dilluns, 13 de juny del 2016

Donde vivir

La fotografía es de Sergio Béjar
Fragmento de la intervención en el ciclo de conferencias que acompañó el proyecto Barraca Barcelona, organizado por el FAD, y que comisariaron  Daniel Cid y Josep Bohigas en Barcelona, en octubre de 2006

DONDE VIVIR
Manuel Delgado 

Cada cual vive en su casa. Esa evidencia asume como natural la evidencia de que lo que cada cual hace en su casa es ciertamente vivir, lo que automáticamente permite inferior que lo que hace fuera no era vida. Habitar se convertía así en sinónimo de vivir. No tener casa no es, desde entonces, no tener vida privada, sino no tener vida, a secas. El techo del hogar protege de este modo no de la intemperie física, sino también de otra intemperie, aquella a la que se ve sometido el viandante, que es aquel del que en el fondo no sabemos nada que no sea que ya ha salido, pero todavía no ha entrado, ser del puro umbral, poseído por una liminaridad que hace de él un ser desapacible y perdido que sólo es concebible como permanentemente pendiente de volver a casa, es decir de reintegrarse a ese hogar que damos por supuesto que le espera.
           
De ahí que resulte simbólicamente elocuente la figura del sin techo, el homeless, aquel que se caracteriza por no tener casa fija, sino por haber adoptado el espacio público como lo que este no podría bajo ningún concepto ser: una cierta forma de hogar. Su imagen nos resume de manera visible el drama de aquel que lo ha perdido todo, que no tiene punto fijo al que volver y que, por ello, vive a tiempo completo la experiencia desubicada, dislocada del peatón. Ese individuo vive en la calle, a diferencia del resto de urbanitas, que en la calle podemos hacer cualquier cosa, menos vivir, puesto que nuestra actividad en temblor se parece no a la muerte, pero sí a una forma de limbo sin forma, sin marcas claras, sin certidumbres, un espacio neutro parecido al que atraviesa el recien nacido o el moribundo, seres de la frontera absoluta entre cualquier modalidad de dentro y de afuera. El sin techo es aquel que lleva a las últimas consecuencias la naturaleza nomádica del urbanita, tal y como lo denunciara Oswald Spengler. A la vez, es quien lleva al extremo la condición que el espacio público se arroga de espacio de y para los usos, puesto que le saca el máximo provecho a elementos del mobiliario o a instalaciones que en principio sólo podrían ser empleadas de paso.

La visiblidad del sin techo es, entonces, la del un personaje absolutamente público, puesto que está en estado de permanente exhibición. Resume la idea misma de marginación social, que se aplica a quienes han sido expulsados de cualquier punto estable del orden social de posiciones. Han perdido sus referentes primarios situados en el interior, y ya no tienen un puesto laboral, ni un hogar. Borrados, dados de baja en la vida social, su lugar es el no lugar y ocupan precisamente esos espacios que suelen servir como ejemplos de ese sitio que es la negación misma del sitio: los vestíbulos de las estaciones de tren o de metro, los bancos públicos, los cajeros automáticos, los zaguanes, las antesalas de los comercios...

Ese ejército de sin techo lo conforman personas que han perdido su empleo, alcohólicos, drogadictos, expresidiarios, desahuciados, ancianos, enfermos mentales, inmigrantes, ancianos, pero cada vez más personas que han sido desahuciados  de sus hogares "culpables" tan solo de ser pobres. Hombres, mujeres, niños, en algunos casos familias anteras, que forman una forma específica de sociabilidad paralela y subterránea. En extremo vulnerables, son acosados por la policía y víctimas de todo tipo de ataques por parte de simples gamberros o de grupos que asumen la tarea de “limpiar” la ciudad de lo que es percibido como un desecho, un detritus humano que ha sido lanzado a la calle, como un mueble viejo o un electrodoméstico inutilizado. El paralelo con el perro callejero se hace inevitable, puesto que, como él, carece de hogar y se ve obligado a vagar por las calles, viviendo de las sobras, sin el afecto que, como de algún modo concebido para la vida domiciliaria, le correspondería.

Carecer de domicilio es entonces carecer de identidad reconocible, verse convertido en un merodeador profesional que acaba deviniendo parte del paisaje urbano de las grandes ciudades. Por descontando que no es un fenómeno nuevo y la historia registra la presencia de vagabundos, mendigos y “malentretenidos” siempre y en todos sitios. En las ciudades de los países pobres, los sin techo son una población flotante cuyo número puede alcanzar los cientos de miles. En las grandes urbes de los países ricos, en cambio, constituyen una suerte de accidente, un exabrupto o pústula que desmiente la condición plenamente integrada que presume su sociedad y la competencia del sistema sociopolítico para garantizar el bienestar de todos, sin excepción.






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