dilluns, 23 de març del 2020

Ciudadano, mitodano



Extracto de la conferencia pronunciada en la Manzana de las Luces de Buenos Aires en setiembre de 2008 en las jornadas "El espacio en Buenos Aires" y publicada en Armando Silva, ed., Imaginarios urbanos en América Latina, Fundació Tàpies, Barcelona, pp. 179-187.

CIUDADANO, MITODONADO
La ciudad como sociedad de lugares y como mito
Manuel Delgado

Tenía razón Cornelius Castoriadis cuando, en su prólogo para la edición de 1985 de Las encrucijadas del laberinto (Gedisa), se quejaba de la trivialización de que estaba siendo objeto el concepto de imaginario social, que se había incorporado como naturalmente a todo tipo de discursos, tanto más o menos académicos como populares, de una manera además que hacía difícil reconocer en esas apropiaciones algo de lo que él había sugerido al plantear esa noción como central en su teoría.2 Esa tendencia al abuso y a la alegría en la utilización del concepto de imaginario no ha hecho sino agudizarse desde entonces. La cuestión no está sólo en la polisemia disparada que inviste tal valor teórico, sino la manera como ha sido maltratado por todo tipo tanto de oscurecimientos como de banalizaciones. Así, de un lado están todas las lecturas hermeneútico-culturalistas que han hecho del imaginario uno de los ingredientes con que nutrir una especie de jerga oscurantista que remite a no se sabe bien qué tipo de entidad abstracta imposible de contornear teóricamente e ilocalizable en el mundo empírico; del otro simplificaciones que se limitan a identificar mecánicamente la noción de imaginario con la marxista de ideología o la durkheimniana de representación colectiva, ellas mismas también objeto recurrente de simplificación.

Si atendemos ese ámbito concreto de lo que se presenta como imaginarios urbanos el paisaje resulta entonces en especial desolador. Si en general los imaginarios han acabado sumergiendo lo que pudo haber sido su valor conceptual en un océano de distorsiones y opacidades –siempre basculando entre lo banal y lo soteriológico–, en las cercanías de las ciencias sociales de la ciudad la categoría imaginarios –ahora con la denominación de origen “urbanos”– ha caido de pleno en manos de los llamados “estudios culturales”, esa apoteosis de la superstición de la autonomía de los hechos culturales que está causando estragos en lo que es su ya larga agonía. Un seguimiento pormenorizado de los avatares de la escuela revela enseguida su escasez de aportes teóricos serios y solventes, difíciles de encontrar entre una maraña de artículos menores producidos con sospechosa copiosidad. La contribución metodológica de los cultural studies, ha sido pobre y se ha reducido a una depredación de propuestas ajenas, entre ellas algunas de las impugnadas desde la propia corriente. El resultado: un eclecticismo que, como suele ser habitual, no hace sino disimular la mediocridad de sus resultados. Por otro lado, en manos de los estudios culturales la noción de imaginarios urbanos ha acabado convirtiéndose en instrumento al servicio tanto de la legitimación simbólica de las instituciones políticas de la ciudad como de la promoción mercadotécnica de sus singularidades estéticas de cara a promotores inmobiliarios, clases medias ávidas de nuevos y viejos “sabores locales” y al turismo, todo ello en un contexto generalizado de reapropiación capitalista de las metrópolis y de conversión de éstas en mero producto de y para el consumo.

Es por ello –por los derroteros que está tomando la noción de imaginarios urbanos y el tipo de señores a los que ha acabado sirviendo– que convendría recuperar autores que empezaron hace años a usar el concepto de imaginarios urbanos, seguramente sin ni siquiera intuir en qué acabaria convirtiéndose con el tiempo. Me refiero a Raymond Ledrut, un autor pionero en este campo y al que no se le suele reconocer el valor de su aportación fundadora, en una línea muy alejada de las lecturas idealistas que monopolizan hoy la noción de imaginarios urbanos. Fue Ledrut quien acuñó en su momento la categoría teórica de forma social justo para remitirse a la interrelación intensa e íntima entre la mofología social y el orden de las representaciones, poniendo de manifiesto ya no su mutua dependencia, sino su indescirniblidad mutua. Ledrut escribía: “El realismo banal quiere depurar la sociedad de sus imaginarios, pero olvida que éstos son reales y forman parte de la sociedad real... Esos imaginarios no son representaciones, sino esquemas de representación. Estructuran a cada instante la experiencia social y engendran tanto comportamientos como imágenes reales” («Société réel, société imaginaire», Cahiers Internationaux de Sociologie, 82 (1987), pp. 42-45).

La ciudad, en efecto, no es sólo una agrupación de volúmenes construidos, ni una trama de canales y conexiones, ni una sociedad de individuos, segmentos e instituciones. No es sólo suma de cantidades contables o estadísticas, sino organizacíón o estructura de calidades socialmente establecidas. Una ciudad es sobre todo un campo de significaciones. Son esas significaciones las que proveen de la materia prima de la que está hecha la experiencia urbana, que es justamente lo que el científico social toma como su objeto de conocimiento. Experiencia como vivencia subjetiva, pero no menos como experimentación empírica, como conducta; emoción y textura; al tiempo sentimiento, sensación y acto. Como escribe Ledrut en Les images de la ville (Anthropos): “Las significaciones no existen en una ciudad en sí misma, separada de la práctica que llevan a cabo los hombres de un tiempo y de un mundo [...], no están ni en las cabezas ni en las cosas, están en la experiencia: aquí la experiencia urbana”.

Una sociedad –urbana, por ejemplo– no consiste en una acumulación de estratos superpuestos, el superior conteniendo las constelaciones ideológicas y el inferior la morfología social en si. Una sociedad es un sistema de relaciones entre seres humanos, relaciones jerarquizadas según la naturaleza de sus funciones y que tiene cada una un peso específico en la producción y reproducción social. Es decir, los imaginarios no son meras proyecciones especulares, a la manera como entienden las interpretaciones vulgares de la relación entre infraestructura y superestructura en Marx, ni modalidades ideales del sistema social, como ha venido pretendiendo el estructuralfuncionalismo menos exigente teóricamente. Si tuviéramos que plantearlo en términos marxistas, ese orden de significaciones –o al menos buena parte de sus elementos– no tendría por qué ser un mero sistema de meras proyecciones o emanaciones epifenómenicas, puesto que –como nos ha recordado Maurice Godelier en Lo ideal y lo material (Taurus)– la distinción entre infraestructura y superestructura no es una distinción entre niveles, ni entre instancias o instituciones –aunque así pueda aparecer–, sino que es sobre todo una distinción entre funciones. De igual forma que las representaciones colectivas no son en Durkheim un espejo de la realidad social, sino la realidad social, desvelada como constructo construido, pero deconstruible y reconstruible en todo momento. La infraestructura es, en Marx –recordémoslo–, una combinatoria de diversas condiciones materiales y sociales que permite a los miembros de una sociedad producir y reproducir los medios materiales de su existencia social. Tales condiciones son las ecológicas y geográficas concretas, las relaciones de producción, pero también las fuerzas productivas, que son los medios materiales e intelectuales que utilizan los miembros de dicha sociedad después de haberlos inventado, copiado o heredado. En nuestro caso –el de la ciudad– buena parte de esos esquemas de significación o imaginarios están ahí no como una ilusión espectral o un espejismo de la sociedad urbana, sino como un factor de cohesión, desarrollo y prosperidad, como no menos de los conflictos que la desgarran y hacen que pase buena parte de su tiempo enfrentándose consigo misma. El imaginario –identificado aquí con lo que Godelier llamaría parte ideática o ideacional, que no ideal, de lo real– no debe ni puede ser objeto de hermenéutica o exégesis alguna, porque no es un mensaje oculto o un texto en cifra. Los imaginarios urbanos no representan a la ciudad –en el sentido de que están en su lugar y hablan o muestran en su nombre–, sino que son la ciudad. Una ciudad no connota, es las connotaciones que suscita, las conexiones, oposiciones, taxonomías que organizan significativamente sus elementos y permiten reconocerlos como unidades discretas –ese momento, ese sitio, aquella silueta, esta ausencia...–, de igual manera que los seres urbanos –habitantes o usuarios– no interpretan la ciudad, ni siquiera la leen, sino que simplemente la viven.

La noción de imaginario tampoco impugna la vieja premisa materialista según la cual son las condiciones objetivas de vida las que en última instancia determinan lo que las personas piensan de sí mismas y del mundo en qué viven. Una puesta de relieve de los imaginarios y de su importancia no cuestiona lo que Lévi-Strauss, en su polémica con Sartre, llamaba “la indudable primacía de las infraestructuras”. El imaginario se identifica con ese esquema conceptual que gobierna las prácticas, pero que no es ajeno a la praxis, en el sentido marxista de la palabra, es decir como algo que es una entidad a la vez empírica e inteligible, acontecimiento y ley teórica. Ese imaginario urbano –como cualquier otro imaginario– no es una nebulosa abstracta que revolotea en el ambiente o en la cabeza de los individuos. Ni siquiera es propiamente un código del que dependería la organización de la realidad urbana. Todo lo contrario, es lo que le sucede a los individuos –incluyendo en ello lo que sueñan, esperan, planean o añoran– de lo que se nutre todo imaginario para constituirse y constituir, de igual forma que es el habla la que determina la lengua, el mensaje al código, la vida a la ideas. Ningún imaginario urbano existe como colgado en el vacío, ni surge de una nada metafísica o de un orden arquetípico universal descontextualizado, sino que, como establece Ledrut, es un lenguaje que “reposa en definitiva sobre una experiencia y sobre una práctica”. Es eso lo que hace de los imaginarios todo lo contrario de lo que sus apropiaciones superficiales hacen de ellos: los imaginarios no son “imágenes” sólo, sino auténticas epifanías, manifestaciones; no son una designación sino una encarnación, a la manera como el vuelo de las aves le permite al augur ver lo que de otro modo no se podría ver, es decir acceder a las dimensiones invisibles de la realidad y recibir allí información precisa acerca del significado profundo, estratégico, de las cosas y los hechos.

De ahí que Ledrut –como harán más tarde la mayoría de autores que han trabajado la cuestión– reclame el plural para hablar no de imaginario, sino de imaginarios urbanos. Haciéndolo advierte que ese campo de significación que es la experiencia urbana es un sistema heterogéneo y diferenciado, hecho de encabalgamientos y cruces de significaciones, no por fuerza armoniosas, puesto que en que ellas las incompatibilidades y los choques son constantes. Eso es lo que le permite a Ledrut señalar la distancia inmensa que suele haber entre el imaginario del urbanista y los esquemas imaginarios que aplican o que reconocen quienes están o recorren un espacio urbano cualquiera, del vecino al merodeador. Nada hace demostrable que los lenguajes que emplea el urbanícola sean variaciones sumisas del sistema que un grupo dominante impone a través de su control sobre la producción de formas y símbolos urbanos. Al contrario, los “doctrinarios” del urbanismo –como les llama Ledrut– no pueden hacer otra cosa que realizar una imagen “racional”, imagen que puede ser considerada –y es constantemente considerada– como “no racional” por el “no urbanista”, que trabaja siempre el espacio que usa a partir de elementos latentes, sobreentendidos, implícitos..., elementos de los que el urbanista y el poderoso al que sirve no saben ni pueden saber en realidad apenas nada. Tampoco los imaginarios urbanos tienen porqué identificarse –aunque se identifiquen sistemáticamente– con la imagen que de una determinada ciudad se pretende dar desde las campañas oficiales o comerciales de promoción, destinadas a turistas, inversores o a los propios ciudadanos. Ese tipo de imaginarios usurpados destinados a la propaganda o a la publicidad se basa en la simplicidad y son de hecho imaginarios caricaturescos, hechos de tópicos y clichés orientados a convertir a sus destinatarios en súbditos dóciles o en consumidores dependientes.

No menos importante es el sentido que ese énfasis en lo plural y heterogéneo tiene de oposición y hasta de impugnación de lo que han sido teorías de un conductismo vulgar que han trabajado sobre presupuestos fuertemente psicobiológicos, que entenderían la imagen de la ciudad como formando parte de mecanismos de adaptación a entornos urbanos para los que la cuestión de la legibilidad resultaría fundamental. Desde tal perspectiva –de la que sin duda Kevin Lynch seria el principal exponente–14 determinados contextos demasiado embarullados o confusos tendrían efectos negativos en la medida que implicarían disonancias perceptuales que dificultarían la adaptación territorial, primero sensitiva y luego vital. En ese tipo de postulados se inspiran iniciativas urbanísticas que urgen generar espacios transparentes, claros, previsibles, en los que una distribución adecuada de elementos induciría –a la manera de una caja de Skinner– determinados significados y determinadas prácticas, a las que es fácil presuponer como pretendidamente desconflictivizadas y sosegadas. Ese tipo de concepciones de la imagen de la ciudad como paisaje tranquilo y tranquilizante, son incompatibles con la naturaleza crónicamente alterada de la experiencia urbana y los imaginarios a ella asociados, puesto que, como señala Ledrut siempre en Les images de la ville, “los conflictos, las tensiones y las incoherencias que aparecen en el campo del ‘imaginario urbano’ no tienen menos importancia que los acuerdos, las concordancias y las estructuras, ya se trate de relaciones entre grupos, y los modelos o relaciones que se den en el interior mismo de la aprehensión individual del mundo urbano”.

Hablar de la ciudad como un campo de significado –y el propio Ledrut así lo reconoce–es hacerlo homologando la ciudad a un mito, no en el sentido en que lo haría Barthes –el mito como mixtificación o reducción falsificadora de lo real–, sino en el sentido lévi-straussiano, es decir del mito como instancia inteligente en la que los tres niveles en los que se expresa el mundo a los humanos –lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario– coexisten mezclándose. En la ciudad vemos la misma sobreposición de instancias –la de lo Real y la de lo Imaginario– a las que se suma enseguida el trabajo de lo Simbólico –que, por otra parte, no es otra cosa que eso, es decir un trabajo o producción– en una tarea que en el fondo no muy distinta que la que hemos visto ejercer siempre a los mitos, empeñados una y otra vez en jugar con los distintos planos de la experiencia hasta hacerlos indistinguibles. 

En ese orden de cosas, la ciudad, en efecto, ejerce esa misma labor que Lévi-Strauss contemplaba llevando a cabo a los mitos, que es la de confundir esos tres niveles: lo imaginario –entendido como la expresión más plausible y más ejecutiva de la realidad–, lo simbólico –como labor de producción de sentido– y lo real –como éso que está ahí y cuya presencia intentamos inútilmente conocer o acaso tan sólo mantener a raya. Acaso, como en relación con el mito, el urbanita sólo puede vivir la ilusión de que realmente es él quien emplean los lugares de cualquier ciudad como instrumentos a través de los cuales pensar y hacer. Probablemente sea lo contrario y, como ocurre con los mitos, sean los lugares de cualquier ciudad las que empleen a los humanos –esos transeúntes que van de aquí para allá– para comunicarse y hacer sociedad entre sí. Ciertamente, por ello, todo ciudadano es en realidad un mitodano, el habitante de un mito.





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