Fragmento de "La mujer pública. Género y ambigüedad en espacios urbanos", en Antropologias y estudios de la ciudad, México DF. I/2 (2006), pp. 9-36
LA CIUDAD UTERINA
Manuel Delgado
No se trata ahora de continuar cultivando la discusión sobre la obvia incidencia
de las perspectivas de dominación masculinas sobre los diseños urbanos. Mucho
menos sobre si existe o no una manera específicamente «femenina» de construir o
planear cuando los encargos los asumen arquitectas. Ese tipo de discusiones
acaban en reducciones paródicas, como la que supone que las mujeres proyectan
preferentemente edificios con formas curvas y los hombres con estructuras
verticales. Se puede acabar hablando en estos casos, por ejemplo, de la
posibilidad de una arquitectura «vaginal», como han propuesto algunos teóricos,
en la que lo circular y lo cavernoso dominaran sobre lo sólido. En cambio, si
que se cabría reconocer que los códigos culturales implícitos dominantes que
distribuyen por género las cualidades y los valores, contemplarían el aspecto
ordinario de los espacios públicos, la manera como son usados por los
practicantes de lo urbano, en términos más bien femeninos, precisamente por la
preponderancia allí de lo concreto, lo heterogéneo, lo cotidiano, lo sensitivo,
el cuerpo. La trama urbana es percibida y vivida en tanto que universo de
intersticios, grietas, ranuras, agujeros, intervalos... Esa ciudad múltiple
sería ajena u hostil a la ciudad falocrática de los monumentos y las
grandilocuencias constructivas, puntos fuertes que no son tanto erecciones en
el territorio como erecciones del territorio mismo, expresiones
rotundas de una metrópolis concebida a imagen y semejanza del cuerpo masculino.
Todas esas características se adecuarían a lo que en otro lugar definía
como la urbs: la actividad misma en que consiste lo urbano, la tarea misma
de lo social haciéndose y deshaciéndose, una sociedad en cierto modo inorgánica
en la que lo informal predomina y priman las situaciones sobre las estructuras.
Una sociedad que no es otra cosa que ese trabajo que la forma y la disuelve antes
de haber concluido su labor. A esa urbs
se le opondría la polis, la
administración y el proyectamiento centralizado de y sobre la ciudad, concebida
como prolongación del modelo de Estado patriarcal y cuyos rasgos se asociarían
semánticamente con lo masculino. En la calle, en cambio, la urbs acaba realizando su condición
indeterminada, que se nutre de transformismos y ambivalencias. El espacio público
es el proscenio sobre el que se exhiben prácticas y códigos, y se ejercen
funciones y convenciones, que aparecen marcados por la negociabilidad, la contradicción,
en un marco en que todo ha de ser constantemente definido y redefinido y en
cuyo mantenimiento juegan un lugar estratégico los sobrentendidos y los dobles
lenguajes. En ese escenario reina una constante confusión entre las distintas
rúbricas de lo real: lo individual y lo colectivo, lo abstracto y lo concreto,
lo material y lo ideal, lo que se asigna a la masculino –lo racional, lo
organizado– y lo que lo masculino atribuye a lo femenino –lo afectual, lo sensitivo,
lo intuitivo, lo emocional...
«Ningún orden soporta la reversión», señala Jesús Ibáñez, reflexionado
precisamente acerca de la relación entre espacio público y mujer. El Uno, lo
único, la polis, el Estado, son
masculinos. Pero la división masculino-femenino también lo es. Lo sólo
masculino es masculino, por supuesto; pero lo sólo femenino también lo es. La
dicotomía, por lo que tiene de organizadora, racionalizadora, estabilizadora
–en cierto modo estatalizadora– se
corresponde con una lógica en última instancia falogocéntrica. Ibáñez añadia:
«Masculino no es sólo uno de los
sexos, es masculina la unidad –o
contrariedad– de los sexos [...] Femenina es la indeterminación sexual, la
reversibilidad de los sexos, el travestismo (el juego libre de las apariencias
sin referencia a una esencia)» («Lenguaje, espacio,
segregación sexual», en A. García
Ballesteros, ed., El uso del espacio en
la vida cotidiana, Universidad Autónoma de Madrid). El travesti es, en efecto, el hombre que no
quiere parecer hombre y se reviste de la apariencia de mujer. Para Severo
Sarduy, en el travestido “la dicotomía y oposición queda abolida o reducida a
criterios inoportunos”. El travesti remite al mito del andrógino, que se sitúa
en “un tiempo adámico, en un tiempo antes del tiempo y de la separación física
de los sexos [...], al final de la parábola de los sexos: en su oscilación, en
ese punto en que su contradicción es a la vez mantenida, acentuada y borrada” (La simulacion, Monte Ávila).
¿Y ese juego de reflejos y apariencias que desmiente, desactiva, ignora o
desacata el principio de identificación, respecto del cual se coloca antes o después,
en cualquier caso al margen, el travestí, lo que en buena medida constituye el
espectáculo fundamental de la vida pública, lo que ocurre a cada momento en las
calles? A pesar de las vigilancias y las
restricciones que las afectan, en ellas se ofician los ritos de una ambigüedad
sin límites, puesto que toda estructura social es puesta en suspenso momentáneamente
por lo que allí no es sino el hacerse, deshacerse y volverse a hacer de una
organización humana siempre inconclusa. El transeúnte amplía al mundo entero el
estado de vaivén que el transexual opera entre los géneros, puesto que su existencia
es la de un entre dos generalizado y constante. El espacio público es,
en efecto, una arena en que las posiciones reales que cada cual tiene asignadas
en el organigrama total de la sociedad reciben las mayores posibilidades de
serle escamoteadas al otro, en que la reserva es un recurso fundamental para mantener
a raya la tendencia de los demás a inmiscuirse, en que se recibe como
naturalmente un derecho a la máscara mucho mayor que el que tolerarían los
vínculos propios de un orden definitivamente estructurado.
En un escenario hasta tal punto lábil, conformado para que en él se prodiguen
las excepciones y las desobediencias, la división simbólica de los sexos se
torna frágil y las actitudes asignadas por convención a cada género fácilmente
impugnables. En el ensayo antes mencionado sobre el lugar de la mujer en la
vida urbana, Elisabeth Wilson subrayaba cómo el propio flâneur baudelariano encarnaba una cierta vulneración del modelo
hegemónico de masculinidad, en la medida en que había en él mucho de indecisión
sexual y de pasividad. Dándole la razón, cuando Teresa del Valle conceptualiza
la inferioridad femenina en el espacio
público en términos de uso transeúnte –«el varón está en lo público y de paso
por la casa mientras que la mujer pertenece a la segunda y transita por lo
público»–, acaso no sea consciente de que está desplazando a todo viandante a
una condición en cierto modo femenina, puesto que todo peatón, por emplear la
feliz imagen que ella misma propone, hace lo que la mujer en la calle: navega por la ciudad. De hecho en el
espacio público, en tanto que tal y porque no es de hecho más que un puro
umbral, no se puede estar, sino solo pasar. El espacio público sólo existe en
tanto que posibilidad y derecho de apropiación efímero o travesía.
Pero si el usuario del espacio público se empapa de la ambigüedad que le es
propia a éste, y, al hacerlo, de alguna manera se feminiza, a la inversa, los
personajes femeninos que en la literatura o en el cine desarrollan el grueso de
su actividad en lugares públicos –prostitutas, agentes de policía, escritoras,
marginadas sociales, bohemias, trabajadoras, etc.–, suelen ser mostrados como
dominantes, seguros de sí, cínicos, con iniciativa, inconformistas, moralmente
críticos, inclinados a la insumisión..., como si su contacto con la calle les
imprimiera rasgos de conducta o caracteres asociados a los estereotipos de la
virilidad. El espacio público, en resumen, propicia todo tipo de
contrabandismos entre las esferas presuntamente estancas de lo masculino y lo
femenino, vuelve andróginos a quienes lo frecuentan demasiado, los coloca en un
territorio ambivalente en que todo puede devenir en cualquier momento
reversible.
Cabría preguntarse acerca de cuál es el lugar que asignamos a la ambigüedad
y el azar en nuestros análisis, y hasta qué punto su irrupción no nos obligaría
a cuestionarnos el rigor –léase la rigidez– de las premisas desde las que
partimos a la hora de elaborar teoría o de desarrollar nuestros trabajos de
campo. ¿Qué supondría la toma en consideración del lugar de la ambivalencia en
las expresiones concretas de un orden social súbitamente inordenado, la puesta
en temblor de esos axiomas teóricos y metodológicos que nos permiten reducir la
complejidad de lo real? ¿Y si reconociésemos el papel que juega en las
relaciones humanas la indeterminación, la disolución que las prácticas imponen
en las pautas culturales más presuntamente sólidas? Es esa ambigüedad –y no en lo femenino, que en el fondo viene a confirmarlo– lo que se opone a
lo masculino, entendido como lo
centralizado y fijo, lo claro, lo expeditivo de lo real, pero también de sus
análisis.