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Artículo publicado en g + c : revista de gestión y cultura, 2, noviembre 2009
CIUDADES POSTIZAS
El “centro histórico” como falsificación
Manuel Delgado
Las
políticas de rehabilitación de los centros para hacer de ellos “centros históricos”
en un buen número de ciudades del mundo aparecen asociadas, hoy, a un conjunto
de procesos de amplio espectro, relacionados a su vez con distintas dinámicas
de globalización económica, política y cultural. Por un lado, esas actuaciones
de reconversión de cascos antiguos, que intercalan grandes instalaciones
culturales –museos, centros de cultura, universidades...– confiados a
arquitectos-estrella, se ponen al servicio tanto de políticas de legitimación
simbólica de los poderes del Estado –cada vez más dependientes de las puestas
en escenas grandilocuentes, propias del neobarroco– ante la propia ciudadanía,
como de iniciativas de gentrificación, es decir de reasentamiento de clases
medias y altas en núcleos urbanos debidamente adaptados, con lo que esto
conlleva de expulsión-exclusión de los sectores populares que hasta entonces
habían encontrado en ellos un último refugio. Además, esas remodelaciones son
el eje de campañas de oferta de ciudad, en ciudades inmersas en dinámicas de
terciarización, ciudades que lo único que pueden ofrecer –cabría decir
simplemente vender– es su propia imagen debidamente simplificada,
convertida en un mero logotipo o marca capaz de atraer a ese turismo ávido de
emociones y sensaciones que las agencias les han vendido y las guías de
promoción le han anticipado en tanto que “culturales”.
Así
nos encontramos ante políticas públicas y privadas –unas y otras actuando de
manera coordinada– destinadas a satisfacer las crecientes demandas de consumo
cultural, por parte de un público turistizado, que no sólo está constituido por
los turistas propiamente dichos, sino por los propios habitantes, que son
considerados y tratados como si fueran turistas en su propia ciudad. Se
propician entonces intervenciones que convierten zonas enteras del tejido
urbano en escenarios artificiales destinados a representar lo que el promotor
político-empresarial quisiera y el turista-ciudadano espera que fuera una
determinada ciudad. Para ello, los centros urbanos pueden ser objeto de tematización,
en el sentido que Niklas Luhmann daba al término en orden ara conceptualizar la
reducción a la unidad de que una determinada realidad puede ser objeto, con el
fin de reducir sus índices de complejidad y orientar su percepción en un
sentido homogéneo y compartible. Ni que decir tiene que tematización no es sólo
sometimiento
de la vida social a una simplicidad representacional inspirada en lugares comunes que son permanentemente
enfatizados, sino también monitorización, es decir control a distancia de las
conductas que en tales escenarios deben desarrollarse.
Esas
zonas urbanas –a veces ciudades enteras– tematizadas son pura fachada, una
fachada tras la cual no suele haber nada, como tampoco lo hay alrededor. En
torno a los edificios y los monumentos de los centros urbanos museificados sólo
hay turistas durante el día y, claro está, el Poder, que escoge con frecuencia
esos barrios enaltecidos para establecer su domicilio social. De noche, nada o
poco. Esos espacios son espacios al mismo tiempo fantásticos y fantasmáticos. Estamos
ante la apoteosis de lo que Henri Lefebvre llamaba espacio abstracto, espacio de representación y representación de
espacio, espacio no practicado, simulación tramposa, cuya trampa reside precisamente
en su transparencia. El trabajo del plan
sobre la vida alcanza de este modo la apoteosis de un falso sometimiento de la
incertidumbre de las acciones humanas, a raya las potencias disolventes que
conspiran bajo lo cotidiano, dotando de perfiles claros aquello –lo urbano– que
en realidad no tiene forma ni destino.
En
tanto que gigantesco artefacto de apaciguamiento, la lógica de la ciudad-monumento
no es muy distinta de la que organiza y ofrecen los modernos centros
comerciales, islas de ciudad ideal en el seno o en los márgenes de la ciudad
real, en las que, sin problemas, bajo la atenta vigilancia de guardias jurados,
el paseante puede abandonarse al disfrute del ocio entendido como consumo. Lo
que se le brinda al turista en esa reserva natural de la Verdad que es un
centro histórico-monumental es precisamente una constelación ordenada de
elementos que se ha dispuesto para él –sólo
para sus ojos– y que configura una verdadera utopía, es decir un montaje
del que han sido expulsados los esquemas paradójicos y la proliferación de
heterogeneidades en que suele consistir la vida urbana en realidad. Desactivado
el enmarañamiento, expulsado todo atisbo de complejidad, lo que queda es una
puesta en escena que constituye justamente eso: una utopía, es decir, un lugar de ningún sitio, una realidad que no
existe de verdad más allá de los límites de su farsa, pero a la que se le
concede el deseo de existir bajo la forma de lo que no puede ser más que una
mera parodia de perfección.
La
ciudad monumentalizada existe contra la ciudad socializada, sacudida por
agitaciones con frecuencia microscópicas, toda ella hecha de densidades y
espesores, acontecimientos y usos no siempre legítimos ni permitidos,
dislocaciones que se generalizan... Frente a todo eso, la ciudad o el fragmento
de ciudad se ve convertida así, de la mano de la monumentalización para fines a
la vez comerciales y políticos, en un mero espectáculo temático para ser
digerido de manera acrítica por un turista sumiso a las directrices del plano o
del guía. Deviene así por fin unificada, dotada de sentido a través de una
manipulación textualizadora que no puede ser sino dirigista y autoritaria. De
ahí los conjuntos arquitectónicos, los edificios emblemáticos, las calles
peatonalizadas en que sólo hay comercios para turistas. Espacios acotados por
barreras invisibles en que –como ocurre en ciertas instalaciones hoteleras de
primera línea de playa– el turista sólo se encuentra con otros turistas, en
escenarios de los que el habitante se está batiendo en retirada o ha sido
expulsado ya. Es por ello que la monumentalización de las ciudades está
directamente asociada al lado carcelario de toda urbanística, a su dimensión
siempre potencialmente o fácticamente autoritaria. La fanatización del
resultado de esa voluntad de ciudad feliz resulta, entonces, inevitable, en la
medida que la concepción que proyecta –que vende,
bien podríamos decir– no puede tolerar la presencia de la mínima imperfección,
ni mucho menos la miseria, las contradicciones, el conflicto y las luchas que
cualquier ciudad viviente no deja de conocer o producir.
La
ciudad o el centro “históricos” constituyen pues intentos de triunfo de lo
previsible y lo programado sobre lo casual y lo confuso. Las políticas
destinadas al turismo de masas vienen entonces a reforzar la lucha urbanística
y arquitectural contra la tendencia de toda configuración social urbana al
embrollo y a la opacidad, en nombre de la belleza y la utilidad. Solivianta la
misma evidencia no sólo de las desigualdades, las agitaciones sociales, las
marginalidades más indeseables que emergen aquí y allá en torno a la paz de los
monumentos, sino de la propia impenetrabilidad de la vida urbana que les obliga
a procurar que los turistas no se desvíen nunca de los circuitos debidamente
marcados para ellos, puesto que en sus márgenes la ciudad verdadera no deja
nunca de acecharles. Fuera de los hitos que brillan con luz propia en el plano
que el turista maneja, un poco más allá, no muy lejos de las plazas porticadas,
las catedrales, los barrios pintorescos..., se despliega una niebla oscura a
ras de suelo: la ciudad a secas, sin calificativos, plasmática y extraña,
crónicamente inamistosa. Eso es lo que el turista no debe ver: lo que hay, lo
que se opone o ignora el sueño metafísico que las guías prometen y no pueden
brindar: una ciudad transparente y dócil que, quieta, indiferente a la vida, se
pavonea estérilmente de lo que ni es, ni nunca fue, ni será.
La ciudad
monumental, perfecta en la guía y en el plano, pseudorealidad dramatizada en
que se exhibe la ciudad imposible, dotada de un espíritu en que se resume su
historia hecha palacio y castillo, perpetuamente ejemplar en las estatuas de
sus héroes, anagrama morfogenético que permanece inalterado e inalterable. Una
ciudad protegida de sí misma, es decir, a salvo de lo urbano y de los
urbanitas. Lo que podría llegar a ser si se lograse descontarle la informalidad
implanificable e improyectable de las prácticas sociales innumerables que el
planificador y el promotor-protector de ciudades conocen y que nunca acaban de
entender del todo. El monumentalizador se engaña y pretende engañar al turista,
haciéndole creer que en algún sitio –allí mismo, por ejemplo– existen ciudades
concluidas, acabadas, cuando se sabe o se adivina que una ciudad viva es una
pura formalización ininterrumpida, no-finalista y, por tanto, jamás finalizada.
Toda ciudad es, por definición, una historia interminable.