dijous, 4 de gener del 2018

Otras palabras sobre la inmigración

La foto es de Zoetnet/Flickr
Artículo publicado en El País, el 13 de junio de 2001, acerca de la declaración del Parlament de Catalunya sobre la inmigración.

OTRAS PALABRAS SOBRE LA INMIGRACIÓN
Manuel Delgado

Es legítimo y está justificado preguntarse sobre cuál puede ser el valor de una declaración institucional sobre la inmigración en Catalunya, que inevitablemente habrá de serlo sobre el bochornoso espectáculo de injusticia que nos depara día tras día. De seguro que más de uno de los especialistas que han contribuido a la elaboración del texto sobre el tema que está a punto de ser aprobado por la cámara catalana se ha hecho preguntas al respecto. Ahora bien, ¿podía despreciarse la oportunidad de introducir otros enfoques a la hora de abordar una cuestión maltratada por todo tipo de distorsiones y demagogias? ¿No hubiera sido un acto imperdonable de arrogancia declinar de la posibilidad de decir otras cosas sobre la inmigración?

La apuesta del documento de la Comisión de estudio sobre la política de inmigración en Catalunya ha sido esa: hablar de otro modo sobre el hecho migratorio y hacerlo desde una cierta voluntad de rigor, sorteando los tópicos y, ante todo, exigiendo mayores niveles de equidad en la consideración de seres humanos a los que las leyes niegan el derecho a existir entre nosotros y que son abocados a condiciones de acoso y explotación que deberían avergonzarnos como país civilizado que pretendemos ser.

El texto –en cuya redacción ha sido fundamental el papel de la geógrafa Angels Pascual y del sociólogo Jordi Porta– arranca recordando la intrínseca normalidad del hecho migratorio y su lugar constitutivo en la formación de nuestra sociedad. Sigue luego con otra evidencia soslayada: no se puede ser inmigrante toda la vida; el inmigrante dejará de serlo y tarde o temprano devendrá nativo que, a su vez, es posible que llame inmigrantes a quienes lleguen después de él. El documento hace el elogio del derecho a la libre circulación de las personas, en un mundo caracterizado por la profusión y el aceleramiento de los flujos de información, capitales y mercaderías. La premisa más innegociable del texto, su punto de partida y su conclusión mayor: cualquier ser humano que comparta nuestro mismo espacio y nuestro mismo tiempo debe recibir idénticos derechos y asumir las mismas obligaciones, derechos y obligaciones que no pueden ser otros que los de la plena ciudadanía.

Es cierto que, como apuntaba la crónica que este diario publicaba con motivo de su presentación (El País, 9-6-2001), el documento no contiene una sola crítica explícita a la actual Ley de Extranjería. Tampoco hacía falta. El grueso de su contenido es incompatible con el marco legal vigente en España. En general, casi todas las recomendaciones en materia de legalización, escolarización, integración laboral, vivienda, sanidad o servicios sociales se orientan en el sentido que las organizaciones antirracistas han venido proponiendo en los debates públicos al respecto. Así, por ejemplo, se reclama que la policía de la Generalitat –para la que se vindican mayores competencias– garantice la seguridad de los inmigrantes y el ejercicio de sus derechos, anotación que se antoja especialmente pertinente después de la denuncia de Amnistía Internacional contra acciones de ese cuerpo. El Parlament ahora hará suyas, por otra parte, antiguas vindicaciones sindicales, como la concesión de visados para buscar empleo, que fue descartada por el gobierno español a la hora de elaborar su ley, o la supresión del permiso de trabajo para quienes hubieran obtenido el de residencia.

El escrito desactiva lugares comunes frecuentes. Se advierte que las políticas de ayuda a los países en vías de desarrollo no pueden ser mostradas como una fórmula mágica para interrumpir, por sí misma, las corrientes migratorias hacia el mundo industrializado. Se insta a abandonar los discursos que magnifican el asunto y a separar las cuestiones relativas a la inmigración de otras con las que tiende a ser confundida, como la marginación, las asimetrías sociales, la especulación urbanística o los abusos de poder. Se demanda una distinción clara entre expresiones de diversidad cultural que hay que respetar y proteger y formas de desigualdad social o de género que es preciso superar. A los medios de comunicación, se les pide una mayor seriedad y más prudencia en el tratamiento del fenómeno migratorio. Al sistema escolar, sensibilidad y respeto a la hora de referirse a otras formas de vida. A todos, serenidad ante conflictos que serán inevitables, pero que merecerá la pena afrontar.

Por último, cabe destacar el protagonismo reclamado para los viejos valores de la ciudadanía y la civilidad, que son el marco conceptual en que debe producirse la integración de la diversidad humana en una misma sociedad, en detrimento de nociones tan oscuras como potencialmente racistas, como multiculturalismo o mestizaje.

El documento que va a aprobar el Parlament es una exaltación razonada de los principios que deberían regir una sociedad moderna, es decir, orientada desde y hacia el incumplido proyecto cultural de la modernidad. Lo que luego se haga con este texto es ya otra historia. Lo lógico es que las instituciones y los partidos políticos que lo han asumido, además de aplicar sus postulados, exijan la inmediata derogación de la Ley de Extranjería, puesto que el antagonismo entre ésta y el contenido del documento es absoluto e irrevocable. En cuanto a las organizaciones comprometidas en la conquista de nuevas fronteras democráticas, podría ser un instrumento para emplazar a que las instancias políticas interpeladas sean consecuentes con sus proclamaciones oficiales y demuestren que no hacen de éstas una mera coartada con que legitimarse. 

Acaso los partidarios más radicales e impacientes de la libertad, la justicia y la igualdad deberían no despreciar demasiado precipitadamente el juego institucional. La lógica de los poderes puede ser usurpada o confiscada en beneficio de otros distintos de quienes la generaron, sometida a principios de acción inesperados e imprevisibles. Decía Michel Foucault en uno de sus escritos sobre Nietzsche: «El gran juego de la historia es para quien se apodere de las reglas, ocupe el puesto de los que las utilizan, se disfrace para pervertirlas, utilizarlas al revés y volverlas contra los que las habían impuesto; para quien introduciéndose en el complejo aparato lo haga funcionar de tal forma que los dominadores se encuentren dominados por sus propias reglas».
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