"Mamá, papá está herido", de Yves Tanguy (1927) |
Fragmento del artículo "La gramática secreta. Antropología y vanguardia", publicado en el número 34 de la revista Diagonal, en 1987.
LÉVI-STRAUSS Y LOS SURREALISTAS
Manuel Delgado
Ya se había producido entonces el encuentro más
fundamental entre los surrealistas y acaso el más genial e innovador de los
antropólogos posteriores a la última guerra mundial: Claude Lévi-Strauss. El
contacto con sus teorías va a suponer para el movimiento surrealista la
aportación de un discurso teórico que venía a confirmar plenamente el lugar de
su discurso en orden a constituirse en base de mucho más que un mero movimiento
«artístico»: en una opción renovadora del hombre y del mundo, en una nueva actitud
vital y una animosidad distinta, cuyos efectos sobre la concepción del universo
habitado y pensable habrían de ser estratégicos también para la propia ciencia.
No se trató solamente de una influencia de tipo
teórico, sino de un pedazo compartido de la historia de la creatividad y de la
ciencia. En una confluencia, acaso irrepetible y absolutamente extraordinaria
de ciencia, sabiduría e intuición, demostrando lo arbitrario de las divisiones
que las supone irreconciliables o simplemente entidades diferentes. En un mismo
chalet de dos plantas de Greenwich Village, Lévi-Strauss ultimaba sus Estructuras elementales del parentesco, mientras
en la habitación de al lado Yves Tanguy pinta y Claude Shannon inventaba los
cerebros eléctricos. Lévi-Strauss habría de recordar, no sin nostalgia, como en
aquel Nueva York de los años cuarenta Max Ernst, André Breton, Georges Duthuit
y él frecuentaban, en busca de objetos imprevistos, los pequeños anticuarios de
la Tercera Avenida. Claude Lévi-Strauss, el creador de la antropología
estructural y uno de los pensadores más influyentes del siglo XX, ya había
repetido su entusiasmo con un movimiento, el surrealismo, que en tantas cosas
se había anticipado, intuitivamente, a la aproximación directa, sin
intermediarios, ejercitando el pensamiento en estado salvaje en dirección a la
vida toda, como la categoría básica ara comprender todas las culturas y la
vertebralidad cognitiva misma de la condición humana, es decir, el aparato de
conceptualización mediante el cual, inconscientemente, somos capaces d
experimentar significativa y organizadamente la realidad.
Él, que tantas veces había expresado su desinterés
y su desconfianza hacia la pseudo-trascendencia que latía afectadamente en las
obras del cubismo o de la pintura abstracta, nunca dejó de citar las obras de
sus amigos surrealistas y naïfs como un ejemplo perfecto del resultado de la
labor del artista como mediador, a través del cual se restituyen en el
inconsciente los vínculos que unen al que mira con aquello que mira. Pocos como el tantas veces cercano al
surrealismo Octavio Paz, para entender la significación extremadamente
sustantiva de la obra de Lévi-Strauss, al que dedica su El nuevo festín de Esopo. Para Octavio Paz, la antropología,
representada por el autor francés de La
alfarera celosa, pero también por otro admirado suyo como es Carlos
Castaneda (para quien escribió el prefacio de Las enseñanzas de don Juan), es la última y l única posible de las
ciencias poéticas. Y si es así no es en el sentido literaturista del
calificativo, sino en la potencia que la poesía, como la música o la danza o
las matemáticas, tiene de convertirse en un metalenguaje que se sitúe en un
nivel de inteligibilidad por encima de las lenguas particulares de cada
sociedad.
En cuanto a esto, la posibilidad es también la que
tienen en común los creadores que han deliberadamente optado por irse a vivir a
las fronteras de lo aceptado como real por quienes deciden, para allí
reencontrarse con los cultivadores de l mirada antropológica y, para, juntos
aceptar el valor de la paradoja y la perplejidad visceral e irrenunciable que
conlleva el contacto atento con la alteridad en cualquiera de sus expresiones.
Allí, ambos reiniciarán la búsqueda, sabiendo que lo que hoy no son preguntas
sin respuesta, sino respuestas a unas preguntas que no conocemos. Estaremos en
la zona del peligro, pero también en la de la esperanza y la decencia de ese
hombre que mora en la otredad cercana o remota. Defendiéndolo, haciendo nuestra
su lucha por existir íntegramente, no haremos sino reconocer lo mucho que se
nos parece y su manera, particular pero auténtica de hablar de lo que, siendo,
quizás nunca nos dejen ser.