dimecres, 30 de setembre del 2020

El cuento del espacio púbico

La foto es de Careimi y está tomada de curiouscope.wordpress.com/

Prímeros párrafos de la introducción de El espacio público como ideología (La Catarata, 2013)

EL CUENTO DEL ESPACIO PÚBLICO
Manuel Delgado

¿De qué se habla hoy cuando se dice espacio público? Para urbanistas, arquitectos y diseñadores espacio público quiere decir hoy vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que suelen ser los mismos, por cierto. En este caso se trata de una comarca sobre la que intervenir y que intervenir, un ámbito que organizar en orden a que quede garantizada la buena fluidez entre puntos, los usos adecuados, los significados deseables, un espacio aseado que deberá servir para que las construcciones-negocio o los edificios oficiales frente a los que se extiende vean garantizada la seguridad y la previsibilidad. No en vano la noción de espacio público se puso de moda entre los planificadores sobre todo a partir de las grandes iniciativas de reconversión urbana, como una forma de hacerlas apetecibles para la especulación, el turismo y las demandas institucionales en materia de legitimidad. En ese caso hablar de espacio, en un contexto determinado por la ordenación capitalista del territorio y la producción inmobiliaria,  siempre acaba resultando un eufemismo: en realidad se quiere decir siempre suelo.

En paralelo a esa idea de espacio público como complemento sosegado de las operaciones urbanísticas, vemos prodigarse otro discurso también centrado en ese mismo concepto, pero de más amplio espectro y con una voluntad de incidir sobre las actitudes y las ideas mucho más ambiciosa todavía. En este caso, el espacio público pasa a concebirse como la realización de un valor ideológico, lugar en que se materializan diversas categorías abstractas como democracia, ciudadanía, convivencia, civismo, consenso y otros valores políticos hoy centrales, un proscenio en que se desearía ver deslizarse una ordenada masa de seres libres e iguales que emplea ese espacio para ir y venir de trabajar o de consumir y que, en sus ratos libres, pasean despreocupados por un paraíso de cortesía. Por descontado que en ese territorio corresponde expulsar o negar el acceso a cualquier ser humano que no sea capaz de mostrar modales de esa clase media a cuyo usufructo está destinado.

Lo que bien podría reconocerse como el idealismo del espacio público aparece hoy al servicio de la reapropiación capitalista de la ciudad, una dinámica de la que los elementos fundamentales y recurrentes son la conversión de grandes sectores del espacio urbano en parques temáticos, la gentrificación de centros históricos de los que la historia ha sido definitivamente expulsada, la reconversión de barrios industriales enteros, la dispersión de una miseria creciente que no se consigue ocultar, el control sobre un espacio público cada vez menos público, etc. Ese proceso se da en paralelo al de una dimisión de los agentes públicos de su hipotética misión de garantizar derechos democráticos fundamentales –el del disfrute de la calle en libertad, el de la vivienda digna y para todos, etc.– y la desarticulación de los restos de lo que un día se presumió el Estado del bienestar. En una aparente paradoja, tal dejación por parte de las instituciones políticas de lo que se supone que son sus responsabilidades principales en materia de bien común está siendo del todo compatible con un notable autoritarismo en otros ámbitos. Así, las mismas instancias políticas que se muestran sumisas o inexistentes ante el liberalismo urbanístico y sus desmanes, pueden aparecer obsesionadas en asegurar el control sobre unas calles y plazas –ahora obligadas a convertirse en “espacios públicos de calidad”– concebidas como mera guarnición de acompañamiento para grandes operaciones inmobiliarias.

Ahora bien, ese sueño de un espacio público todo él hecho de diálogo y concordia, por el que pulula un ejército de voluntarios ávidos por colaborar, se derrumba en cuanto aparecen los signos externos de una sociedad cuya materia prima es la desigualdad y el fracaso. En lugar de la amable arcadia de civilidad y civismo en que debía haberse convertido toda ciudad según lo planeado, lo que se mantiene a flote, a la vista de todos, continúan siendo las pruebas de que el abuso, la exclusión y la violencia siguen siendo ingredientes consubstanciales a la existencia de una  ciudad capitalista. Por doquier se da con pruebas de la frustración de las expectativas de hacer de las ciudades el escenario de un triunfo final de una utopía civil que se resquebraja bajo el peso de todos los desastres sociales que cobijan y provocan.


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