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La Liberté guidant le peuple, de Eugène Delacroix. (1830) |
Fragmento del artículo "Cultura de la violencia y violencia de la historia en centelles, verano de 1936", publicado en Historia y fuente oral, 9 (1993), pp. 103-117.
SOBRE LA RELACIÓN ENTRE HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA
Manuel Delgado
En un texto ya clásico, Claude Lévi-Strauss advertía cómo la historia y la antropología no se diferenciaban una de la otra ni por su método, diverso sólo en la dosificación de los procedimientos, ni por su objeto, que era para ambas disciplinas la vida social, ni tampoco por su propósito común en avanzar en la comprensión de lo humano. A lo sumo, la separación se hallaría en la elección de unas perspectivas cuya complementariedad quedaba remarcada: “La historia organiza sus datos en relación con las expresiones conscientes de la vida social, y la etnología en relación con las condiciones inconscientes”.
Con todo, el propio Lévi-Strauss, en el mismo artículo, señalaba que esa premisa de la atención por el inconsciente como la principal distancia entre antropólogos e historiadores ni siquiera en general. Ya por aquel entonces la escuela de los Annales le había concedido un lugar importante en sus aportaciones, y la tradición intelectual que Febvre y Bloch inician no ha hecho más que brindar los frutos de una manera de hacer historia que muchos antropólogos no tendrían inconveniente en suscribir. A tal apunte, podría habérsele añadido el de la corriente genealogizante que arranca en Nietzsche para culminar, primero en Weber, luego en Elias y Foucalt. Fuera de Francia, no hay duda de que la existencia de un ambiente determinado por el formalismo en la Unión Soviética favoreció la aparición de figuras de la talla de un Mijail Bajtin. Por su parte, en el resto de la Europa continental, la influencia de la perspectiva histórico-culturalista derivada de Lukács, Gramsci y la escuela de Francfort ha propiciado abundantemente la comunicación entre antropólogos e historiadores.
Por el lado de los antropólogos, la apertura hacia la dimensión temporal de la cultura ha sido también una constante, por ejemplo, en el caso norteamericano, donde sin duda la fértil influencia del particularismo ideográfico de Franz Boas ha resultado saludablemente capital, y donde las grandes escuelas del materialismo y la ecología culturales han colocado la evolución en un lugar preferente en sus programas. En cuanto a la etnología francesa, sólo una mirada muy superficial puede afirmar que la perspectiva allí dominante en las últimas décadas, la estructural, ha sido insensible a los efectos de la diacronía en las sociedades estudiadas. Lévi-Strauss, al que sus denuncias contra el historicismo como último refugio de la trascendencia le hicieron merecedor de una cierta fama de contrario a introducir el cambio en sus análisis, se ha cansado de repetir que la calidad de sincrónica no pertenece intrínsecamente a ese instrumento analítico que es la noción de estructura y que hay estructuras que son, por definición, diacrónicas. En todo caso, haber sostenido que el sistema siempre prima sobre el proceso y la estructura sobre la experiencia y que toda configuración social está siempre regida por una lógica secreta, es un mérito que cabe atribuirle no tanto a Lévi-Strauss como a Carlos Marx.
En la única tradición académica en la que la impermeabilidad entre historiadores y científicos sociales podía reconocerse como problema, era en aquella afectada por la declarada hostilidad antihistórica de la antropología estructural-funcionalista británica y el funcionalismo sociológico americano. Tuvo que producirse, a finales de los 40, el desacato teórico de Evans-Pritchard y Firth ante la égida doctrinaria de Radcliffe-Brown en la antropología inglesa, para que quedara desatascada la relación de ésta con la historia y superada la desconfianza de los historiadores para con la antropología social y su inclinación por lo que Thompson llamaba “las explicaciones paradójicas”.
Desde entonces, un poco por doquier, no se ha hecho otra cosa que alimentar la evidencia de que aquel grave asunto teórico que fue la oposición acontecimiento/estructura, como el gran obstáculo que impedía comunicarse fluidamente a historiadores y antropólogos, no era otra cosa que un falso problema originado en múltiples malentendidos y en alguna que otra terquedad epistemológica. Hoy, unos y otros aparecen crecientemente disuadidos de que es tan cierto que todo proceso contiene una estructura como que toda estructura experimenta procesos. Si en antropología deben quedar pocos que continúen sosteniendo la ilusión de una sociedad suspendida en el tiempo y asumen el cambio como una de las variables estratégicas que afecta al objeto de su conocimiento, no es menos verdad que tampoco serán seguramente mayoría los historiadores dispuestos a continuar defendiendo en serio la antigua prevalencia del suceso en sus descripciones.
Pero, si esa sensibilidad ha ido impregnando cada vez más los trabajos en historia antigua, medieval o moderna, forzados a conceder un papel nodal a la conjetura, no puede decirse lo mismo del contemporaneismo. Una acaso excesiva confianza en la verosimilitud y en la abundancia de los documentos accesibles, ha permitido que ese comportamiento haya acabado deviniendo una suerte de reducto fortificado desde el que la monarquía de los fenómenos ha continuado ejerciendo su antiguo despotismo, dificultando las aperturas a la repetición y a la interpretación que el diálogo con la antropología y la asunción de su utillaje conceptual han propiciado en otras jurisdicciones historiográficas.