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La foto es de Mauro Álvarez |
Comentario para Carlos Carvajal
EL TEMA DEL ADULTERIO RELIGIOSO Y LA TRUCULENTIZACIÓN DE LA IGLESIA EN "LA REGENTA"
Manuel Delgado
No es solo en
La Regenta donde aparece el tema de "el cura entre tú y yo". En España, la
insistencia en cultivar esta dirección en la literatura de todo el siglo XIX y
hasta 1936 es evidente. Ahora me viene a la cabeza también Tormento, de Pérez Galdós o Doña
Luz, de Varela, una historia de amor entre un párroco y su gobernanta. O
todos los ejemplos que nos podría brindar la obra en general de Pedro Antonio
de Alarcón, de José María de Pereda o de cualquier otro exponente de las
corrientes liberal‑reformistas. Como tampoco hay que olvidar todas las piezas
teatrales en que mediaban escandalosamente frailes, como El diablo predicador o La
fuerza del sino. Te copio cuando Pío Baroja hace comentar a uno de los
personajes de El árbol de la ciencia:
"Entre los dueños de las casas de lenocinio había personas decentes; un
cura tenía dos y las explotaba con una ciencia evangélica completa. ¡Qué labor
más católica, más conservadora podía hacer que dirigir una casa de prostitución!"
Ahí está "Lagartijo", un sacerdote que Baroja nos presenta como
"un mozo bravío, alto, fuerte, de facciones enérgicas... que solía contar
con gracejo historias verdes, que provocaban bárbaros comentarios." En Los últimos románticos, Baroja nos muestra
a unas monjas celestinas, en la mejor línea de las tradicionales trotaconventos,
y a unos dominicos que "arrastraban a las damas". En su anticlerical
El cura de Monleón, nos encontramos
con un cura homosexual que intenta "ligar" con un seminarista. Etc.
Volviendo a la obra de Clarín, que está centrada en
muchos sentidos en la imagen del marido burlado‑, está la conversación que
mantienen Víctor y Mesía. Para el librepensador don Víctor lo que más insufrible
resulta son las debilidades piadosas de su esposa: "‑¡Antes que eso,
prefiero verla en brazos de otro hombre! ¡Primero seducida que
fanatizada!...". Mesía le responde: "‑Puede usted contar con mi firme
amistad, don Victor, para las ocasiones son los hombres...". Hay dos
momentos consecutivos en la novela en los que se pone de manifiesto la
debilidad de don Víctor para con su mujer: cuando Ana promete asistir al baile
atraída por don Alvaro, y, antes, cuando la protagonista decide asistir a la
procesión de Viernes Santo contra la voluntad de su cónyuge. Cuando Visitación
se entera no puede dejar de comentar: "¿Y el pobre calzonazos dio su
permiso?"
O cuando Don Álvaro –aquella especie de Don Juan‑
reconoce que "en general, envidiaba a los curas, con quien confesaban sus
queridas, y los temía"
Aunque lo que más me
gusta de La Regenta es cómo
representa la imagen tenebrista y lúgubre del catolicismo. Déjame que te
transcriba un sermón en una iglesia de Vetusta:
"Era en la parroquia
de San Isidro, un templo severo, grande, el recinto estaba casi en tinieblas,
tinieblas como reflejadas y multiplicadas por los paños negros que cubrían
altares, columnas y paredes; sólo allá, en el tabernáculo, brillaban pálidos
algunos cirios largos y estrechos, lamiendo casi con la llama los pies del
Cristo, que goteaban sangre; el sudor pintado reflejaba la luz con tonos de
tristeza. El Obispo hablaba, con una voz de trueno lejano, sumido en la sombra
del púlpito; sólo se veía de él, de vez en cuando, un reflejo morado y una mano
que se extendía sobre el auditorio. Describía el crujir de los huesos del Señor
al relajar los verdugos las piernas del mártir, para que llegaran los pies al
madero en que iban a clavarlos. Jesús se encogía, todo el cuerpo tendía a
encaramarse, pero los verdugos forcejeaban; ellos vencerían: "¡Dios mío,
Dios mío!", exclamaba el Justo, mientras su cuerpo dislocado se rompía
por dentro con chasquidos sordos. Los verdugos se irritaban contra la propia
torpeza; no acababan de clavar los pies... Sudaban jadeantes y maldicientes;
su aliento manchaba el rostro de Jesús..." ¡Y era un Dios, ¡el Dios único,
el Dios de ellos, el nuestro, el de todos! ¡Era Dios!", gritaba Fortunato
horrorizado, con las manos crispadas, retrocediendo hasta tropezar con la piedra
fría del pilar; temblando ante una visión, como si aquel aliento de los sayones
hubiese tocado su frente y la cruz y Cristo estuvieran allí, suspendidos en la
sombra sobre el auditorio, en medio de la nave...
A las pausas elocuentes, cargadas de efectos patéticos, a
que obligaba al Obispo la fuerza de la emoción, contestaban abajo los suspiros
de ordenanza de las beatas, plebeyas y aldeanas, que eran la mayoría del
auditorio. Eran los sollozos indispensables de los días de Pasión, los mismos
que exhalaban ante un sermón de cura de aldea, mitad suspiros, mitad eructos
de la vigilia.
Las señoras no suspiraban; miraban los devocionarios
abiertos y hasta pasaban hojas. Los inteligentes opinaban que el prelado se
había descompuesto, tal vez se había perdido.
"Aquello era sacar el Cristo". El púlpito no era aquello.
Gloecester, desde un rincón, se escandalizaba para sus adentros. "¡Pero eso es un cómico!".