La foto es Peter Funch |
Estos son los párrafos finales de El soplo en el jardín y el rugido en el bosque, intervención en el simposio Espacios sonoros, tecnopolítica y vida cotidiana, celebrado en el CCCB en el marco del Festival Zeppeli 2005 y organizado por el Institut Català d'Antropologia y la Orquestra del Caos. Luego apareció publicado en el número 5 de los Quaderns-e de l'Institut Català d'Antropologia, también de 2005.
LAS CIUDADES SUENAN
Manuel Delgado
La idea de que una ciudad puede ser pensada en términos de una armonización sonora escondida ha sido recurrentemente explicitada. El reconocimiento de la presencia de una “melodía oculta” o un “bajo continuo” en el substrato de las motricidades cotidianas es estratégica para sustentar la viabilidad de una sonografía de los usos del espacio urbano, que consistiría en tratar de distinguir, entre la actividad de hormiguero de las calles y de las plazas, la escritura a mano microscópica, desarrollo discursivo no menos “secreto”, “en murmullo”, que enuncian caminando los transeúntes, cuyas actividades motrices son variaciones sobre una misma pulsión rítmica de base. Es decir, que las trayectorias de los viandantes implican apropiaciones del espacio colectivo de la ciudad y sería posible una lectura cifrada de las secuencias funcionales y poéticas que protagonizan los simples paseantes, un trabajo que lleva a una suerte de pentagrama las calidades práctico-sensibles de los escenarios de la vida cotidiana.
No se olvide que los cuerpos transeúntes que se apropian de los espacios por los que circulan y que, al hacerlo, generan, son ante todo cuerpos rítmicos, en el sentido de que obedecen, en efecto, a un compás secreto y en cierta manera inaudible, parecido seguramente a ese tipo de intuición que permite bailar a los sordos y que, como los teóricos de la comunicación han puesto de manifiesto, está siempre presente en la interacción humana en forma de unos determinados “sonidos del silencio”. Así, "las personas que interaccionan y que intentan ser mutuamente previsibles, se mueven conjuntamente en una especie de danza, pero no son conscientes de sus movimientos sincrónicos y lo hacen sin música ni orquestación consciente" (E.T. Hall, Más allá de la cultura). No es tanto que el sonido pueda verse, sino que la visión puede recibir una pauta sutil de organización por la vía de lo auditivo. Como escribían Lefebvre y Régulier en su propuesta de una metodología ritmoanalítica en el estudio del espacio social, “el espacio se escucha tanto como se ve, se oye tanto como se desvela a la mirada”.
Y es que se ha repetido que la sociedad es comunicación, un colosal e inagotable sistema de signos que, puesto que son signos, sólo pueden ser concebidos en y para el intercambio. Una parte inmensa y fundamental de eso que no hace sino circular y que nos liga unos a otros y con el universo en que vivimos es sonido. Existe una materia sonora que no hace sino metabolizarse en vida social humana, puesto que sea cual sea su fuente de emisión, son los humanos quienes la convierten en sentido y estímulo para la acción. La sociedad suena, las ciudades suenan; uno puede reconocer la voz de un ser querido u odiado, pero también la voz, como si fueran la de esos seres vivientes que en realidad son, del mercado, del puerto, de la catedral o del prostíbulo. Podemos incluso oír las voces de lo que no está o de quien se ha ido, puesto que eso que llamamos memoria no es otra cosa que mera psicofonía y lo que se presenta como la Historia su institucionalización.
Todo ese telón sonoro hecho de susurros, ecos, aulllidos, bramidos, chirridos y chillidos no es un ambiente, un paisaje o un contexto sensible que nos rodean pasivos a la manera de un envoltorio; procedan de otros seres humanos o de las cosas con las que estos dialogan, esa urdimbre de sonoridades testimonia nuestra existencia como seres que escuchan y son escuchados, demostrándose unos a otros haciéndolo que, como hacia recordar Virginia Woolf a uno de los personajes de Las olas, “no somos gotas de lluvia que el viento seca. Provocamos el soplo en el jardín y el rugido en el bosque”.
Todo ese telón sonoro hecho de susurros, ecos, aulllidos, bramidos, chirridos y chillidos no es un ambiente, un paisaje o un contexto sensible que nos rodean pasivos a la manera de un envoltorio; procedan de otros seres humanos o de las cosas con las que estos dialogan, esa urdimbre de sonoridades testimonia nuestra existencia como seres que escuchan y son escuchados, demostrándose unos a otros haciéndolo que, como hacia recordar Virginia Woolf a uno de los personajes de Las olas, “no somos gotas de lluvia que el viento seca. Provocamos el soplo en el jardín y el rugido en el bosque”.