Plano del Plan Cerdà, con el falansterio Icaria indicado en Poble Nou |
Nota para María Gabriela Navas, doctoranda, enviado en septiembre de 2015
URBANISMO Y UTOPÍA. EN POS DE LA CIUDAD CELESTIAL
Manuel Delgado
Es fundamental que se introduzca e introduzca
incluso un capítulo entero al tema de la vinculación entre urbanismo y
socialismo utópico en Barcelona. Primero puede buscar una introducción a lo que
fue el socialismo utópico. Le recomiendo, por ejemplo, Los socialistas
utópicos, de Isabel del Cabo (Ariel). Luego se me centra en la figura de
Étienne Cabet y se lee su Viaje por Icaria (Orbis). Luego sigue
la pista de lo cabetistas en Barcelona, se familiariza con figuras como Narcís
Monturiol —el inventor del submarino, por cierto—, la publicación del semanario
La Fraternidad, y se pone al corriente del establecimiento en Poble Nou,
entonces parte de Sant Martí de Provensals, en 1846, de un puñado de cabetistas
catalanes que fundan un falansterio al que llaman Icaria. No se olvide que el
Plan Cerdà previó llamar Avenida Icaria la vía que llevaba de Barcelona al
cementerio de Poble Nou, que no sé si recuerda.
Debe conocer y entender lo que significó
el socialismo utópico para el urbanismo de Barcelona. Y no solo el urbanismo de
Barcelona, sino el urbanismo mismo como disciplina. No olvide que
"urbanismo" y "urbanistica" son conceptos que inventa el
propio Cerdà para referirse a una nueva disciplina, cuyo objetivo es
disciplinar la ciudad. Lea La teoria general de la urbanizacion de las
ciudades de Cerdà.
Tire por ahí. No olvide que el urbanismo nace y
existe como un dispositivo tanto ideológico como técnico-administrativo
destinado a la reordenación de ciudades percibidas como inaceptables. Jane
Jacobs caricaturizaba ese germen antiurbano del
urbanismo en Muerte y vida de las grandes ciudades: "La gran ciudad era Megalópolis,
Tiranópolis, Necrópolis: una monstruosidad, una tiranía, la muerte en vida.
Tenía que desaparecer. El centro de Nueva York era un 'caos petrificado'
(Mumford). La forma y apariencia de las capitales
no era más que 'un caótico accidente […], suma de azares, extravagancias
antagónicas de innumerables individuos soberbios y mal aconsejados' (Stein). El centro de las ciudades era un amasijo de 'ruidos,
escándalo, mendigos, souvenirs y
chillones anuncios compitiendo entre sí' (Bauer)." Esa representación de la ciudad
como lugar de perdición y estridencias es congruente con la vocación utópica
del urbanismo, puesto que todo proyecto utópico no existe contra el orden sino
contra el desorden establecido y como respuesta ante la desestructuración
generalizada de cualquier forma de vertebración social que caracteriza, según
sus detractores, la vida metropolitana.
Todo urbanismo pugna por redimir la ciudad de una
postración que se exhibe como resultado de algún tipo de pecado original que
exige expiación. Para salvar a la ciudad de la maldad que cobija, el urbanismo
pretende engendrar una ciudad perfecta, es decir una contra-ciudad, resultado
de la aplicación despótica de una concepción metafísica de ciudad, empeñada en
regular y codificar la madeja de realidades humanas que la vivifica. El
objetivo: acabar con los esquemas paradójicos, inopinados y en filigrana de la
ciudad, aplicar principios de reticularización y de vigilancia que pongan fin o
atenúen la confusión a que siempre tiende la
sociedad urbana, percibida como un cuerpo que debía ser liberado de la
maldad que anidaba en su seno. Es por sus templos que una ciudad obedece a sus
propietarios.
Para los técnicos y especialistas las ciudades que
se les llama a intervenir siempre se parecen de algún modo, por su inclinación
tanto a la hibridación como a la desobediencia, a Babel, la ciudad que
desatiende el mandato divino de euritmia y estabilidad y encarna un proyecto
específicamente humano de organización social, es decir que se funda sobre una
blasfema suplantación-exclusión de Dios. Babel forma parte de una saga de
ciudades-ramera —Babilonia, Ninive, Enoc, Sodoma, Gomorra, Roma— que son
representadas como espacios caóticos pero autoorganizados, saturados de signos
flotantes, ilegibles, hipersocializados, recorridos constantemente y en todas
direcciones por una multitud anónima y plural hasta el infinito, a veces
iracunda, a veces invisible, magma turbulento y espontáneo de imposible
lectura. Es el reverso en clave humana de la ciudad celestial, prístina y
esplendorosa, comprensible, tranquila, lisa, ordenada, dividida en comarcas
fáciles, pero no por ello accesibles. De ahí que el urbanismo asuma una misión
que no deja de ser divina, puesto que es la que encomienda un dios que detesta
la metrópolis real, infame y sacrílega, indiferente a las regulaciones e
incapaz de regularidades, puesto que se nutre de lo mismo que la altera.
Negación absoluta de la Ciudad de Dios
que tienen como modelo los gestores urbanos y de la que se consideran a
sí mismos ungidos como brazo ejecutor.
Las tentativas de objetivización en el suelo de esa
fantasía demiúrgica de ciudad plenamente proyectada son antiguas. De hecho,
bien podríamos decir que acaso toda ciudad fue inicialmente concebida como
proscenio en que se inscribía la voluntad de los dioses. El proyecto urbano,
desde Babilonia, ha sido el de unidad positiva de lugares artificiales cerrados
y exentos, dotados de una administración y una economía absolutamente
planificadas, tenía la felicidad a cambio de obediencia. Platón reproduce este
modelo de ciudad ideal en su República, una obra en la que se perfila el
programa de un orden socio-espacial impecable. El uso desde Hippodamus y la reconstrucción de Mileto en el 494 aC de
las formalizaciones aritméticas y de las representaciones inspiradas en la
geometría constatan ese horizonte de diseñar las ciudades en base a una
sistematización utópica. Esa ciudad presenta su equilibrio y su exactitud
proporcional como un modelo a seguir por las relaciones societarias reales que
deberán producirse en su seno, como si la lógica espacial idílica de los
proyectadores debiera ser no sólo un escenario, sino también una pauta de
conducta a seguir por la comunidad que había de habitarla.
Tal horizonte
urbano-arquitectónico nació de la necesidad, en un momento dado de la evolución
de las ciudades griegas, de culminar un proceso de politización que garantizara
el control estatal sobre las informalidades, las violencias y las
extravagancias que emergían en ellas,
control que se hacía piedra en el templo que, en la acrópolis, debía imponer su
presencia sobre el ágora. En efecto, el proyecto urbano platónico aparece
bendecido por los dioses y para rubricarlo insta a ubicar los templos en
emplazamientos elevados, como corresponde a su alta sacralidad. Le recomiendo el libro de Jean Pierre Vernant, Los orígenes del pensamiento griego,
Eudeba, Buenos Aires, 1965, en concreto el capítulo "La crisis de la
ciudad. Los primeros sabios", pp. 54-64.