la conceptualización social. De esta manera, un centro
urbano yuxtapone lo que es físico —los elementos materiales que configuran el
entorno y el microclima social que cobijan— con lo que es estructuralmente
axiomático. Materializan lo social, al tiempo que socializan lo material.
Siempre siguiendo a Turner, ponen en contacto principios éticos abstractos y
estímulos sensitivos que son al mismo tiempo emocionales: las normas y valores
se cargan de emoción, y las emociones se
dignifican, ya sea para institucionalizarse al servicio del orden social
establecido, ya sea en orden a impugnarlo o revocarlo. De ahí, a su vez, la
naturaleza, por así decirlo, pedagógica del centro urbano. En tanto reúne las
cualidades de condensador simbólico, cumple una función en tanto que
instrumento educativo, que imparte información acerca de las emociones de que
está hecha la sociedad, es decir de aquellos que permiten mantener unidos a sus
miembros o a un sector de estos. Es esa presunción teórica la que permite a
Clifford Geertz evocar a Flaubert para hablar del simbolismo ritual como un
elemento clave para la educación
sentimental de los miembros de una sociedad, una apreciación del todo
aplicable a la capacidad concomitante y evocadora que es capaz de suscitar un
centro urbano para quienes lo habitan o recorren.
Esa condición múltiple como quintaesencia
de la vida social, condensadores simbólicos y espacios con valor ritual es la
que convierte a los centros urbanos en la arena ideal que los segmentos con
contenciosos activos –de los minoritarios o marginales hasta los que consiguen
congregar grandes muchedumbres– ocupan con tal de llamar la atención no sólo de
los gobiernos que tienen allí su domicilio, sino del conjunto de la ciudadanía
y de los medios de comunicación. Las luchas colectivas –del tipo que sea– encuentran
en el centro urbano el marco idóneo en que amplificar sus contenidos
vindicativos, hacer palpables conflictos cuya presencia irrumpe e interrumpe la
vida ordinaria de las ciudades. Cada una de esas ocasiones demuestra cuán
ficticia es la regularidad que se supone rigiendo la actividad de una ciudad,
alterada por constantes espasmos de los que las fiestas ya eran anuncio y
previsión. No hay metrópolis que no ofrezca un ejemplo de esa funcionalidad del
centro urbano como escenario para que la sociedad se ofrezca los mejores
espectáculos de sí misma, aquellos que la fiesta y su pariente mayor, la
revuelta, le deparan.