La fotografía es de David Malcomlson |
Artículo publicado en El País, el 1 de septiembre de 2000
CULTURA MÍTICA
Manuel Delgado
Hay
turistas y turistas. Cada vez más, las ofertas turísticas, tanto las
comerciales como las institucionalizadas, procuran advertir de las excelencias
de lo que se da en llamar «turismo cultural», artefacto conceptual que designa
una línea de productos de ocio capaces de proveer de prestigio a quienes entran
en contacto con ellos: la Historia, el Arte, la Arquitectura, etc. Los
objetivos turísticos presentados como de índole «cultural» dignifican, elevan
una práctica social amenazada por el descrédito de lo trivial. La marca
cultural permite al desplazado por motivos de ocio rescatarse a si mismo del
infierno de la vulgaridad, le lleva a un reencuentro con el turismo pionero y
todavía puro de los románticos del XIX, lo salva del adocenamiento de los
turistas de «sol y playa». El turista culturalmente redimido obtiene un rango
superior que le permite justificar ante sí mismo y ante los demás el viaje
realizado, a partir de la dignidad de los sitios de Cultura que ha visitado y
hasta de los recuerdos que allí mismo ha comprado y que ostentará más tarde
para demostrar su distinción.
Ahora bien, ¿es tanta la distancia que
separa al turista que paga su entrada para Port Aventura o Terra Mítica de la
mayoría de los que devotamente se pasean por las salas del Museo del Prado, el
centro histórico de Salamanca o el Guggeheim de Bilbao? Si se piensa, nada más
cerca de un equipamiento cultural que un parque de atracciones. Es cierto que
hace algún tiempo y desde estas mismas páginas («Gracia y cultura», El País, 6/2/1998), advertía de cómo las
nuevas grandes instalaciones culturales –Kursaal de San Sebastián, IVAM de
Valencia, Macba de Barcelona...– se constituyen en templos en que se oficia la
Cultura, entendida como la religión oficial de los estados modernos. Allí
subrayaba cómo penetrar en esas nuevas catedrales exige del visitante la misma austeridad y
recogimiento que se debe observar en cualquier otro lugar sagrado. En cambio,
el parque de atracciones es un espacio todo él destinado al estímulo de
sensaciones en absoluto sofisticadas, al que se acude para recibir
gratificaciones inmediatas que no requieren ningún esfuerzo de atención, ni
–antes lo contrario– la mínima discrección en las conductas.
Las diferencias acaban ahí, y dan paso
a las afinidades de fondo y de forma. El parque temático es un campo cerrado en
que ficciones terribles o maravillosas pueden hacerse realidad: tunel del
terror, escenarios del Far West, la Polinesia o la antigua Grecia, película de
piratas. En este espacio acotado las posibilidades que la imaginación intuye,
pero de las que la realidad cotidiana no ha sido, ni es, ni será nunca
proveedora, cobran carta de naturaleza. Los sagrarios culturales operan
exactamente igual. Bajo su seriedad litúrgica lo que se pretende en ellos es
que ciertas realidades presumidas como incontestables y poderosas, pero nunca
vistas en realidad, puedan hacerse realidad ante nosotros, aparecer
literalmente como verdades materiales que incluso se podrían tocar si las medidas
de seguridad no nos lo impidiesen. Todo museo, espacio monumental o centro de
cultura es inevitablemente un lugar de evasión, igual que los parques de
atracciones, no porque todos ellos sean espacios de ocio, sino porque están
repletos de objetos concebidos para cambiar de realidad, para huir de lo
cotidiano y para procurar un viaje casi soteriológico hacia los territorios de
lo inefable y lo legendario: el Pasado, la Belleza, la Tradición, la Ciencia,
la Naturaleza, la Vanguardia...
Como un nudo entre instancias
descontectadas –la fantasia y la existencia diaria– las ferias y los lugares de
la Cultura llevan a cabo la misma tarea de hacer de veras real lo que
necesitamos creer o lo que otros necesitan que creamos que es real. Surge el
prodigio de cosas que son al mismo tiempo reales y virtuales. De hecho, la
puesta en conexión de las ferias y los centros de cultura, los museos o los
núcleos urbanos museificados suele ser explícita. La Expo de Sevilla ya fue un
híbrido entre parque y macroinstalación cultural. El Domus de A Coruña es un
centro museístico concebido a la manera de una colosal sala de juegos
recreativos. El proyecto de la empresa Disney de construir en los Estados
Unidos un parque-museo dedicado a divulgar la historia de aquel país demuestra
lo permeable que resulta el tránsito entre esos dos tipos de espacios
protésicos. De hecho, en Barcelona, el Barrio Gótico, resultado artificial de
las reformas en su casco antiguo a principios de siglo, o el Pueblo Español,
construído con motivo de la Exposición de 1929, ya obedecían a esa misma
dialéctica entre autenticidad e impostura.
Los triviales parques temáticos y los
prestigiosos centros culturales hacen lo mismo: invocar la presencia del
pasado, lo extraordinario, lo remoto o lo abstracto, siempre como fórmula
mágica que busca escapar de las incongruencias de lo concreto cercano. Esa es
la lógica que toda exhibición cultural ejecuta: los objetos
descontextualizados, los monumentos, los paneles explicativos, las
clasificaciones conceptuales, la narración que va cosiendo lo que se
muestra..., todos los elementos didácticos, materiales, ideacionales que se
ordenan cuidadosamente en vitrinas, paneles, montajes, vídeos, diapositivas, o
incluso en las calles y plazas..., están ahí para hacernos disfrutar y
aprender, ofreciéndole a no importa qué realidad conceptual inencontrable la
posibilidad de una existencia física continua y sin fragmentaciones, ni
errores, ni desmentidos, ni contradicciones, conjunto coherente, estructura
íntegra toda ella hecha de materiales de deseo.
La contradicción entre la ritualización
banalizadora de las nuevas macroferias y la ritualización consagradora de los
museos y centros de cultura se desvela enseguida como falsa. A una sociedad que
tan poco le ha costado trivializar lo trascendente, menos le iba a costar
acabar por trascendentalizar lo trivial. Magno espectáculo de la Cultura, que
hace el prodigio de convertir en ídolo cuanto muestra, que enaltece lo que
antes ha sustraído a la vida, que convierte ese saber y esa belleza
secuestrados en lo que son hoy: al mismo tiempo, un sacramento y una mercancía.