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Prímeros párrafos de la introducción de El espacio público como ideología (La Catarata, 2013)
EL CUENTO DEL ESPACIO PÚBLICO
Manuel Delgado
¿De qué se habla hoy cuando se dice espacio público? Para urbanistas, arquitectos y diseñadores espacio público quiere decir hoy vacío entre construcciones que hay que
llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que
suelen ser los mismos, por cierto. En este caso se trata de una comarca sobre
la que intervenir y que intervenir, un ámbito que organizar en orden a que
quede garantizada la buena fluidez entre puntos, los usos adecuados, los
significados deseables, un espacio aseado que deberá servir para que las
construcciones-negocio o los edificios oficiales frente a los que se extiende
vean garantizada la seguridad y la previsibilidad. No en vano la noción de
espacio público se puso de moda entre los planificadores sobre todo a partir de
las grandes iniciativas de reconversión urbana, como una forma de hacerlas
apetecibles para la especulación, el turismo y las demandas institucionales en
materia de legitimidad. En ese caso hablar de espacio, en un contexto determinado por la
ordenación capitalista del territorio y la producción inmobiliaria, siempre acaba resultando un eufemismo: en realidad
se quiere decir siempre suelo.
En paralelo a esa idea de espacio público como complemento
sosegado de las operaciones urbanísticas, vemos prodigarse otro discurso
también centrado en ese mismo concepto, pero de más amplio espectro y con una
voluntad de incidir sobre las actitudes y las ideas mucho más ambiciosa todavía.
En este caso, el espacio público pasa a concebirse como la realización de un
valor ideológico, lugar en que se materializan diversas categorías abstractas
como democracia, ciudadanía, convivencia, civismo, consenso y otros valores
políticos hoy centrales, un proscenio en que se desearía ver deslizarse una
ordenada masa de seres libres e iguales que emplea ese espacio para ir y venir
de trabajar o de consumir y que, en sus ratos libres, pasean despreocupados por
un paraíso de cortesía. Por descontado que en ese territorio corresponde expulsar
o negar el acceso a cualquier ser humano que no sea capaz de mostrar modales de
esa clase media a cuyo usufructo está destinado.
Lo que bien podría reconocerse como el idealismo del espacio
público aparece hoy al servicio de la reapropiación capitalista de la ciudad,
una dinámica de la que los elementos fundamentales y recurrentes son la
conversión de grandes sectores del espacio urbano en parques temáticos, la
gentrificación de centros históricos de los que la historia ha sido
definitivamente expulsada, la reconversión de barrios industriales enteros, la
dispersión de una miseria creciente que no se consigue ocultar, el control sobre
un espacio público cada vez menos público, etc. Ese proceso se da en paralelo
al de una dimisión de los agentes públicos de su hipotética misión de
garantizar derechos democráticos fundamentales –el del disfrute de la calle en
libertad, el de la vivienda digna y para todos, etc.– y la desarticulación de
los restos de lo que un día se presumió el Estado del bienestar. En una
aparente paradoja, tal dejación por parte de las instituciones políticas de lo
que se supone que son sus responsabilidades principales en materia de bien
común está siendo del todo compatible con un notable autoritarismo en otros ámbitos.
Así, las mismas instancias políticas que se muestran sumisas o inexistentes
ante el liberalismo urbanístico y sus desmanes, pueden aparecer obsesionadas en
asegurar el control sobre unas calles y plazas –ahora obligadas a convertirse
en “espacios públicos de calidad”– concebidas como mera guarnición de
acompañamiento para grandes operaciones inmobiliarias.
Ahora bien, ese sueño de un espacio público todo él hecho de
diálogo y concordia, por el que pulula un ejército de voluntarios ávidos por colaborar,
se derrumba en cuanto aparecen los signos externos de una sociedad cuya materia
prima es la desigualdad y el fracaso. En lugar de la amable arcadia de
civilidad y civismo en que debía haberse convertido toda ciudad según lo planeado,
lo que se mantiene a flote, a la vista de todos, continúan siendo las pruebas
de que el abuso, la exclusión y la violencia siguen siendo ingredientes
consubstanciales a la existencia de una
ciudad capitalista. Por doquier se da con pruebas de la frustración de
las expectativas de hacer de las ciudades el escenario de un triunfo final de
una utopía civil que se resquebraja bajo el peso de todos los desastres
sociales que cobijan y provocan.