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Introducción a la conferencia "Las amenzas laicas al laicismo", pronunciada en el Seminario Galileo Galilei de la Universidad de Granada, el 21 de octubre de 2013. Agradezco la invitación a los catedráticos José Antonio González Alcantud y María José Frájoli y el anfitrionaje ofrecido en el Albajcin por los amigos Pablo Laguna y Manuel Navarro, de Andalucía Laica.
NO EXISTEN CREENCIAS FALSAS
Manuel Delgado
El laicismo como movimiento y la
laicidad como proyecto plantean una cuestión importante, que merece ser
matizada. Aparecieron y existieron históricamente sobre todo como reacción al
poder o a la vocación de poder del clericato católico y de la Iglesia como
institución. Es en ese ámbito que conviene plantear su vigencia y expresar la
simpatía a lo que representan. Ahora bien, la cuestión se vuelve más complicada
si su pretensión es la de mantener a raya las amenazas que para el gran
proyecto cultural de las Luces suponen, en general, lo que podría entenderse
que son el oscurantismo y la irracionalidad. Desde ese punto de vista, la lucha
que pudiera emprender el laicismo contra todas las formas de creencia y
superstición en nombre de su supuesta irracionalidad es imposible, básicamente porque
no existen convicciones ni prácticas religiosas irracionales, al menos para la
antropología. Dicho de otro modo, desde la disciplina que vengo aquí a intentar
representar, para las ciencias sociales de la religión, como escribiera Émile
Durkheim en su fundamental Las formas
elementales de la vida religiosa (Akal), "no existen religiones falsas".
O, en otra línea teórica, las religiones aparecen precisamente como lo
contrario de lo que se supondría desde formas groseras de positivismo: como lo
que Max Weber llamaría, refiriéndose justo a ella, un mecanismo de racionalización,
puesto que su función ordenar y sistematizar la experiencia del mundo.
Téngase en cuenta que el epígrafe
antropología religiosa, de las religiones o de la religión sirve para designar una subdisciplina de contenidos
más problemáticos de la cuenta; eso es cierto. A las condiciones difícilmente
contorneables del objeto que aspira a conocer, la antropología religiosa está
por lo general sometida a unas connotaciones extracientíficas que otros
dominios también discutibles ‑lo económico,
lo político, el parentesco‑ no han tenido que padecer. Por si fuera poco, la
antropología de la religión no sólo reclama autoridad científica sobre un campo
ya de por sí comprometido, como es el de la religión,
sino que, por si fuera poco, pretende evaluar otros que sobreentienden afines,
como son la magia, el simbolismo, la mitología, etc. Además, en cuanto se insta un desdibujamiento que
subsuma la presunta condición especial de lo religioso en otras esferas ‑ideología, cosmovisión, imaginario, mentalidad, sistema de representación, etc.‑, el territorio a cultivar abarca
entonces, de manera ya del todo impracticable, la casi totalidad de
producciones ideacionales y sentimentales que ha estado en condiciones de
producir el ser humano.
En principio, sería adecuado
establecer que la antropología de la religión estudian instituciones, procesos,
estructuras o funciones a las que un cierto criterio permite hallar en tanto
que parcela exenta de la cultura, segregable para su disección analítica del
resto de las que se supone conformando la vida de las sociedades. De hecho, tal
espacio declarado franco es aquel en el que el resto de grandes bloques
temáticos tradicionales en antropología ‑parentesco, economía, política‑
desisten de penetrar, hasta tal punto pertenece aquello que la habita al
capítulo de lo puramente ideal o emotivo. Así, resultan separados para su
interpretación todos aquellos aspectos de la cultura que no resulten
homologables en tanto que tecnológicos o instrumentales y que, por esta causa,
merecen ser exiliados a los territorios de lo simbólico, una vez rescatados de los abismos de la estolidez humana
a los que la racionalidad vulgar los había condenado.
Las ciencias sociales de la
religión tienden, por tanto, a devenir por ese sesgo una antropología de lo
inefable, es decir, de todas aquellas figuras que han representado, en el
proceso de etiquetado y marcaje de las jurisdicciones científicas, lo que podríamos
llamar la "parte opaca" de los aspectos sensibles de la realidad, y
siempre a partir de una ausencia o de un exceso: lo irracional o pre‑racional,
lo extra‑ordinario, lo irreal, lo ilógico, pre‑lógico, lo no‑científico, lo sobre‑natural, lo extra-normal,
lo meta‑físico, lo extra‑empírico, etc. O bien a partir de
un tajante divorcio de lo real en dos esferas antagónicas, habitadas por cosas
patentes unas, por intangibles las otras: lo instrumental y lo expresivo,
lo material y lo ideal, lo empírico y lo simbólico, lo profano y lo sagrado, lo ordinario y lo trascendente. Expulsados a un país de espejismos y desmesuras, lo
religioso y sus parientes, lo mágico y lo mítico, no han podido merecer con
frecuencia otra cosa que explicaciones inevitablemente parecidas a los
vaporosos perfiles que se les atribuía.
En cambio, si se aceptase la
religión, la mitología o la magia en tanto que sistemas conceptuales,
simbólicos o de representación solo especiales a causa de la vehemencia de sus
argumentos y operaciones, manteniendo a raya las amenazas de esencialización
que la asedian, muchos de los malentendidos a que han estado sometidos se
disolverían. El misticismo devendría entonces solo una "puesta en
valor" de conductas, objetos, lugares, personas, ideas o instancias a los
que un estatuto especial ha convertido en poderosamente elocuentes. Entendida
como una forma particularmente expeditiva y elaborada de hacer y de decir,
destinada a justificar la organización del mundo y el sentido de la
experiencia, la religión y la magia clarifican su lugar en la distribución por
conceptos de aquello real de una manera no por fuerza oscura. Por otra parte,
su caracterización también en tanto que tecnologías de categorización y conocimiento
cancelaría, a buen seguro, la artificial distancia que las separaba de las
otras variables de lo real que se habían catalogado como
"materiales", al tiempo que estas veían reconocida su propia
dimensión invisible.
Este último postulado es el que permitiría
formular una clasificación en el conjunto de teorías que han aspirado a conocer
el sentido de los ritos, las creencias y los mitos. De un lado pueden situarse
quiénes han insistido en imaginar un objeto de conocimiento que formaba parte
de la propia condición humana ‑el homo
religiosus‑ y que tenía siempre un lugar vacante entre las instituciones
culturales de todas las sociedades y de todas las épocas. Del otro, quiénes, de
acuerdo con el supuesto anterior, han renunciado a toda definición positiva de religión y de magia y ha tratado los contenidos tradicionales de estos ámbitos
sin ninguna concesión al tipo de trascendentalizaciones con los que se daba
por sentado que las ideas o actitudes místicas merecían ser distinguidas de
todas las demás.
Las alternativas que se han
apartado en antropología y también en sociología religiosasde una tentación
idealista que en su esfera debía, a la fuerza, ser más poderosa que en
cualquier otra jurisdicción, están relacionadas con la tradición que inaugura
la escuela de l'Année sociologique. La
ruptura de su fundador, Émile Durkheim, consistió ante todo en descalificar
frontalmente toda pretensión de explicar los hechos religiosos en tanto que excepcionales,
misteriosos o trascendentes, asumiendo el estudio de las prácticas y las
creencias mágicas y religiosas al margen precisamente de lo que hubiera en
ellas de mágico y de religioso. Para Durkheim, la religión era una técnica
social de clasificación cuyo resultado era la distribución de las cosas del
mundo en sagradas y profanas, siendo el primer campo el de la más poderosa de
las modalidades de producción y legitimación social de realidades conceptuales,
un aspecto de los sistemas de representación que podía distinguirse sobre todo
a partir de la vehemencia con que cuidaba la puesta en escena de sus argumentos
y operaciones.
Fue Durkheim quien concedió la
primacía explicativa a la tarea que la inteligencia colectiva asignaba a los
sistemas religiosos: proyectar al plano de lo incontestable los
principios axiomáticos de los que dependía el orden de la sociedad y, más allá,
devenir matriz primordial de la que surgían, mediante un proceso de
diferenciación, los elementos fundamentales de la cultura, aquellas categorías
que, impuestas a priori a su experiencia individual, constituían los marcos permanentes
de la vida mental de cada etapa o sociedad. Herederos de tal enseñanza, desoyendo la atracción que suele
ejercer lo misterioso, renunciando a seguir la tantas veces reconfortante vía
de lo subjetivo, las ciencias sociales de la religión han seguido aproximándose
al campo del mito y el ritual con una voluntad esclarecedora de lo que, tras su
aspecto extraño o incluso estólido, eran reconocidas como expresiones
secretamente racionales de la inteligencia de las sociedades.