dimarts, 27 de març del 2018

Centro urbano y centralidad ritual


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La foto es de Jaime Vedres
En José María García-Pablos, ed. Nombrar lo urbano, Escuela de Arquitectura, Ingeniera y Diseño, Universidad Europea, Madrid, 2016, pp. 84-85.

CENTRO URBANO Y CENTRALIDAD RITUAL
Manuel Delgado

Todo conjunto espacial maqueta un cierto orden social, ya sea deseado por una minoría social con control sobre la producción de significados, ya sea proyectado por sectores sociales subalternos que también se reconocen en un determinado paisaje urbano. Esa plusvalía simbólica atribuida a un parte de la trama urbana resulta de reconocer en ella conglomerados congruentes de símbolos en condiciones de provocar en los individuos algún tipo de reacción emocional y, en consecuencia, determinados impulsos para la acción, a la manera de una especie de reflejo condicionado culturalmente pautado. Tenemos entonces, siguiendo a Victor Turner, que la función que cumplen los espacios rituales —y un centro histórico lo es o quisiera serlo— es a la vez posicional –relativa a cuál es el lugar estructural de cada cual en relación con los demás–, conductual –cuál es el comportamiento adecuado para cada eventualidad– y emocional, es decir relativo a los sentimientos que cabe albergar ante cada avatar de la vida social, saturados como están de unas cualidades afectivas que impregnan de sentimientos gran cantidad de conductas y situaciones.

En ese contexto teórico, en un centro urbano podemos reconocer la polarización de sentido propia de los símbolos rituales. Tenemos ahí un polo sensorial, en el que el contenido está directamente asociado con la forma externa del símbolo, e nuestro caso una determinada morfología, una escenografía hecha de piedras, vías, mobiliario, actividad, ambiente... En él se acumulan elementos que suscitan recuerdos, deseos y sentimientos. Al mismo tiempo, en ese mismo espacio se conduce a la manera de un polo ideológico, que remite enérgicamente a una ordenación de normas y valores que guían la acción y la conceptualización social. De esta manera, un centro urbano yuxtapone lo que es físico —los elementos materiales que configuran el entorno y el microclima social que cobijan— con lo que es estructuralmente axiomático. Materializan lo social, al tiempo que socializan lo material. Siempre siguiendo a Turner, ponen en contacto principios éticos abstractos y estímulos sensitivos que son al mismo tiempo emocionales: las normas y valores se cargan de  emoción, y las emociones se dignifican, ya sea para institucionalizarse al servicio del orden social establecido, ya sea en orden a impugnarlo o revocarlo. De ahí, a su vez, la naturaleza, por así decirlo, pedagógica del centro urbano. En tanto reúne las cualidades de condensador simbólico, cumple una función en tanto que instrumento educativo, que imparte información acerca de las emociones de que está hecha la sociedad, es decir de aquellos que permiten mantener unidos a sus miembros o a un sector de estos. Es esa presunción teórica la que permite a Clifford Geertz evocar a Flaubert para hablar del simbolismo ritual como un elemento clave para la educación sentimental de los miembros de una sociedad, una apreciación del todo aplicable a la capacidad concomitante y evocadora que es capaz de suscitar un centro urbano para quienes lo habitan o recorren.

Esa condición múltiple como quintaesencia de la vida social, condensadores simbólicos y espacios con valor ritual es la que convierte a los centros urbanos en la arena ideal que los segmentos con contenciosos activos –de los minoritarios o marginales hasta los que consiguen congregar grandes muchedumbres– ocupan con tal de llamar la atención no sólo de los gobiernos que tienen allí su domicilio, sino del conjunto de la ciudadanía y de los medios de comunicación. Las luchas colectivas –del tipo que sea– encuentran en el centro urbano el marco idóneo en que amplificar sus contenidos vindicativos, hacer palpables conflictos cuya presencia irrumpe e interrumpe la vida ordinaria de las ciudades. Cada una de esas ocasiones demuestra cuán ficticia es la regularidad que se supone rigiendo la actividad de una ciudad, alterada por constantes espasmos de los que las fiestas ya eran anuncio y previsión. No hay metrópolis que no ofrezca un ejemplo de esa funcionalidad del centro urbano como escenario para que la sociedad se ofrezca los mejores espectáculos de sí misma, aquellos que la fiesta y su pariente mayor, la revuelta, le deparan.



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