divendres, 8 de desembre del 2017

El maestro como médium

La foto está tomada de http://olahjl2.blogspot.com.ar/2014/09/
En Juan Saéz Carreras y José García Molina, eds., Metáforas del educador, Nau Llibres, València, 2011, pp. 109-114.

EL MAESTRO COMO MÉDIUM
Manuel Delgado

Las ciencias sociales de la religión han asumido como objeto de conocimiento una forma específica de sociedad que es la que los mortales establecen con los inmortales o con lo inmortal en general. La premisa que esa lógica establece, y que permite circunscribir una cierta área de la cultura, es que encima, debajo, en paralelo o entre medio de la nuestra existe otra sociedad con la que, a su vez, hacemos sociedad y que presenta una importante singularidad: es invisible, no puede ser percibida como materia sustantiva y la conforman seres o entidades buenas, perversars o neutrales, que son de alguna forma fundamentales para nuestra existencia, puesto que encarnan y dramatizan las claves de nuestra existencia terrena. Esas instancias vertebradoras lo son puesto que detentan una persistencia y una estabilidad mucho mayor, o infinitamente mayor, que la que caracteriza el dominio sensible en el que nos movemos los humanos. En ese territorio que está ahí, pero no vemos, residen potencias y potestades a las que se le arroga la determinación del sentido de la vida y de sus avatares, incluyendo la gloria, la bienaventuranza, la maldición, la suerte o la muerte.

Existen diferentes maneras de conceptualizar esos dos universos paralelos, uno configurado por la experiencia sensible de un vida social toda ella hecha de vivencias contradictorias, desordenadas, paradójicas, segmentadas, incongruentes y más bien insensatas, y el otro, pura continuidad, coherencia, integración y orden. Marx, por ejemplo, se refirió a ese contraste, deudor del platónico real/ideal, en términos de infraestructura/superestructura. Durkheim lo planteó como sagrado versus profano y fue de ahí que Saussure lo traslado al plano del lenguaje como la oposición significado/significante o lengua/habla. Ahora bien, esa dualidad entre el desorden de lo real y el orden de las representaciones colectivas es planteado por la escuela de l’Année Sociologique de un forma distinta a como se formulaba desde el marxismo. Para este, la correspondencia entre los dos planos es mecánica e implica un desdoblamiento casi simétrico en el que las condiciones objetivas de vida emplean para proyectarse, como si fuera un pantalla, la constelación congruente que constituye el orden ideológico, es decir aquél en que residen las fuentes que otorgan sentido, socialmente interesado y políticamente controlado, a la experiencia de los individuos. En cambio, en la primera escuela sociológica francesa, la correspondencia entre el nivel de las vivencias humanas –lo profano, o, si se quiere, el amontonamiento casi informe de los mensajes y las prácticas– y el de del sistema ordenado de los conceptos y las categorías que les otorgan significado –lo sagrado, o, si se prefiere, el conjunto de los códigos– nunca acaban de casar del todo, mantienen entre sí una relación crónica de desajuste, en que los elementos de lo material y lo ideal nunca se acaban de corresponder del todo unos con otros.

Esa carencia nunca resuelta de correspondencia entre el plano de lo vivido y el de lo pensable es lo que Lévi-Strauss reconoce, en su elogio de Marcel Mauss, en la raíz misma de la aparición del pensamiento humano, que empezó a existir no poco a poco, paulatinamente, sino de golpe, de una sola vez, en un momento determinado, pero no identificado, de la historia de la especie en que a esta le fue dado entender el mundo a partir de un doble don: el de reconocer que las cosas tenían significado y el de convencerse de que existía un significado para las cosas, pero sin que esas dos evidencias –la de las cosas con significado y la de los significados de las cosas– encontraran un vínculo que las uniera unas con otras, siendo la historia del conocimiento la de la lucha humana por conciliar esos dos niveles cuya realidad había sido establecida, pero no sus vínculos. Fue ese momento prodigioso, pero incompleto –el del descubrimiento que el mundo tenía sentido, pero sin que se supiera cuál–, lo que produjo una paradoja curiosa que no ha dejado de obligar a los humanos a pasarse buena parte de su tiempo intentado solucionarla: la de cosas sin sentido y la de sentidos sin cosa, o, por plantearlo de otro modo, la de experiencias a las que no podía asignársele una conceptualización clara que las pusiera en sistema –en cualquier sistema– y la de conceptos con su correspondiente sistema a los que parecía difícil cuando no imposible asignarles una experiencia en que ser concretarse. Y fue así que los humanos llevamos milenios viviendo cosas que no podemos pensar y pensando cosas que no podemos vivir.

La comunicación entre esos dos niveles –volviendo a Lévi-Strauss, el del significado y el de lo significado– es difícil, no está al alcance de todos y sólo una minoría de individuos es considerada como cualificada para devenir instrumento conductor entre un plano y otro, ya sea como resultado de un nombramiento funcionarial, como en el caso de las diferentes castas sacerdotales, o ya sea como consecuencia de un don carismático, sea adquirido o natural, como consecuencia de un entrenamiento profesional o de la distribución gratuita de algún tipo de gracia. En estos últimos casos –aquellos en que el papel de vaso comunicante se ejerce por virtudes personales– el trance suele ser la técnica mediante la cual el individuo-puente o canal dramatiza en público el momento en que esos dos universos abandonan su compartimentación y entran en contacto, algo que inevitablemente tiene un reflejo somático en diversas expresiones extáticas, que van desde los espasmos a la catalepsia. Ejemplos de estas formas carismáticas de mediación entre lo visible y lo invisible lo serían la mística, la posesión o el chamanismo, por recoger una tipología canónica en antropología de las religiones.

En todas las sociedades existen individuos de esta condición y con tal tarea estratégica de servir como mediadores a través de los cuales el campo en que reside el orden del mundo entra en contacto con el mundo físico y distribuye y actualiza su virtud organizadora. La tarea de estos individuos es llevar a cabo transferencias que permitan el encuentro y la articulación de valores y experiencias, los primeros conformando un todo cosmológico coherente, completo y tenido por acabado, el segundo crónicamente fragmentario e inestable. Esos individuos son considerados como poseedores o administradores, naturales o burocráticos, de, por así decirlo, todos los significados. Tal minoría especializada en atribuir valor y sentido, que se caracteriza por el superávit de claves explicativas con que cuenta, es interpelada por una mayoría de individuos a los que precisamente afecta un hecho contrario, que es el de ser protagonistas de una cantidad extraordinaria de acontecimientos vitales no articulados y a la espera de configuración discursiva. La relación que esta mayoría de desorientados mantiene con la minoría orientadora puede ir de la meramente clientelar –el mediador como eventual proveedor de un recurso escaso, con el que puede incluso mercadear– a la propia de un fielato fervoroso o de un colectivo al que se adoctrina obligatoriamente.

Por supuesto que la tarea del docente es de esa naturaleza de médium, no el sentido que se atribuye al término en relación con las prácticas de posesión –que sí que sería aplicable en ciertos casos en que el profesor es reconocido como maestro a partir de cualidades carismáticas–, sino en el más amplio de puente entre el conjunto de discursos normativos y normativizadores y el de sujetos que le son entregados para que les proponga o imponga un determinado orden –en este caso el establecido por la institución de la que depende– a su experiencia del mundo social, que será siempre y en todos los casos un amasijo de avatares sin codificar. 

Esa es la labor del educador: presentarse ante el público de seres sin formar que ha sido obligado a escucharle y aprender lo que dice, para hablarle de realidades que no son reales, que nadie ha visto ni verá jamás, pero que él recibe la responsabilidad de mostrar irrefutables, incontrovertibles, varadamente verdaderas. El educador ha sido habilitado para hacer un transporte constante entre el lugar sin lugar a donde nadie va salvo él y que el depósito donde se almacenan los valores abstractos, los principios de los que depende el orden de la sociedad, la esencia misma de la historia colectiva… Luego, una vez sistematizado ese saber al que se ha tenido acceso, el educador lo vierte entre quienes, a la fuerza, deben aprender de él lo que él, y sólo él o alguien como él, ha recibido de las fuentes siempre de alguna manera místicas en las que ha ido a beber. Quienes reciben como pentecostalmente el mensaje son jóvenes mortales a quienes se debe formar, y formar en un sentido literal: darles no formación, sino forma, puesto que han llegado hasta la escuela informes. Formar es entonces no tanto informar, como formatear. 

Así lleva a cabo su misión mediadora, es decir mediúmica, el educador. Debe ejecutarla de forma dócil, puesto que ha de adiestrar en la docilidad a otros. Pero aunque su discurso sea otro, por alternativo que quiera, siempre será al fin y al cabo un discurso, de igual modo que su misión, por mucho que pretenda revertirla en otra dirección, será también la misma: convertir en molar lo molecular, en consistente lo plasmático, en continuo lo discreto…, convenciéndose a sí mismo y a otros de lo que, si es honesto, él mismo no cree, que es que todo esto tiene algún sentido.





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