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No sé cómo insistir
más en ello. El espacio público no es un sitio, como lo era la calle, sino la
espacialización de los principios morales que hacen posible la convivencia
ordenada y la crítica moral al poder en un contexto nominalmente democrático,
lo que establece una discontinuidad absoluta de lo que hasta entonces había
sido simplemente la calle como escenario de una sociabilidad singular entre
extraños, sociabilidad que podía conocer expresiones fusionales que implicaban
el paso abrupto y total entre una experiencia por definición colectiva y al
tiempo dispersa y el desencadenamiento de un mecanismo radical de desindividuación
y, por tanto, de amoralidad.
Ese paso de lo que
fue un simple marco ecológico de actividad
–el espacio público como espacio urbano de libre acceso; la calle– al
marco participativo, moral y político del compromiso democrático –el espacio
público filosófico–, que no puede existir sino negando aquello con lo que es
del todo incompatible, puesto que contiene su negación, que es precisamente
cualquier forma de fundición humana que inutilice la "ley del
corazón" hegeliana, es decir el ejercicio de las virtudes personales como
principio fundamental de cualquier vínculo social y la razón como mecanismo de
moderación de las pasiones.
De ahí esa
vindicación que los nuevos apologetas del espacio público —incluyendo los
ciudadanistas de izquierda— han hecho de la premisa pragmática, ya
enunciada por Robert Ezra Park, según la cual lo contrario de lo público no es lo privado,
sino lo fusional, cualquier modalidad de fusión, esté ésta sólidamente
estabilizada a partir de criterios cosmovisionales –no importa qué forma de
comunidad tradicional o pueblo–, políticos —el Estado— o se organice
efímeramente a partir de una coincidencia afectiva o psicológica. La
experiencia de la vida pública, en el sentido postulado por Arendt o Harbermas,
nunca pierde de vista que quienes la constituyen son seres humanos
diferenciados y diferenciables y que esas diferenciaciones son soslayables a
través de la concertación, que no de concentración. Con toda fusión pasa justo
lo contrario: las diferencias son negadas provisionalmente en aras a la unidad
obtenida para un fin específico y circunstancial. La experiencia de la
sociabilidad en el espacio público ideal es la de una concertación no fusional,
es decir basada en distanciamiento y la reserva entre quienes la practican, que
no niegan esa distancia, sino que la consideran simplemente sorteable a efectos
de la consecución de consensos operativos y discursivos eventuales.
El idealismo del espacio público se proyecta así sobre la
calle para obligarla a ser mucho más que el terreno en que se desarrolla un
tipo singular de convivencia social entre extraños totales o relativos, que
puede coagularse en ocasiones en esas formidables unidades de sentimiento y
acción que eran las masas. Ahora debe ser sobre todo un escenario comunicacional
en que los usuarios pueden reconocer automáticamente y pactar las pautas que
los organizan, que distribuyen y articulan sus disposiciones entre sí y en
relación con los elementos del entorno, siempre a partir no de sus
pertenencias, sino de sus pertinencias, esto es de su capacidad para ser
reconocidos como concertantes a partir de su buena conducta civil o urbanidad.
Lo que se distingue ahí
–siempre a nivel teórico, no real– no es un conjunto homogéneo de componentes
humanos, sino una conformación de agentes dispersos que se ponen de acuerdo no
en qué pensar o sentir, sino en cómo hacer que se encadenen armónicamente una
serie ininterrumpida de acontecimientos, en un contexto que ha devenido una
pura abstracción y en el que el conflicto es inconcebible, puesto que exige un
estado de conciliación y reconciliación permanentemente reactivados a través de
la negociación y el consenso. En estos casos los presupuestos de inferencia
para la acción pertinente no sólo pueden prescindir de que cada cual se presente
a sí mismo –es decir, se identifique– sino que se supone que pueden y deben
hacer abstracción de su estatus social, de su aspecto fenotípico, de sus
pensamientos, de sus sentimientos, de su género, de su ideología, de su
religión o de cualquiera de las demás filiaciones o marcajes a las que se
considera o se le considera adscrito, para tener en cuenta sólo sus virtudes
morales, sus competencias comunicacionales y su capacidad de asumir decisiones
colectivamente vinculantes.
En efecto, las bases del proyecto cultural de la modernidad,
que el ciudadanismo reclama y apremia, se fundan no en la afirmación de las
identidades particulares, ni tampoco en su negación, sino en su soslayo, es
decir en la indeterminación de los individuos que constituyen la sociedad,
puesto que quiénes son en la vida real –es decir al margen de la idílica esfera
pública– es irrelevante a la hora de
concertar con quienes concurren los cauces por los que debe desarrollarse cada
situación particular. En eso, y no en otra cosa, consiste la vida civil, es
decir en vida de y entre conciudadanos que generan y controlan cooperativamente
esa cierta verdad práctica que les permite estar juntos de manera ordenada. El ciudadanismo como ideología política
actualiza entonces la noción hegeliana de civismo
o civilidad como conjunto de
prácticas individuales apropiadas en aras del bien colectivo, la labor que le
permite al individuo liberarse de su propio interés.