divendres, 2 de febrer del 2024

Catolicismo y pedofilia

La foto es de Colin O'Brien

Párrafos finales del artículo Vendrá el otro y te comerá. La usurpación de menores en la mentalidad persecutoriaFundamentos de Antropología , 6/7 (1997), pp. 87-99]


CATOLICISMO Y PEDOFILIA
Manuel Delgado

Sade había llamado a combatir «los dogmas ab­surdos, los misterios terroríficos, las ceremonias mons­truo­sas, la moral imposible de esa repugnante religión»: el catolicismo. Para ello hay que incluir a los curas y monjas en aquellas zonas de sexualidad extraña que, como apuntara certeramente Michel Foucault, empiezan a ser intensamente atendidas a partir del siglo XVIII, muchas veces entremezclándose entre sí : la sexualidad de los locos, de los viejos, la homosexualidad, el sexo de los primitivos y, especialmente y hasta ahora mismo, el sexo de la infancia. También la sexualidad del clero, que transcu­rría al margen, e incluso contra, el vínculo matrimo­nial, pasaba a engrosar el capítulo de las sexualidades no contr­ola­das que debían ser severamente fiscalizadas. La malignidad del catolicismo aparece estrechamente vinculada, así pues, a la lucha contra el cuerpo emprendida por todas las variantes reformistas. Es del todo sabido que el protestantismo asienta gran parte de su alternativa moral en el mie­do y la desconfianza ante la palpabilidad de la ma­teria y ante una sensualidad que identifica con el Mal, a lo que se opondría el Espíritu, única identidad humana libre e indife­renciada. La única fuente de seguridad es entonces la con­ciencia, creada a imagen y semejanza de la divinidad, mien­tras que lo carnal es intrínsecamente sucio y contaminan­te. 

El clero católico aprendía así en propia carne un principio que se aplicaba sistemáticamente a quiénes se antojasen un obstáculo para el proceso de modernización, entendido como proceso ascético de desencarnación del mundo y como un colosal exorcismo a que toda la sociedad era sometida. Ese principio establecía que toda resistencia a esa dinámica purificadora sería planteada en gran medida en clave erótica, asignándoles a los recalcitrantes una sexualidad deforme y mostrándolos como expresión de instintos no sujetos a control. De ahí que entre los reproches relativos a la anómala sexualidad de los refractarios –incluyendo en un lugar privilegiado a los católicos– esté hasta ahora mismo, en un lugar tan prominente, la afición por los niños. 

Y eso es porque hoy, igual que ayer, instalándose en la periferia o más allá de aquello que se homologa como normal o tolerable, la atracción hacia los menores continúa constituyendo un factor inapelable de marginación social. Y, a la inversa, la marginación social hace de quién la sufre automáticamente el seguro poseedor de una sexualidad tan irregular como la actitud que le es atribuida hacia la comunidad misma. Toda insumisión sexual comporta la marginación del desobediente, al mismo tiempo que toda marginación de desafectos, sea cual sea la causa real o ficticia de su estigma, presupone la segura presencia de una abominación sexual en ellos. Las figuras del perseguido sexual, del marginado sanitario –el enfermo de sida– y la del hereje o el infiel continúan, hoy tanto como hacer ocho siglos, sobreponiéndose unas sobre otras, interseccionándose, confundiéndose hasta conformar una única imagen de aquél que ha de ser objeto de execración o castigo. 

Entre quiénes han sido señalados con una cruz en la espalda, como encarnadores que se les considera de modalidades inaceptables de existencia, ocupa un lugar estelar aquél que ama a los niños, y los quiere tanto que, como insinuaba Michelet refiriéndose a los jesuitas, «ils auraient voulou les élever tous». De la percepción que se hace de esta voluntad del amigo ilegítimo de los niños de acapararlos para sí, robándole las criaturas, su alimento básico, al Estado y a la sociedad, se desprende del grupo un poderosísimo exudado sentimental que aborrece de la manera más profunda y duradera al delincuente‑enfermo sexual, al odioso vampiro de almas, a aquél que acaricia las pieles más jóvenes o le habla al oído a los inocentes para contaminarles su inmundicia. Es en él que se sabrá siempre hallar, agitándose, una inconfensable intención de comérselos vivos, su parentesco secreto con el Lobo de los cuentos. Y no puede haber perdón para quiénes osen desacatar el único orden caníbal posible, ni su bulimia infinita del más tierno de los espíritus, de la más fresca de las carnes. 



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