diumenge, 2 de juliol del 2017

Contra el catolicismo como religión carnal

Giovanni Bellini, "Cristo morto e quattro angeli"
Fragmento de Carne y ceremonias, capítulo de la tesis doctoral Sobre algunas claves culturales del anticlericalismo en la España contemporánea, presentada en la Universitat de Barcelona en 1991

CONTRA EL CATOLICISMO COMO RELIGIÓN CARNAL
Manuel Delgado

La vieja religión, carnal y festiva, obsesionada con el valor significativo de lo sensible, desdeñadora de cual­quier metafísica y que rendía un maníatico culto a la palpa­bilidad, no podía sobrevivir bajo la égida de un asce­tismo ético que se reflejaba en el énfasis en la austeridad ritual y en la obediencia al Libro. Las reli­giones "de la naturale­za" y so­bre todo sus vigencias en el seno del propio mundo occidental como es el caso del catoli­cismo de las masas popu­lares euro­peas, no podían ser concebi­das sino como abomina­bles dominios de la procacidad. 

Con respecto a lo que Foucault nos ha mostrado como un invento relativamente reciente, ésto es la sexualidad, cabe decir lo que Max Weber notaba para el anticatolicismo de los reformadores puritanos de finales del XVI y principios del XVII: que la Iglesia era censurable "no por un exceso de do­minación religiosa y eclesiástica sobre la vida de los indi­viduos, sino justamente por lo contrario.", tal y como afirma Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Aquellos revo­lu­cionarios anticlericales ‑como los nuestros‑ estaban disua­di­dos de que esa dominación no podía ser ejercida con efica­cia garantizada por una normativa externamente expresada y, por tanto, que requería ser sólo externamente obedecida, y, aún más, que, por si fuera poco, daba por previsible su pe­riódica transgresión. De algún modo, se apreciaba que la re­ligión extrínseca y ri­tualizada a través de la que se manifestaba el control social no estaba adecuada a una nueva no­ción, la de "sexualidad", que se refería a un oscuro y omni­presente rin­cón de cada individuo diferente de aquella vieja potencia sexual que antes podía perfectamente "no estar" y que acepta­ba ‑de mayor o menor buen grado‑ someterse al inte­rés cultu­ral de usarlo como motor y garantía tanto del orden familiar como de la propia reproducción del grupo, y que, una vez cum­plido tal requisito, podía quedar perfectamente en situación de libertad o semilibertad. 

La sexualidad era, a partir de la invención de la conciencia ‑o acaso como su resultado‑ una fuerza cuya condición hasta entonces fluctuante no podía resultar aceptable y que obligaba a plantearse con urgencia su integración en la per­sonalidad, una integración cuya condición no conflictiva sólo podía venir garantizada por la vigilancia de las interioriza­ciones éticas características de la moral moderna. Eso tam­bién explica la equiparación de la sexualidad con la religio­sidad no privada, puesto que ambos territorios ‑al margen del mutuo préstamo que hacían de sus contenidos y de sus reperto­rios formales a partir de su casi simultánea compartimenta­ción‑ eran pensados como ejemplos de inestabilidad y de lo que Huizinga, en su famoso trabajo sobre la Borgoña del siglo XV, llamaba "temperamento oscilante", inseparable de las ferias y fiestas piadosas en que era estimulado un "comporta­miento desordenado", como aquella procesiones que funcionaban como una auténtica "fuente de agitación". 

La insoportable ambigüedad moral del control social sa­cramentado ‑cu­yas expresiones podían perfectamente simulta­near las mencio­nes al horror al infierno con las explosiones incontroladas de deshinibición‑, sobre todo por lo que hacía al nuevo dominio de la sexua­li­dad, sólo podía ser re­suelta aban­donando al individuo ‑bajo aque­lla apariencia de libera­ción de la estructura social de la que hablábamos en el capí­tulo anterior‑ a las exigencias de autocontrol. La dismi­nu­ción de la confianza en el papel de la comunidad en la re­gulación moral y la urgencia de eliminar en lo posible las ambivalencias de los sentimientos humanos son precisamente, y como se sabe, los puntos de apoyo en los que se basan Elias y luego Kavolis para plantear lo que llaman "proceso civili­zatorio" ‑ese pro­ceso que tan irregular e incompletamente se había producido en España‑ como la historia de la interiori­zación de la mora­lidad. Este tipo de reconversión de las actitudes éticas hacia el sexo ‑del que el moralismo de los reformadores espa­ñoles sería una ma­nifes­tación‑ se caracterizó asimismo por la trasla­ción de las exi­gencias morales del dominio de la vigi­lancia de la comuni­dad al interior del propio ser indivi­dual. O, lo que es lo mismo, la hegemonización, aún más tirá­nica, de la concien­cia que pro­pugnaron los puritanos precursores del anticle­ri­ca­lis­mo contemporáneo es­pañol, tan obsesionados como nues­tros ico­no­clastas en asociar la reli­giosidad católi­ca y la extrín­seca en general ‑la sacralización de la vigi­lancia so­cial‑ con el desorden sexual.




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