Giovanni Bellini, "Cristo morto e quattro angeli" |
Fragmento de Carne y ceremonias, capítulo de la tesis doctoral Sobre algunas claves culturales del anticlericalismo en la España contemporánea, presentada en la Universitat de Barcelona en 1991
CONTRA EL CATOLICISMO COMO RELIGIÓN CARNAL
Manuel Delgado
La vieja religión, carnal y festiva, obsesionada con el valor significativo de lo sensible, desdeñadora de cualquier metafísica y que rendía un maníatico culto a la palpabilidad, no podía sobrevivir bajo la égida de un ascetismo ético que se reflejaba en el énfasis en la austeridad ritual y en la obediencia al Libro. Las religiones "de la naturaleza" y sobre todo sus vigencias en el seno del propio mundo occidental como es el caso del catolicismo de las masas populares europeas, no podían ser concebidas sino como abominables dominios de la procacidad.
Con respecto a lo que Foucault nos ha mostrado como un invento relativamente reciente, ésto es la sexualidad, cabe decir lo que Max Weber notaba para el anticatolicismo de los reformadores puritanos de finales del XVI y principios del XVII: que la Iglesia era censurable "no por un exceso de dominación religiosa y eclesiástica sobre la vida de los individuos, sino justamente por lo contrario.", tal y como afirma Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Aquellos revolucionarios anticlericales ‑como los nuestros‑ estaban disuadidos de que esa dominación no podía ser ejercida con eficacia garantizada por una normativa externamente expresada y, por tanto, que requería ser sólo externamente obedecida, y, aún más, que, por si fuera poco, daba por previsible su periódica transgresión. De algún modo, se apreciaba que la religión extrínseca y ritualizada a través de la que se manifestaba el control social no estaba adecuada a una nueva noción, la de "sexualidad", que se refería a un oscuro y omnipresente rincón de cada individuo diferente de aquella vieja potencia sexual que antes podía perfectamente "no estar" y que aceptaba ‑de mayor o menor buen grado‑ someterse al interés cultural de usarlo como motor y garantía tanto del orden familiar como de la propia reproducción del grupo, y que, una vez cumplido tal requisito, podía quedar perfectamente en situación de libertad o semilibertad.
La sexualidad era, a partir de la invención de la conciencia ‑o acaso como su resultado‑ una fuerza cuya condición hasta entonces fluctuante no podía resultar aceptable y que obligaba a plantearse con urgencia su integración en la personalidad, una integración cuya condición no conflictiva sólo podía venir garantizada por la vigilancia de las interiorizaciones éticas características de la moral moderna. Eso también explica la equiparación de la sexualidad con la religiosidad no privada, puesto que ambos territorios ‑al margen del mutuo préstamo que hacían de sus contenidos y de sus repertorios formales a partir de su casi simultánea compartimentación‑ eran pensados como ejemplos de inestabilidad y de lo que Huizinga, en su famoso trabajo sobre la Borgoña del siglo XV, llamaba "temperamento oscilante", inseparable de las ferias y fiestas piadosas en que era estimulado un "comportamiento desordenado", como aquella procesiones que funcionaban como una auténtica "fuente de agitación".
La insoportable ambigüedad moral del control social sacramentado ‑cuyas expresiones podían perfectamente simultanear las menciones al horror al infierno con las explosiones incontroladas de deshinibición‑, sobre todo por lo que hacía al nuevo dominio de la sexualidad, sólo podía ser resuelta abandonando al individuo ‑bajo aquella apariencia de liberación de la estructura social de la que hablábamos en el capítulo anterior‑ a las exigencias de autocontrol. La disminución de la confianza en el papel de la comunidad en la regulación moral y la urgencia de eliminar en lo posible las ambivalencias de los sentimientos humanos son precisamente, y como se sabe, los puntos de apoyo en los que se basan Elias y luego Kavolis para plantear lo que llaman "proceso civilizatorio" ‑ese proceso que tan irregular e incompletamente se había producido en España‑ como la historia de la interiorización de la moralidad. Este tipo de reconversión de las actitudes éticas hacia el sexo ‑del que el moralismo de los reformadores españoles sería una manifestación‑ se caracterizó asimismo por la traslación de las exigencias morales del dominio de la vigilancia de la comunidad al interior del propio ser individual. O, lo que es lo mismo, la hegemonización, aún más tiránica, de la conciencia que propugnaron los puritanos precursores del anticlericalismo contemporáneo español, tan obsesionados como nuestros iconoclastas en asociar la religiosidad católica y la extrínseca en general ‑la sacralización de la vigilancia social‑ con el desorden sexual.