La foto es de Yanidel |
Fragmento de la intervención en la Sala Zuazo de las Arquerias de los Nuevos Ministerios de Madrid, el dia 9 de junio de 2016, en el marco de la exposición "Piedra sobre piedra", organizada por el Ministerio de Fomento. Me invitó el arquitecto Carlos Quintans.
LA MUERTE DE LA HISTORIA Y DE LO URBANO EN LOS CENTROS HISTORICOS URBANOS
Manuel Delgado
La función que
habían asumido las plazas centrales como núcleos ceremoniales, religiosos, gubernamentales,
comerciales, pero también de y para la interacción social, incluyendo aquella
en la que se expresaban contenciosos colectivos, se está viendo transformada
por su reconversión en espacios disecados a disposición preferentemente del mercado
turístico. En todos los casos, la actuación consiste en generar meros circuitos
por los que se hace transitar a los forasteros, desconsiderando cualquier
elemento humano o urbano ajeno al relato simplificador que narran.
Ese destino puede
traer consigo una determinada oferta residencial en "marcos
incomparables", en los que el inquilino o propietario podrá disfrutar de
un "entorno incomparable", un escenario cargado de prestigio. En algunos casos, tales
procesos gentrificadores pueden implicar la destrucción de barrios antiguos
considerados no lo suficientemente venerables y su sustitución por edificios de
nueva planta destinados a estratos sociales altos. La reconfiguración como
decorado turístico es, a su vez, compatible con un modelo de entorno atemperado,
previsible y libre de sobresaltos, al que la clase media local puede también acudir
a pasear o de compras.
Para tales finalidades
se promueven actuaciones gestoras y urbanísticas cuyo fin es "liberar"
los antiguos centros urbanos de lo que se supone que son sus factores de
devaluación, siempre derivados —se sostiene— de su "usurpación" por
parte de sectores sociales insolventes o problemáticos y por ello indignos de
la consideración especial que merecen esos espacios por causa de su valor
arquitectónico, histórico o cultural. Tras los rimbombantes epítetos de
"rehabilitación", "higienización",
"esponjamiento"..., lo que se oculta o disimula muchas veces es el
acoso contra pobres, prostitutas, comerciantes informales, disidentes o
cualquier otro elemento que pudiera afear el producto buscado, que no es otro
que el de un decorado para prácticas sociales rentables y debidamente
monitorizadas.
Es con tales fines
de "pacificación" que se promulgan medidas, normativas o
legislaciones que dejan en manos de la policía la garantía última de que el uso
—aunque sería más propio decir consumo— de esos espacios se vaya a llevar a
cabo sin alteraciones de ningún tipo. Planteándolo con claridad: en la inmensa
mayoría de casos, se habla de "revitalización" de cascos históricos,
pero no se está pensando en otra cosa que en su reapropiación en clave
empresarial. En orden a habilitar esos barrios céntricos rigurosamente
vigilados, reservados a vecinos y usuarios considerados "dignos", exclusivos
—y por tanto excluyentes—, lo que se acaba generando es una paradoja insalvable:
su enaltecimiento en tanto que "históricos" requiere expulsar antes la
historia de ellos. La exaltación de una cierta memoria —real o impostada, pero
ante todo coherente y sin fisuras— es,
simultáneamente, máquina de olvidar todo aquello que, presente o pasado,
desmienta o contradiga la ilusión que se espera suscitar de una identidad que
todos los segmentos sociales presentes —incluyendo aquellos que mantienen entre
sí contenciosos emergentes o crónicos— deben acatar como ecuménica, en
principio a nivel local y, si es posible —y esa es su máxima ambición—, universal,
si la UNESCO les concede la pertinente homologación.
En efecto, la
simplificación y la homogeneización que se persigue de ese espacio exigen que
las dinámicas sociales reales –las que hilvanan la vida cotidiana y la historia—
hayan quedado como en suspenso, anuladas, contenidas más allá del perímetro de
seguridad y contención que se ha levantado a su alrededor. Ha sido enaltecido y
puesto entre comillas para mostrarlo como proscenio del consenso y la
reconciliación entre sectores sociales con intereses e identidades
incompatibles, que asumen —muchas veces por la fuerza— la unificación
afectual que supone la realización escenográfica de presuntas certezas
históricas o culturales compartidas.
Para cumplir su
misión sedante, todo centro marcado como histórico en guías o inventarios exige
mantener alejada la vida real, con todos sus ingrediente de inestabilidad y
desasosiego, incompatibles con la tematización —léase falsificación, simulacro
o parodia— de que es objeto ese territorio para su puesta en venta. El
espectáculo que las promociones inmobiliarias o turísticas han prometido exige
una total puesta bajo control de lo que es ya un puro parque temático o un
centro comercial al aire libre, de los que debe quedar desterrado todo atisbo
de complejidad y, por supuesto, de conflicto. Conviene, por tanto, deshacer lo
que había sido la frecuente coincidencia entre centro histórico y centro
urbano: todo centro proclamado histórico debe dejar de ser, para ello y de
inmediato, no solo, como ha quedado dicho, histórico, sino también propiamente urbano.