Fotograma de "El bueno, el feo y el malo" (1966) |
En Luis Buñuel, Jean Rouch, Michael Taussing et al. Miradas cruzadas. Cine y antropología,
Casa Encendida-Fundación Caja Madrid, Madrid, 2007.
EL CINE, ESAS SOMBRAS QUE ILUMINAN
Manuel Delgado
¿No era
la magia aquella forma portentosa de relacionarse con la naturaleza cuya figura
predilecta habría de ser, según Hubert y Mauss, “la del lazo que se ata y se
desata”? ¿Es que no es el cine lo que mejor se adaptaría al principio definitorio
de la magia: “la más fácil de las técnicas [...] porque
consigue reemplazar la realidad por imágenes”?
No podríamos encontrar un ejemplo más claro de las competencias del mago, tal
como las definía Lévi-Strauss: “Llevar a cabo
compromisos irrealizables en el plano de la
colectividad, simular transiciones imaginarias, así como a personificar
síntesis incompatibles". Tampoco es casual que los propios Hubert y Mauss incluyesen a los
feriantes en la categoría de los hacedores de magia,
lo que debería servir para recordarle al cinematógrafo lo humilde
de sus orígenes, que –no se olvide– fueron los de una atracción de barraca
más.
La
representación cinematográfica no sería, de este modo, más que una forma de
duplicar los mecanismos propios del ritual. Éste consistiría en un derroche de
repeticiones, es decir en la recurrencia mecánica de determinadas fórmulas verbales y gestuales, separadas por breves
intervalos. Las repeticiones rituales generan el mismo efecto óptico que la
película cinematográfica, que descompone el movimiento en unidades tan pequeñas
que su sucesión rapidísima acaba por hacerlas indescirnibles, suscitando la impresión
de una acción continuada. El destino del ritual sería, de acuerdo con eso, el
mismo que el del cine: reconstituir un orden ideal del mundo que en realidad
sólo puede percibirse mediante un acto de puro ilusionismo, y que permite
rehacer lo continuo a partir de lo discontinuo. El
ritual, como el cine, se entrega a la tarea convulsiva de cubrir y coser la
infinidad de grietas que la experiencia humana del mundo sufre a la hora de
distribuir los sentidos y los significados. Lévi-Strauss
escribía en Historia de Lince,
comentando cierto rito de caza entre los indios
de la Columbia británica: “Como las imágenes de un
film cinematográfico examinadas una por una,
éste no podrá reconstruir, excepto en el pensamiento, la invivible
experiencia de un hombre que se ha convertido en cabra. A menos que, como las
imágenes del film, un celo piadoso produjera los
ritos en tan gran número y los hiciera desfilar tan rápidamente que, en virtud
misma de esta interferencia, engendraran la ilusión de una vivencia imposible,
porque ninguna experiencia real la ha correspondido
ni lo corresponderá nunca".
Los materiales de que se vale el pensamiento
para llevar a cabo esa tarea de simbolización –de la que el mago es un
profesional especializado, no se olvide– son en realidad elementos
desorganizados, restos, fragmentos, residuos, cosas encontradas y recogidas,
con las que generar luego conjuntos cristalizados, organizados y congruentes,
dotando de congruencia una masa de experiencias del mundo que en si mismas
carecen de ella. De ahí que para explicar esa labor que el chamán ejecuta
siguiendo órdenes de la comunidad Lévi-Strauss remita a la imagen del bricoleur,
alguien que trabaja con sus manos, utilizando elementos y medios desviados, no
originales, indirectos, no diseñados expresamente, materiales usados que se
adaptan a necesidades que van surgiendo sobre la marcha. En eso
consiste la eficacia simbólica que teoriza Lévi-Strauss: una especie de
propiedad inductora, basada en los principios de la analogía llevados a su
expresión más extrema, que se produciría entre
estructuras homólogas, constituidas por todo tipo de ingredientes, tomados de
aquí y de allí: procesos orgánicos, psiquismo inconsciente, pensamiento
reflexivo, relaciones sociales, fenómenos físicos y
naturales, etc.
Y es ahí donde el cine encuentra su lugar en
el sistema general de las prácticas mágicas y como la forma actual de ejecución
de la eficacia simbólica. El cine hace justamente eso: proveernos de una masa
informe, casi magmática de materiales extraídos de productos que se presentan
como acabados –las películas–, pero que el espectador descompone, desguaza,
destripa, para reservarse sólo algunos elementos seleccionados automáticamente
–ciertas secuencias, ciertos instantes sonsacados de un argumento lineal que
pronto pueden haber perdido de vista y no recordar–, disponible en todo momento
para luego hacer con ellos “cualquier cosa”, recomponiéndolos, montándolos de
mil maneras, dándoles un valor ya alejado de la fuente congruente de la que
fueron extraídos.
Ese magma de imágenes que el espectador de
cine –tanto el profano u ordinario, pero sobre todo su expresión mística: el
cinéfilo– ha conseguido reunir y almacena, luego de haberlas
descontextualizado, nos advierte de cómo los filmes, en última instancia, ponen
al alcance de nuestros ojos y nuestra imaginación una gran cantidad de
elementos que son en realidad prelingüísticos y presignificativos, moléculas
carentes de calidad simbólica en sí mismas pero que precisamente recuerdan
aquel “valor simbólico 0” al que remitía Lévi-Strauss en su elogio de la obra
de Marcel Mauss. Lo hacía desarrollando la noción de “mana” que estos proponían
para referirse a la materia prima de la magia, sustancia que no es nada en
concreto, puesto que designa al mismo tiempo una acción, una calidad y un
estado; sustantivo, adjetivo y verbo que recibe todo tipo de nombres en función
de la cultura que lo usa: kugi papua, krama malayo, deng bahnar, hasina
malgache, naual centroamericano, pokun shoshon, baraka sufí, wakan dakota, evu
evuzok, orendan iroqués, mandé nambikwara, manitú algonquino, megbe pigmeo... “Eso” –que es una nada tan eficiente que podría
ser cualquier cosa y obtener cualquier resultado– es mostrado por Lévi-Strauss
como equivalente al fonema cero al
que se refería Roman Jakobson: “Un fonema cero se
opone a todos los demás fonemas del francés en que no comporta ningún carácter
diferencial y ningún valor fonético constante. Pero en cambio el fonema cero
tiene como función propia oponerse a la ausencia de fonema.” El valor
simbólico 0 no sería entonces otra cosa que un esquema
flotante en la cultura del grupo, que permite organizar significativamente
vivencias intelectualmente indefinidas o afectivamente inaceptables,
objetivando estados subjetivos, formulando impresiones informulables,
integrando en un sistema coherente experiencias inarticuladas.
El cine
renueva esa función que las culturas y la inteligencia han buscado ver siempre
y en todos sitios garantizada por los ritos y por la magia, que es restaurar
unidades enajenadas, restablecer los puentes, una y otra vez rotos o perdidos,
que nos vinculan o nos vincularon un día al mundo. Y esas imágenes que se
proyectan y nos proyectan en las pantallas de los cines están justamente para
eso: para recordarnos de qué está hecha la vida, que no es sino de lo vivido
más lo soñado; lo poseído, pero no menos lo anhelado o añorado; lo pensado, lo
pensable, pero también de las insinuaciones de lo inimaginable; para darnos
noticia de lo inenarrable. Las películas: mineral extraño con el que los humanos
de hoy en día fabrican signos y significados; un manantial de sombras que
iluminan.