Fragmento del prólogo para Arianna Re, Identidades en proceso de construcción. Reflexiones sobre la auto-identificación totonaca en los estudiantes de la Universidad Intercultural El Espinal, Veracruz, México, UNAM, México DF, 2015
IDENTIDADES EN ACCIÓN
Manuel Delgado
Bien está que se nos vayan aportando evidencias fundamentadas de hasta qué punto es preciso descartar la presunción teórica para la que a toda identidad étnica o de cualquier otro tipo le correspondería una concepción del mundo cerrada y completa, alterable por fenómenos de contaminación o decadencia. El excelente informe de investigación que Arianna Re nos presenta a continuación insiste en que la antropología explica las culturas, pero no por ello defiende que las culturas expliquen algo. Las revisiones que en los años 60 y 70 del siglo pasado reconsideraron el concepto de identidad cultural desde el marxismo —Balandier, Riberiro—, el estructuralismo —Lévi-Strauss— o el interaccionismo simbólico —Barth— ya le negaron a esta toda sustantividad y reconocieron su valor real más bien como incierto nudo entre instancias, irreales en sí, inencontrables cada una de ellas por separado, y a las que no les correspondería ningún contenido específico o, mejor dicho, a las que les podrían corresponder unos contenidos específicos cualesquiera.
De esa razón son los presupuestos que le permiten a la autora seguir cómo los estudiantes totonacos de una de las universidades interculturales mexicanas construyen su identidad como indígenas como una categoría adscriptiva que resulta de su interacción con otros y con el Estado. El caso estudiado pone de manifiesto cómo una unidad identitaria supuestamente discreta —la totonaca— no nutre la clasificación que la clasifica, sino que resulta de ella, demostrando una vez más que no nos diferenciamos porque somos diferentes. sino que somos diferentes porque nos diferenciamos o nos diferencian.
Como señala y va ilustrando la investigadora a partir del objeto de su indagación, las afirmaciones identitarias, incluso su exacerbación, solo se pueden entender, tal y como se dan hoy, como consecuencia de procesos asociados a la globalización al tiempo cultural y económica del planeta. Es la promiscuidad cultural, la proliferación de espacios abstractos como los cibernéticos, el flujo de capitales y verdades, el aumento de las interrelaciones y las mixturas, lo que lleva a desvanecerse toda ilusión de pureza y a buscar el contrapeso de tal frustración en autenticidades que, ajenas al mundo, no pueden ser más que puramente teóricas y encontrar su confirmación sólo en el convicción ideológica o en la efusión sentimental. Sólo en ese plano del pensamiento y la emoción puede restablecerse una verdad identitaria nunca conocida, pero que se puede sentir como perdida o enajenada. Frente al desorden y la fragilidad de lo real, sólo queda ya la estabilidad inmutable de identidades que no pueden ser sino imaginarias, es decir construidas en el fragor del conflicto y la crisis, como materias primas y al mismo tiempo resultado ineluctable de las grandes dinámicas de mundialización.
Ahora bien, conviene remarcar que los mecanismos que distribuyen los encapusalamientos identitarios pueden conocer diferentes razones y tener distintos efectos. Por un lado, la tendencia actual a absolutizar la diferenciación étnica o nacional se traduce en algunos casos en la sustitución del viejo racismo biológico por otro que naturaliza las peculiaridades culturales. Es cierto que hace bastante que el viejo racismo biológico dejó de ser la ideología responsable de la mayoría de situaciones de discriminación que se producen en la actualidad. Hoy por hoy, los marcos de desigualdad más importantes que afectan a comunidades diferenciadas en un sentido negativo no se justifican en razones genéticas, sino sobre todo en la presunción que ciertos rasgos culturales, valorados como peyorativos, permiten colocar al grupo que se supone que los detenta en los estratos más bajos de una determinada jerarquía al tiempo social y moral y justifica su situación de vulnerabilidad social, con frecuencia sin derechos o con menos derechos que el resto de la población. Hablamos de lo que se presenta en la actualidad como racismo diferencialista, racismo identitario, fundamentalismo cultural o racismo cultural, términos intercambiables que remiten a las nuestras estrategias discursivas de y para la exclusión social.
Tenemos por tanto que la identidad es, hoy, el instrumento discursivo mediante el que personas y grupos enteros son colocados en desventaja en la vida social, como consecuencia de su asignada incompetencia crónica e insalvable para incorporarse a la vida civil plenamente normalizada por causa de su singularidad "cultural", como ocurre con "minorías étnicas" de un determinado país o con trabajadores extranjeros "etnificados", es decir clasificados popular y administrativamente en función de etiquetas culturales casi siempre del todo arbitrarias.
Ahora bien, una vez constatado que, en efecto, tanto la exclusión como la inclusión forzosa de grupos humanos es hoy ejecutada en base a argumentos en clave identitaria, no es menos cierto que la identidad puede servir –y sirve con idéntica eficacia– para que esos mismos grupos sociales maltratados busquen en la identidad –no pocas veces aquella que se les asignó con fines estigmatizadores– un instrumento a través del cual sintetizar sus intereses particulares y la lucha por su emancipación. Sabemos bien que ese ha sido el caso de todas los conflictos antiimperialistas, de todas las guerras de liberación nacional y de todas las vindicaciones de sectores que se sienten de un modo u otro inferiorizados injustamente y plantean contenciosos vindicativos. Es el caso de comunidades nativas de todos los continentes numerosos países y, en general, por todo tipo de grupos minoritarios —léase minorizados— por sus características reales o atribuidas. Así vemos que grupos hasta ahora estigmatizados pueden reclamar su reconocimiento como diferentes y diferenciables a partir de aquel rasgo que los estigmatizada. En Europa, por ejemplo, los trabajadores extranjeros pueden asumir la catalogación "étnica" que se les ha atribuido o el epíteto siempre de algún modo despectivo de "inmigrantes" para defender sus derechos, en la línea de la vieja consigna indigenista “Como indios nos conquistaron; como indios nos liberaremos”.
Ese uso del diferencialismo como argumento para las luchas en pos de la equidad se basa en un postulado lógico, cual es que para ser reconocido alguien o algo como sujeto –colectivo, en el caso de las identidades grupales del signo que sea– es indispensable ser habilitado antes como entidad diferenciada y diferenciable. De ahí la consigna antirracista “Todos iguales, todos diferentes”. No es casual, puesto que la identidad es el requisito que todo Estado moderno exige siempre a sus interlocutores. En otras palabras, no se puede interpelar o ser interpelados por una Administración, del tipo que sea, sino se detenta algún tipo de reducción a la unidad que permita identificarse –aparecer como dotado de identidad, individual o colectiva– ante ella.
Esa versatilidad que podemos apreciar en los usos del concepto de identidad está a la altura de un mundo en que están en permanente tensión tendencias que, siento antagónica, pueden convivir en el seno de un mismo colectivo social autoconsciente de una singularidad que no puede ser sino artificial y construida. De un lado las inclinaciones heterofóbicas o alterofóbica, es decir a experimentar rechazo y miedo a la heterogeneidad y a buscar, a veces de manera frenética y agresiva, una homogeneidad absoluta entre los individuos y los grupos que forman la sociedad de la que se participa o el propio grupo en sí mismo. Esa la base de los movimientos racistas y del nacionalismo excluyente así como de los mecanismos de estigmatización y de marginación que afectan a aquellos considerados excesivamente o inaceptablemente distintos. También sería el caso de políticas oficiales ante el pluralismo cultural de naturaleza más o menos reactivas, es decir, que se plantean estrategias para hacer frente o domesticar a las tendencias a la diversificación de las sociedades contemporáneas, procurando respuestas normativas que se plantean casi siempre en términos de asimilación forzada de los considerados extraños, que a menudo son presentados como una amenaza para la supervivencia de la cultura autóctona del país que los recibe e incluso para el conjunto global de los principios abstractos que debe regir el conjunto de todas las sociedades, es decir los derechos humanos universales. En Europa lo sabemos bien por la insistencia en mensajes en ocasiones de origen institucional que urgen a afrontar la amenaza cultural extraeuropea en orden a la preservación de la "cultura de Occidente", lo que implica la segregación de todos aquellos que se muestren recalcitrantes ante el principio de homogeneización que les imponen, la clandestinización de prácticas consideradas problemáticas y la institucionalización de guetos donde el grupo sólo puede ser lo que es en sus relaciones internas.
Pero ese clima de rechazo y desconfianza ante la heterogeneidad, se desarrolla otro no menos intenso que podríamos llamar heterofilico o xenofilico, que consistiría en una reivindicación del derecho a la diferencia cultural para el propio grupo, pero también con aquellos con los que convive en contextos siempre en una grado u otro globalizados. Esta actitud no se limita a considerar que el pluralismo cultural es enriquecedor, sino que toma conciencia de su inevitabilidad, como requisito para que se realicen con eficacia la complejidad funcional de las sociedades actuales e intuyendo que, en un plano aún más profundo y estratégico, para que la inteligencia pueda ejercer su acción ordenadora sobre la experiencia.
Tenemos entonces que la identidad justifica dinámicas contradictorias y conflictivas y, por ello mismo, creativas. Es muy posible que haya demasiados factores sociales, económicos, históricos e incluso psicológico‑afectivos complicados en la génesis de la intolerancia para pensar que la convivencia en las sociedades actuales, cualquier que sean sus dimensiones, se liberará por completo algún día de los enfrentamientos entre identidades. La capacidad de autorrenovación que presentan los discursos y las actitudes agresivas contra los que sólo pueden ser acusados de ser lo que son se ha puesto de manifiesto en el fracaso de las campañas oficiales antirracistas y en pro del derecho a la diferencia. Estas iniciativas se han centrado en vagas proclamaciones éticas y sentimentales y en simplificaciones que han reducido las cuestiones abordadas a su caricatura y que, como máximo, han servido para tranquilizar la conciencia de los sectores bienpensantes de cada sociedad. Frente a los planteamientos que diseñan sociedades armonizadas de una forma inverosímil, debemos esperar una renovación perpetua de las relaciones crónicamente problemáticas de los grupos humanos coexistentes. Algunas luchas generadas o justificadas por la diferencia cultural se apagarán, pero aparecerán otras nuevas. En cuanto al prejuicio, la marginación, la discriminación, la segregación, el racismo, el sexismo, la xenofobia y otras modalidades de estigmatización, son mecanismos que han demostrado su eficacia para excluir y culpabilizar a ciertas identidades —viejas y nuevas— a lo largo de los siglos, y sería ingenuo pensar que quienes detenten la hegemonía política o social en cada momento dejarán de ejercerlos alguna vez. Más aún, seguro que encontrarán formas cada vez más ingeniosas para expresarlos y aplicarlos.
La investigación de Arianna Re permite reconocer, a través de un caso concreto —y en ello reside su valor especial— cómo las sociedades son plurales por definición; que no hay "culturas híbridas", puesto que todas lo son. Cada porción de humanidad en que nos fijemos —por pequeña que sea— está conformada, hoy, por humanidades diferenciadas que el desarrollo económico y demográfico ha llevado a vivir en marcos geográficos cada vez más restringidos. No hay duda de que los problemas del futuro, aún más que los del presente, tendrán mucha relación con esta situación donde la tendencia a la homogeneización cultural se compensará con una intensificación creciente de los procesos de diferenciación cultural. Para encarar estos problemas y mantener a raya las tendencias al abuso, la intolerancia y la exclusión, habrá que hacer realidad dos principios fundamentales, aparentemente antagónicos, pero que de hecho se necesitan uno al otro. Por un lado, el derecho a la diferencia, es decir, el derecho de los grupos humanos a mantenerse unidos a los demás por aquello mismo que los separa; por el otro, el derecho a la igualdad, es decir, el derecho de aquellos que se han visto aceptados tal y como son a ser indiferenciables en la lucha por la justicia.